Ensayo
José Pablo Moncayo (1912-1958)
Hay obras que nacen para ser aclamadas., para marcar una época y apuntalar un estilo. Generalmente son obras gigantes, creadas en un momento vigoroso de la existencia humana. Son tan grandiosas, que aplastan a sus propias hermanas. Tal acontece con el Huapango de José Pablo Moncayo. No solamente ha dado la vuelta al mundo, sino que ha sentado sus reales en la producción musical del siglo XX. Y de paso, ha ocultado el resto de la obra del compositor jalisciense. Injustamente, pues tiene en su acervo obras de excelente factura.
José Pablo Moncayo nació en Guadalajara, Jalisco, el 29 de junio de 1912. Buena raigambre traían sus padres, Francisco Moncayo y Juana García de Moncayo, que dieron a la música mexicana dos elementos de altura: José Pablo, el compositor y pianista, y Francisco, violinista de sonido portentoso. La niñez de José Pablo transcurre en medio de carencias y alegrías; carencias, por cuanto la situación económica de la familia es precaria; alegrías, porque José Pablo era un niño singular: el más tierno de los chamacos del barrio, de un corazón enorme, que disfrutaba como ninguno otro de los juegos y de la compañía de los demás, aunque su carácter ligeramente retraído solía apartarlo de los grupos numerosos.
Como su hermano Francisco, desde pequeño demuestra una decidida inclinación hacia la música. Y mientras Francisco se pasa las horas estudiando el violín, él se aplica al piano. Conforme avanza en el estudio del instrumento, se adentra en la singularidad de las notas, en la sutileza de los sonidos que van a dar a su corazón y que evocaría años más tarde.
Adolescente todavía, y para ayudar a la manutención de la casa, se dedica a ofrecer sus servicios como pianista en cualquier lugar donde se le abran las puertas. Y luego de pequeñas pruebas —que para él son minucias— lo admiten en cafés, tabernas, circos, cines y cabaretuchos. Precisamente en estos antros, se especializa en salvar situaciones embarazosas para las improvisadas cantantes, quienes, al no poder cantar en el tono que debía ser, le piden que las acompañe en un tono “ni muy mayorcito ni muy menorcito”. Y prodigiosamente, Moncayo traslada las canciones de un tono a otro sin el menor esfuerzo.
Se marcha con su hermano a la ciudad de México. Ambos pretenden perfeccionar sus estudios, y, claro, encontrar trabajo. Y como había solicitud urgente de pianistas, José Pablo se ubica rápidamente, una vez más como pianista de cafés. Ahora es un adolescente fino y silencioso, características que conservará el resto de su vida.
Ingresa en el Conservatorio Nacional de Música, y Eduardo Hernández Moncada le enseña técnicas más sólidas para tocar el piano. Pone en las manos del joven músico obras maestras que consolidarán su formación; pero José Pablo tiene inquietudes que van más allá de la mera interpretación: le fluyen las ideas musicales, localiza temas que desean ser expresados y escritor de una vez por todas. Él quiere ser compositor.
Conoce entonces a tres compositores que influirán decididamente en su carrera: José Rolón, Candelario Huízar y Carlos Chávez, pues no sólo los tomará como figuras en el arte de la música sino en su propia condición de seres humanos. De Huízar diría: “Fue para mí algo más que maestro; tuve su consejo siempre en el momento que lo necesité; le debo muchísimo. Su música me parece excelente, especialmente la Cuarta Sinfonía, que me llenó de alegría al dirigirla”. Y era lógico: Huízar se caracterizaba por su consejo pronto y desinteresado. De Chávez se expresaría así: “Fue para mí una persona queridísima. ¡Le debo tanto!… Una de las cosas que más admiro es su fuerza, esa rigidez y esa disciplina que en él son esenciales. De su música admiro la pureza y sobriedad”. Y de Rolón: “Los conocimientos armónicos de Rolón, en especial sobre modulación, me abrieron campos nuevos”.
Recibe clases, pues, en un momento brillante no sólo del Conservatorio sino de la música en México. Descubre asimismo otra vertiente de su personalidad musical: la dirección musical. Se encanta cuando ve dirigir a Revueltas, y él quisiera expresar en el pódium ese extraordinario vigor.
Pero la música es algo que requiere tiempo. Exige constancia y concentración, dos categorías que pocos, muy pocos, llevan hasta las últimas consecuencias. Moncayo sí.
