Ensayo
La práctica del deseo
Felices quienes desean y no son deseados. Porque de ellos será el reino de los cielos.
Nadie se priva del deseo. Nadie se priva de desear ni de ser deseado. No está en las manos de un protagonista negociar con el deseo. Porque el deseo rebasa. Cuando se muestra es demasiado tarde para dilucidar si va o viene.
Cuando el niño desea, cuando descubre en alguna de las mujeres que lo rodean el feliz acoso del deseo, las cosas se llaman por su nombre. A partir de ahí, ese niño verá en cada mujer que lo toque, que lo acaricie, una fisura al paraíso. Porque siempre ha sido así. Porque siempre ha sido llamado así. Basta con leer a Homero. Basta con leer la Biblia para encontrar el límite entre una cosa y otra.
Ese joven mirará lo que tiene que ver. Descubrirá mañas, trucos, artificios para asomarse, para espiar. Porque en el ejercicio del voyeruismo radica el arte del deseo. Pero a la vez, y esto es lo verdaderamente prodigioso, sin que nadie se lo haya dicho, advertirá que está caminando en el borde del precipicio. Entonces, si su espíritu es grande, actuará con inteligencia y determinación; porque sobre su persona el deseo ha depositado la mano.
Y cuando ese deseo sobreviene al paso del tiempo, aquel hombre seguirá sometido a la pasión con el mismo encono que un toro a la muerte.
Un hombre esclavo del deseo es superior a un hombre esclavo de las ideas. Porque las ideas no conducen a ninguna parte (la humanidad no se creó a partir de una idea). Por más que los portadores de la fe lo afirmen.
Un hombre esclavo del deseo es de los pocos, contadísimos, que ven la vida desde la parte más alta de la torre, tal como el vigía desde la atalaya. Porque el deseo abre horizontes. Permite ver las cosas desde arriba, por encima de la mediocridad que distingue a los enanos de espíritu.
No hay nada más noble que ver a un hombre estrujado por el deseo. Si ha de estar embrutecido por algo, mejor que sea por el deseo. Cualquier otra cosa, llámese como se llame aquello que brota de su corazón y hacia allá emprende el regreso, es inocuo. La sed de conocimiento, la sed de consumar una hazaña —llámese por el camino de la épica o de la política— está destinada al fracaso. Porque el camino del deseo lo compartimos todos. Y a nadie le extraña su escabrosidad.
El deseo no tiene nada que ver con la actividad sexual.
Un anciano acometido por el deseo es insustituible. Aquel hombre de edad cuya mirada se extravía tras las piernas de las mujeres, que les toca las caderas, que les roza los senos, es ejemplo de grandeza humana. E s un hombre sabio, del cual hay que aprender. Es la mejor prueba de que la vida está ahí, enhiesta, inquebrantable, de que la sangre sigue corriendo por las venas.
Y a la inversa: pocos espectáculos tan dramáticos como el de un hombre cuando el deseo lo ha abandonado. Cuando da todo por visto. Cuando deja de asombrarse delante de una mujer que lo mira fijamente; delante de unas piernas que parecen no pisar el suelo al caminar; delante de unos senos en cuyo nacimiento acaso palpite el nacimiento de la vida.
Nada más triste que un hombre que prefiere no mirar. Y lo peor es que ni eso garantiza que el deseo muera en él. Porque en los instantes agónicos de su existencia, cuando se llega el momento de pagar la factura, escuchará una vocecita que lo recrimará por las veces que dijo no.
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