Archive for septiembre 2012


Ensayo

El arte de imaginar

La imaginación va un paso delante de nosotros.

Entre más echemos mano de la imaginación, el mundo cobrará su dimensión verdadera, porque será la nuestra.

La utilidad de la imaginación radica en que termina de armar las cosas que dejamos inconclusas. Que son las que más abundan. Por donde transcurrimos, vamos dejando rastros inequívocos de nuestra presencia. Pero siempre rastros incorpóreos, que exigen ser concluidos. Basta con dar media vuelta, para advertir tantos errores.

Los hombres con imaginación descuellan por encima del resto. No es difícil distinguir a un hombre dotado de imaginación. Sus labios escuecen por decir palabras, por tejer historias, por desentrañar la condición humana en cualquiera de sus formas: plástica, literaria, musical.

Los escritores cuentan con dos recursos para la elaboración de su trabajo: la solidez que otorga la estructura, y la solvencia que brinda la imaginación. Una se apoya en la otra. Se complementan y se enriquecen en forma simultánea. Quien nada más posea imaginación está perdido. Sus dotes irán a dar al bote de la basura. Pues la imaginación exige ser aplicada. Que adquiera cuerpo. Materia prima. No basta con imaginarse ser el mejor pintor de México. Hay que demostrarlo.

Pero asimismo el hombre sin imaginación se seca. Por más granítica que sea su estructura, al cabo del tiempo aquella losa de granito sufrirá las consecuencias del abandono. No basta con la inteligencia en estado primitivo, educada en la adversidad o echada a perder en los pupitres de la academia.

La inteligencia necesita ser regada con la lluvia de la imaginación.

La imaginación aporta su dosis de baño refrescante al hombre apabullado por la cotidianidad aplastante. Porque aquel hombre despliega las alas de sus sueños y remonta el vuelo. Cuando sea y donde sea. Su imaginación le permite relajarse, imaginarse que contempla el mundo desde una cima; que navega en el Pequod a la caza de la ballena blanca bajo las órdenes de un desquiciado, que mira la Tierra desde una nave espacial de la cual él es piloto.

El hombre que le teme a su imaginación se confunde. La imaginación es la llave que abre el propio corazón. Cuando el corazón se encuentra en estado de putrefacción, es cuando la imaginación le puede inocular frescura y salvarle la vida a ese hombre.

Cuidado con que la imaginación se desate en la pluma de un escritor. Tendrá que ser muy firme para mantenerla bajo su dominio. Apoyado en el contrafuerte de la estructura y el estilo, el escritor debe domeñar su imaginación, no al revés,. Así las cosas, la imaginación es la peor consejera de quien practica el oficio escritural. Porque el ejercicio de la imaginación es insaciable. Y siempre estará exigiendo más. Un párrafo más, una línea más. Hay que ser muy audaz y astuto para cortarle las alas a la imaginación.

El hombre imaginario es el otro yo del hombre con imaginación. Cada hombre conferido de imaginación, lleva consigo su hombre imaginario. A todos lados. Y lo contempla desde que se mira al espejo por las mañanas. Le abre su corazón a ese hombre imaginario. Suele charlar con él en las horas más impensadas. En las juntas con el jefe. En el momento en que escucha las diatribas de su mujer. En el largo camino a casa. De ese yo imaginario no espera más que la verdad. Por eso hay el que acude a él tan de vez en cuando. Porque la verdad de uno mismo es la más rotunda y despiadada. Y no siempre se está de humor para escucharla. Aunque no falta el que se ríe de sí mismo con su hombre imaginario. Sólo el de alma grande lo hace.

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Ensayo

Gramática urbana I/III

I

¿Qué es la ciudad de México sino la suma de sus habitantes? Cada vez más cosmopolita, ya es de lo más común que por las arterias citadinas circulen chilangos con rasgos orientales o de facciones africanas. Adiós aquella Ciudad de México de fácil etiqueta urbana. En las calles peatonales del Centro —¿cómo no pensar en Madero, en Regina, en Gante?—, los caminantes le añaden una pincelada de belleza a la gramática urbana. Y lo mismo acontece en los malls, que atraen a los transeúntes más disímiles entre sí —como fragmentos a su imán, quería Lezama Lima. Gente que de pronto pareciera no tener nada en común, pero que finalmente se camina entre ellos, entre esas personas, y hay algo que se filtra, una onda invisible que empata a unos y otros, y que se llama identidad urbana. En las avenidas, en los jardines, en las colonias de moda —y no tan de moda—, adultos y jóvenes, ancianos y adolescentes, hombres y mujeres de edades desemejantes, se rozan entre sí, respiran el mismo oxígeno, gustan de sabores y colores afines, se vuelven a mirar los mismos espectaculares, los mismos canales, la misma noche. Por algo el chilango sale a pasear —acaso el paseo sea su actividad rutilante— y a perderse en las inmediaciones de ésta, su ciudad. En aquellos puntos que se desparraman a partir de su concentración nerviosa. Porque algo tiene la población urbana, que engulle a los curiosos más recalcitrantes.