Se dedica con entusiasmo a sus clases. Si hay un alumno constante, es él. Hace amistad con muchos compañeros. Encuentra en almas semejantes la afinidad que había buscado entre los amigos de la niñez y la pubertad. Hay sobre todo tres jóvenes con los cuales se relaciona. Porque entre ellos parece fluir la misma fuerza. Coinciden en puntos tan importantes como la alegría, la frescura, la ilusión. Todos quieren ser grandes músicos, aunque cada quien a su manera. El deseo de triunfo, o, más que eso, de ver la obra hecha, creada, madura, los anima. Son jóvenes poseídos de impulso y creatividad: Daniel Ayala, Blas Galindo y Salvador Contreras. Moncayo comparte con ellos paseos, discusiones, exámenes —y piropos a las estudiantes de música.
Los cuatro se acercan a Carlos Chávez e integran un taller de composición musical que pasaría a la historia. Las sesiones se llevan a cabo en el Conservatorio, en un aula que Chávez indica. De hecho, la égida del autor de la Sinfonía India los impulsaría notable y decididamente en su carrera.
Chávez los impresiona. A cada quien en diferente grado, pero imprime en ellos una actitud ante la música. Los torna disciplinados y severos, como una especie de soldados de la música. Así, se alejan de una vida exacerbada. Moncayo ve cómo su hermano Francisco se junta con amigos de la bohemia, y hace del placer, el desenfado y el gozo, sus mejores aliados. Se parecen cada vez menos, pero se siguen queriendo igual —se cuidan entre sí las espaldas —y cada vez que pueden tocan juntos, por radio u ofreciendo conciertos.
El taller que coordina Chávez no es propiamente un taller de composición, sino de creación musical. El rígido maestro no hace hincapié en que sus alumnos dominen las reglas de los manuales —que, por lo demás, tampoco desprecia—, sino en que sientan el valor de los intervalos musicales. Cuando asumen esa posibilidad, cuando efectivamente han percibido ese valor, entonces deja la tarea: componer algo de acuerdo con esa comprensión, ese sensación que acaba de tener efecto. Decía Moncayo que llegar a su casa y componer era una sola y misma cosa; que la tarea se facilitaba al unto de que alguien parecía dictarle la música.
Sostenido de una mano por Chávez, y de la otra por Huízar en las clases de contrapunto y armonía, Moncayo va armando una estructura de acero; conocimientos y métodos a su alcance, sin embargo no pierde frescura ni espontaneidad.
Cuando la asignatura de creación musical desaparece al dejar Chávez la dirección del Conservatorio, los cuatro le siguen pidiendo consejos aunque de manera informal. Permanecen así un tiempo hasta que Chávez se va a Nueva York. El taller entonces parece quedar a la deriva; su guía no está más. Pero en los cuatro arremete el mismo ímpetu. Se turnan las casas y se reúnen cada dos semanas. Puede decirse que allí nació el grupo como tal, pues en esas reuniones se compenetraron más entre sí, advirtieron sus posibilidades y trazaron el camino que cada uno seguiría. Aprenden algo fundamental para todo artista: escuchar la crítica de los demás. Y claro, como Chávez no está, no hay una opinión absoluta; los cuatro pesan igual, y unos a otros se estimulan, se contraatacan. Son cuatro sensibilidades, educadas de muy diferente modo; hasta por su lugar de nacimiento, pues si bien Galindo y Moncayo son de Jalisco, Contreras, en cambio, era de Guanajuato, y Ayala de Yucatán.
Tanto trabajo habría de canalizarse en forma conjunta. La iniciativa parte de Salvador Contreras y los invita a estrenar sus obras en público. Los cuatro se entusiasman, y el 25 de noviembre de 1935 ofrecen su primer concierto como grupo. Moncayo estrenó su Sonatina para piano, que él mismo interpretó, y Amatzinac, una deliciosa pieza de cámara para flauta y cuarteto de cuerdas. A raíz de este debut, el crítico José Barros Sierra lo denominó Grupo de los Cuatro.
José Pablo Moncayo había empezado a asentar su vida. Para ayudarlo a solventar sus necesidades y permitirle una existencia más decorosa, Chávez le ofreció una plaza de percusionista en la Orquesta Sinfónica de México, que ocuparía hasta 1944. Por ese entonces conoce a su primera mujer, con la que nunca podría formar una pareja estable.
