Archive for febrero 2012


Aforismos

Sobre la mujer

Cuando una mujer te separa de los demás y te escoge a ti, significa que eres el peor.

*

Una mujer con tres copas es la sensualidad a flor de piel; una mujer con diez copas es la abyección pegada a la carne. Cuyos huesos urge chupar.

*

Siempre será preferible que una mujer te diga que eres como todos los hombres a que te diga que eres un hombre excepcional.

*

Cuando una mujer te diga que con nadie ha cogido como contigo, es hora de que la dejes.

*

Cuando una mujer te esquiva la mirada, es tuya.

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Poesía

Está bien que así sea

Para Vidal y Maribel

Saboreo el mezcal
que habrá de irrigar mi sistema circulatorio.
Porque cómo se acelera el corazón
a partir de los primeros tragos.
Como si alguien lo espoleara desde el infierno.
Veo a todos estos borrachos que están
recargados
en la barra
y siento que Dios se apiada de mí.
Me miro en todos ellos porque sé que todos
ellos se miran en mí.
Cada vez que alguien traspasa la puerta
de vaivén
de esta cantina
creo que será mi ángel guardián que viene
por mí.
Creo que ese ángel se acodará
aquí mismo
y pedirá su trago.
Molestará a los que estén a su lado.
Los despeinará con el viento de sus alas.
Les hará creer que les habla una dama.
A mí no me dirigirá la palabra.
Simplemente me dirá salud con la vista
y el vaso inclinado.
Algún día mi hijo dirá de mí:
“Sólo recuerdo su aliento a mezcal”
Y está bien que así sea.

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Música

La Pietà

Puso el violín en la gran mesa de caoba. Lo hizo con sumo cuidado, para que la madera no sufriera el menor rasguño. Se preparó para recibir a Anastasia Lido, su alumna estrella. Tocaba como un ángel, si es que los ángeles tocaban, porque más bien había que imaginárselos cantando —si es que algún vínculo habían que tener los ángeles con la música.

Desde su niñez, había escuchado los epítetos más pronunciados por su genialidad indiscutible. “El dios de la música”, o bien, y que era su favorito: “Su Majestad el violín”. Que el vulgo le hubiera puesto esa corona en su cabeza a través de un sobrenombre, lo hacía sentirse orgulloso. No era fácil que eso ocurriera, y menos en una población donde la música era el pan de todos los días: Venecia. Porque musicalmente todos eran rivales de todos. Bastaba con que saliera a la calle, con que se acercara a la Plaza San Marcos, con que alquilara una góndola, para que la música colmara sus oídos. Proveniente de todas partes, había que aguzar los oídos para disfrutarla. Los gondoleros se comunicaban entre sí cantando, y lo mismo hacían los mendigos para pedir limosna, o los marchantes para vender su fruta.

Sacerdote de formación, Il Prete Rosso —o el Cura Rojo, por su larga cabellera pelirroja y su condición sacerdotal—, sin embargo no estaba obligado a oficiar misa por padecimientos que lo eximían, como las crisis de asma. No era de lo más sencillo que las autoridades eclesiásticas hubieran estado de acuerdo en permitir esa libertad, pero en el caso de Vivaldi se sumaban las concesiones. Que si permiso para salir de la República de Venecia e ir a Roma, donde el arte del violín le correspondía a Arcangelo Corelli; que si batirse en un duelo violinístico con Giuseppe Tartini, quien además de magister violinista era filósofo, y director y profesor de esgrima. Que si estrenar una ópera con la frecuencia que él disponía. Y a todo le decían que sí. Pero no nada más por sus dotes musicales, sino por ser el compositor que estaba al frente del Ospedale della Pietà para niñas abandonadas, y para hijas de buena familia cuyos progenitores valoraban como una bendición caída del cielo la mejor educación musical para sus crías. Y que a los jerarcas de la iglesia les dejaba cantidades de fábula en liras, que iban a dar a sus arcas con exactitud geométrica.

Antonio Lucio Vivaldi extrajo el violín. Era un Stradivarius, que en buena lid le había ganado a Tartini. Se lo puso al cuello y dio una arcada con quietud pasmosa al tiempo de que el arco describía en el aire un semicírculo perfecto. Era esa arcada que identifica a los maestros cuando simplemente quieren constatar la afinación, pero que en manos de Vivaldi parecía el principio de una cadencia. Se permitió una arcada más. Como si el sonido proviniese desde la cúpula de la iglesia del convento donde se encontraba —el de la Pietà—, el sonido de las cuerdas dobles, tocadas con aplomo y dulzura a la vez, provocaba que el arco despidiera una nube de resina, que bajo el rayo de sol resplandecía como un polvo divino. Sin quererlo, las notas articularon la melodía del Invierno de las Cuatro Estaciones, concierto primigenio de Il Cimento dell’Armonia e dell’Invenzione. Poco a poco le imprimió mayor velocidad a aquellos acordes que paulatinamente sonaron más letales a sus oídos. Como ingredientes de una mezcla diabólica —¿el día de mañana se tocaría su obra, lo había pensado siempre, como un mensaje del demonio, y no del gran Dios, como acotaban sus panegíricos?

