Música
El apolo húngaro
Aquella mañana mortecina, Liszt se dirigió al palacio de la familia Sayn-Wittgenstein. Había sido convocado para ultimar las clases que le daría a la princesa Carolina.
Inequívocamente, sus amigos le decían que no fuera, no en particular a la casa de aquella familia, sino en general a cualquier lugar donde hubiera la probabilidad de que lo humillaran. Te tratan como sirviente, ellos tienen que acudir a tu casa, o enviarte la propuesta con un propio, le decían. A lo que Liszt respondía: Cada cosa en su lugar, ellos me van a pagar a mí, no yo a ellos. Y aunque no cobre las clases, yo salgo beneficiado. Pues me deberán un favor.
Y de alguna manera así acontecía. Franz Liszt no cobraba porque lo consideraba una vulgaridad. ¿Cobrar por tocar el piano? Para él, habría sido como si una madre le cobrara a su hijo por enseñarlo a caminar.
Llamó a la puerta del palacio, y un criado de librea lo condujo hasta la sala de música, donde se encontraba la princesa de Wittgenstein.
Se veía especialmente hermosa esa mañana. Vestida con sencillez y de colores claros, sus veintinueve años resplandecían ante los veinticinco de Liszt, como gemas que podía aprisionar con sólo estirar la mano.
—Me han dicho que usted es el mejor maestro del momento, mejor aún que Chopin —exclamó la princesa al tiempo que extendía su mano a la espera de un beso sutil.
—Una belleza como usted no necesita un maestro de piano, necesita de un ángel guardián que la proteja del asedio masculino.
—Mi marido no es un ángel guardián, pero lo hace.
—¿Y dónde está él ahora?
El criado se presentó con el servicio de té. Se disponía a llenar las tazas, pero con una indicación silenciosa la princesa le ordenó que se retirara. Ella se encargaría.
Liszt sonrió.
El rostro de Liszt era como su música: luminoso. No había quien pudiera resistirse a mirarlo sin despegar la vista. Cuando aparecía en el escenario, las pupilas femeninas se detenían en aquellos rasgos como si contemplaran a un dios. No en balde se le había acuñado el epíteto del Apolo húngaro.
—Lo he citado por dos asuntos, pero antes de decírselos quiero expresarle que me embelesó su interpretación del domingo por la mañana. Con conocimiento de causa, puedo decirle que nadie toca como usted la Hammerklavier de Beethoven.
—No la ha escuchado usted con Thalberg. ¿Y lo otro que me quería decir?
—¿Por qué me interrumpe? Usted es mejor que Thalberg, sin duda alguna.
—Pronto tendremos un duelo, y el público decidirá. Pero nuestra plática tiende a ser una fruslería. ¿Cuál es el otro asunto? Soy todo oídos.
—Sí, quiero pedirle, rogarle mejor dicho, que toque usted en un concierto a beneficio de los niños huérfanos del Orfanato de Saint Hélène de Tichoux.
Estuvo a punto de responder que sí en forma inmediata. Pero algo lo detuvo. Sabía que dicho orfanato era subvencionado por la más retrógrada nobleza parisina, y que la contribución que él pudiera aportar en nada afligiría la situación de aquellos niños. ¿Qué se proponía entonces la princesa, haciéndole esa petición?
—La idea es que no nada más asista el público en general, quiero decir las familias ilustres, sino que los niños lo escuchen. Imagínese, oír a un dios del piano como lo es usted.
—¿Y alguno de esos aristócratas reconocerá en algún niño expósito sus ojos, el color del pelo, su sonrisa? ¿Reconocerá, sea hombre o mujer, a la criatura que abandonó en la puerta del Orfanato de Saint Hélène de Tichoux?
La princesa se puso de pie. Sus ojos despedían un brillo de ira.
—Franz Liszt, no pensé que usted…
—No he dicho mi última palabra —acotó Liszt, y por un momento se le reveló en aquella mujer la hembra y la fuerza, la feminidad y el coraje, la belleza y su par, la voluptuosidad, se casaría con ella; en aquel instante la determinación vino a su mente como un relámpago—, por supuesto que daré ese concierto para los niños bajo la condición de que no se exija donativo alguno, no quiero que nadie se adorne a mi costa, que las puertas sean abiertas a todos los paseantes, y desde luego que mis emolumentos no sean cubiertos. Yo toco en un estado de gracia, no por irrelevancias financieras. ¿Y lo otro, qué es?
Un levísimo rubor tiñó el rostro de la princesa. Tomó aire y repuso:
—¿Aceptaría usted ser mi maestro?
Liszt se volvió a mirar el piano que yacía en un extremo de aquella sala, al lado de un cuarteto de cuerdas que se encontraba en una vitrina mandada hacer ex profeso.
No salió una palabra de su boca.
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