Acontece el segundo concierto del Grupo de los Cuatro. Es el 15 de octubre de 1936. Moncayo estrena su Segunda sonatina para violín y piano, la cual toca con su hermano Francisco al violín, y su Romanza para violín, piano y violonchelo, con Guillermo Argote al violonchelo. Va definiendo su estilo, modulando su propia voz. Es inspirado, y sabe dar profundidad a sus melodías con soltura y precisión. Gustan sus obras, porque tiene un peso específico propio, muy suyo. Fino y popular, simultáneamente.
En dos conciertos más con el Grupo de los Cuatro, Moncayo estrenará un bello Trío para flauta, violín y piano, y una sonatina más, el 23 de agosto de 1938, y los días 22 y 25 de noviembre, el poema sinfónico Hueyapan, dirigido por él mismo. Esta última audición significó el final de las actividades del grupo. A partir de ahí, cada quien y por separado sortearía las dificultades —y la gloria— que se presentan en la vida de todo compositor.
Moncayo compone como enfebrecido. Todo lo que se le viene a la cabeza. Inclusive le da a su obra un original sentido del humor. Escribe en ese tenor la Fantasía intocable y la Romanza de las flores de calabaza, de la cual diría: “Si Debussy escribió para la muchacha de los cabellos de lino, ¿por qué no he de escribir yo para las flores de calabaza?”.
Carlos Chávez está de nueva cuenta en México, y una vez más auxilia a sus alumnos del taller de creación. Por un lado, les encarga que orquesten piezas infantiles; esto les permite a los jóvenes compositores conocer a fondo la instrumentación. Por el otro, ante la perspectiva de organizar un concierto de música tradicional, Chávez les encarga obras basadas en temas populares. Corre el año de 1941, y de esa experiencia nacería el Huapango. Moncayo escribió: “Fuimos Blas Galindo y yo a Alvarado, Veracruz, uno de los lugares en donde se conserva la música folklórica en su forma más pura, y durante varios días estuvimos recogiendo ritmos e instrumentaciones. Al transcribirlos, nos causaban una gran dificultad los huapangueros, porque nunca cantaron dos veces igual la misma melodía. Cuando regresé a la ciudad de México, le mostré a mi maestro Candelario Huízar el material que había recolectado. Huízar me dio un consejo que le agradeceré siempre: ‘Exponga usted primero el material tal como lo oyó, y desarróllelo después, de acuerdo con su propio sentimiento’”.
Queda listo el Huapango y su estreno marcó un acontecimiento en la vida musical de México. Ninguna otra obra escrita por compositor mexicano alguno se incrustaría tan definitivamente en el alma del mexicano.
El Huapango —basado, por cierto, en tres sones veracruzanos: el Siquisirí, el Balajú y el Gavilancito— le abre las puertas. Es becado por la Universidad de Berkshire para componer y perfeccionar algunos conocimientos; justo allí compone, por encargo de Copland y Kussevitzky, su poema sinfónico Llano alegre.
De vuelta en México, su Sinfonía obtiene el premio del Concurso Anual 1943.
Se le increpa continuamente que el Huapango se parece demasiado al Bolero de Ravel. A lo que responde: “Me importa muy poco si se parece o no a la melodía de Ravel, lo que importa es la música que escribí con ella”, con lo cual dio por terminadas las comparaciones.
A partir de 1945 cristaliza uno de sus más caros anhelos: dirigir la Orquesta Sinfónica de México, primero como subdirector, luego como director artístico y finalmente, en 1949, como director titular. Quizá sea ésta la época de mayor esplendor en su carrera artística. Compone abundante música orquestal, aunque ninguna se compara con su Huapango.
Desconoce, por otra parte, la vanidad. Más que nunca su espíritu rebosa paz. Su estado de ánimo lo mantenía imperturbable, y nadie podía decir que lo había visto furioso o exaltado. Se casa por segunda vez, pero llama a su nueva esposa Josefina Segunda, por parecérsele mucho a la primera. Mas cuando Moncayo dirige, crece; su capacidad se triplica y la orquesta suena más como una extensión orgánica suya que como un conjunto orquestal independiente.
Compone su Sinfonieta para orquesta (1944); Tres piezas para orquesta (1947); Homenaje a Cervantes (1947), para dos oboes y orquesta de cuerdas; Cumbres (1954) poema sinfónico; La Mulata de Córdoba; Bosques (1954) para orquesta, y el ballet Zapata o tierra de temporal (1958).
Aquejan a Moncayo fuertes achaques del corazón, y muere el 16 de junio de 1958. Satisfecho espiritualmente, como nunca lo había estado.
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