Ya estaba en un franco delirio, con su larga cabellera al aire —su peluca erizada, alguien había dicho por ahí—, su espada al cinto, regalo de Su Santidad, que se movía al ritmo de ese cuerpo delgado y consumido, cuando vio entrar a Anastasia Lido, con el violín bajo el brazo. Trece años tenía la infanta. A nadie había contemplado como a ella. De nadie se había asombrado tanto. De esa piel en la que parecía adivinarse el rubor de la Venus de Botticelli. De esa mirada que en mucho le recordaba la de Anna Giraud, su amante, la soprano que en exclusiva cantaba las óperas de él y que vivía en una casa contigua a la suya que se comunicaban por un pasadizo secreto. De esa gracia que semejaba extraída de la mujer veneciana por antonomasia, donde se daban la mano donaire y recato. De esa lubricidad de la que se jactaba la elite de las mujeres romanas.

Hizo una caravana delante del maestro y comenzó a tocar. Las Cuatro Estaciones.

Vivaldi se limitó a guardar silencio. Y contemplarla.




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Cuento

El vuelo del búho

Para Rafael Pastelín

Te levantas, y sin ningún afán melodramático, sin ningún sui generis incentivo ni conducta esnob, decides —así, tan simple como escoger una camisa— echar la hueva, no ir a trabajar, pues.

Piensas —mientras la oficialía de partes se va a mejor vida— que un paseo por el centro, en cambio, te sentará bien. Tal vez quieras recordar antiguas épocas cuando acostumbrabas caminar sin rumbo fijo por aquellas calles colmadas de recuerdos para ti. Del lado de tu madre. Y alguna vez de tu padre también.

Te vistes ligero, desayunas peor, y en un abrir y cerrar de ojos te encuentras saliendo de la estación Juárez.

Ya estás donde querías estar. Con las manos en los bolsillos caminas hasta un edificio que te resulta familiar: el Museo Nacional de Arte. ¿Cuántas veces has estado ahí? Lo ignoras. Pero ahora mismo crees haber visto un cartel en el que se anunciaba a un pintor o escultor que presentaba sus obras más recientes. Un artista aclamado en cielo, mar y tierra. No importa quién sea, pero ya que estás ahí. Será buena oportunidad.

Dos colegialas —¿hermosas?, no lo sabes, pero a ti te lo parecen— ratifican con carne tu decisión. Ellas también van al museo, meneándose sobre sus piernas sólidas y anchas. Seguirlas, mirando el suelo, observando las paredes. Disimuladamente o no, y distraerse mientras transcurre la mañana. No pides más.

Intentas ir tras ellas, pero algo te hace perder el ritmo, te estropea la cadencia que habías empezado a afianzar y que te hacía sentir en las nubes. Entonces vuelves tu vista a uno de los cuadros de los que el museo se jacta: Hacienda de Chimalpa de José María Velasco. Lo ves y algo extraño salta a la vista. No es la primera vez que te detienes ante él. Pero ahora distingues que los colores se están desparramando. Como si se fugaran de la pintura. No es posible. Parpadeas numerosas veces. Como para que la realidad se reacomode. Pero no hay tal. Delante de ti los colores escurren.

Vuelves tu mirada y observas acuciosamente otros cuadros. Nada. Todo está perfectamente normal. Entonces miras uno más de José María Velasco. Su Valle de México de 1890. Y lo mismo. Los colores han terminado por escurrir y ahora empiezan a manchar la pared. Del asombro pasas al terror. Aunque quizás todo no sea más que una maldita confusión. Suele pasar. Algo inexplicable. Las colegialas están tomando apuntes, y te aproximas —en otras circunstancias jamás lo habrías hecho— y les señalas los cuadros de Velasco. Pero ellas deciden poner tierra de por medio. Les das miedo. Y es evidente que no están dispuestas a escucharte. Quién sabe qué piensen de ti. Caminando como si estuvieras ebrio recorres el resto de la sala. Todo está como debe estar. Hasta que te topas con otro cuadro de Velasco: Camino a Chalco con los volcanes. Cuando lo miras, pierdes el equilibrio y caes estrepitosamente al suelo. Como si alguien te hubiera dado una patada en los bajos. La gente se te queda viendo, y alguien se acerca y te ayuda a incorporarte. Te dicen que si necesitas ayuda y dices que no, que gracias.

No te atreves a mirar una vez más las pinturas de Velasco. Si era el artista favorito de tu madre. Mejor aún, de tus padres. Aficionados a la cultura en general y a la pintura en particular, aún tienes presente los libros que te mostraban de la vida y obra de aquel pintor. Paso a paso tu madre te explicaba la grandeza de su obra mientras tu padre observaba la escena, sonriente y ensimismado. Todavía hace poco tú mismo tomaste uno de esos libros y lo hojeaste. Incluso te encontraste una flor a modo de separador, en la lámina correspondiente a la pintura que le gustaba a tu madre por encima de cualquier otra: Los ahuehuetes. Reviviste entonces aquellas intimidades. Pero también vino a tu mente el momento en el que tu madre fue atropellada, precisamente en un recorrido por el centro, por estas calles que acabas de caminar. ¿Por qué no te atropellaron a ti?, siempre te lo preguntaste. Y seguramente tu padre también se lo preguntó cuando decidió darse aquel balazo en la cabeza.

Ves a un policía que acude hacia ti. Pero tú no estás dispuesto a hablar con nadie. Corres. Y el policía corre atrás de ti. Con el rabillo del ojo, ves Los ahuehuetes. Los colores le escurren como si fueran la sangre de la pintura. La sangre de Velasco. Avistas el vacío. La escalera de mármol en espiral. Tres pisos. La gente se hace a un lado para dejarte pasar. Que nadie te detenga. Miras a un hombre de traje que viene hacia ti en sentido opuesto. Su aspecto de guardia es inconfundible. El policía detrás y él delante. Cuando el hombre del traje cree haberte atrapado lo eludes. Él es ahora quien se cae. Prosigues tu carrera. El vacío te llama.

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