II

Es de lo más común mirarlas paseando por algún mall. Entonces se las descubre admirando un aparador de ropa. Suspenden la caminata y se detienen delante de aquel expendio de vestuario no muy caro, no muy barato. Van en bolita. Tres o cuatro dispuestas a la risa, al comentario, a la observación compartida. Miran con detenimiento todo lo que llama su atención. Aquel hombre mayor que parece salido de una película prohibida. Que las mira de soslayo y del que se ríen porque saben que no se acercará. Es como si trajeran una malla de púas en torno. Como si se desplazaran protegidas. Para ellas, el resto de la gente permanece en una jaula para ser observada a su antojo. ¿Esto es vivir? Maravilloso. Lindísimo. No saben definir exactamente cómo ni en dónde, pero saben que traen a cuestas la llama del deseo. Se visten con él por la mañana, cuando se ven por última vez en el espejo antes de salir a la calle. Lo ven en los ojos de los hombres con los que se topan a todas horas, en todos los rincones. Se saben adoradas. No saben pronunciar la palabra hombre, pero saben exactamente cómo capturar la mirada de un macho con el solo movimiento de una mano. Salen a la calle y ven en aquella esquina de Vicente Suárez y Cuernavaca el escenario de la batalla horizontal que no les toca lidiar a ellas. Se mueren de ganas pero muchas aún van de la mano de su madre. O en el auto de papi —que difícilmente les dará luz verde. Menos porque gran parte de ellas todavía usa tobilleras de colores. Lo cual provoca la inseguridad paterna y acelera el deseo del varón de la calle. Tal hombre que ve en aquellos rostros aún inciertos, aún no perfectamente definidos —pero que se saben bellos, todas se saben bellas, y ciertamente lo son—, el mejor caldo de cultivo para expoliar la belleza.

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Música

En las estepas canadienses

Acomodó su silla y se sentó. Jamás tocaba el piano en ningún otro mueble que no fuera su silla. Había salido retratada cientos de veces en las fotografías que le tomaban a él. Las sesiones fotográficas se habían convertido en una rutina. Conocía a los fotógrafos por sus nombres. Era de lo más común verlos entrar y salir de su casa. Si un nuevo disco veía la luz, si se avistaba un reportaje o una entrevista, entonces su agente se encargaba de enviar por delante a los artistas de la lente. Él no era dueño del mejor carácter del mundo, pero hacía su mejor esfuerzo para tratar bien a los fotógrafos y para complacerlos en lo que se refería a la pose que le pedían.

Pero esta vez se había sentado al piano no para ensayar. Siempre y cuando no fuera una presentación en vivo, siempre tenía trabajo pendiente; sobre todo la grabación de discos.

Se preguntó si estaba en el camino correcto. No porque le hubiera gustado hacer otra cosa que no fuera tocar el piano. No, su vocación era manifiesta. En todo el mundo se esperaban sus nuevas grabaciones. Alguna vez había ambicionado ser el Charles Dickens del piano, que los capítulos de las novelas del gran escritor inglés se aguardaban en las costas de Estados Unidos como si fueran el pan mismo.

A sus cuarenta y un años, lo sacudió el golpe de la inmortalidad.

Se preguntó sobre el sentido de la gloria universal. Puso las manos en el teclado y vino a su mente la Fantasía en do menor K 397 de Mozart. Apenas las notas fueron apropiándose de la atmósfera, su corazón se hinchó hasta más allá de lo que le dictaba la experiencia. Era una música suprema. Sublime. Y entonces recordó lo que había dicho en una entrevista reciente. Había denostado de la genialidad de Mozart por un asunto que más tenía que ver con la veleidad que con la introspección. ¿Acaso lo había hecho para llamar la atención? No, qué necesidad tenía él de llamar la atención si los melómanos de los cinco continentes estaban al pendiente de sus declaraciones. Se miró de niño. Cómo amaba recorrer al lado de su padre la pródiga naturaleza canadiense. Las llanuras. Las estepas. Los bosques. La admiración iba por el lado de la humildad. En todo lo que sus ojos abarcaban, su padre veía una lección de belleza, lo que para él significaba una lección de humildad ante la omnipresencia del Creador. Se lo explicaba en palabras que él pudiera entender. Ponía su máxima atención para captar lo que, aun sin saberlo pero su intuición se lo decía, era importante, muy importante, trascendental.

Si hubiera recordado esas palabras, no habría señalado públicamente lo que para él eran defectos técnicos en ciertas obras de Mozart —y que los medios se habían encargado de difundir en todos los ámbitos a su alcance.

Cómo pude haber sido tan idiota, se dijo.

No era dado a conversaciones consigo mismo. Había encontrado en el piano el interlocutor que todo hombre de espíritu reclama. Él lo tenía todo en el instrumento soberano. Como si fuera un ser vivo. De pronto se descubría conversando con él sobre los temas que lo inquietaban. Pero lo maravilloso era que ni siquiera tenía que estar tocando. Apenas se sentaba, apenas le abría las fauces —esa imagen le inquietaba desde que era un chiquillo, y que no era otra que levantarle la tapa—, la conversación fluía.

Se le estaba yendo la boca más de lo deseado. Dejó de tocar Mozart, se puso de pie y sus manos se encresparon de ira. Estaba cayendo en el juego de los periodistas. Porque eran expertos en hacer preguntas clave que el entrevistado no podía eludir. Lo hacían sentirse el hombre más importante del universo para enseguida descargar una pregunta que lo llevaría a otra y a otra, hasta hacerlo quedar en ridículo. ¿Era eso? ¿De verdad había sido eso? Lo ignoraba. Pero se prometió ser más cuidadoso en un futuro; o de plano, negarse a conceder entrevistas.

Regresó a su piano. Se avistaba la grabación de autores modernos, además de una obra que él mismo había compuesto para cuarteto de voces y cuarteto de cuerdas sobre el arte de la fuga. Esa música se había apropiado de su inteligencia. Quizá por eso admiraba hasta el delirio a Johann Sebastian Bach. Veía en él al más alto portento de la música. Un matemático de las formas musicales. Un compositor perfecto en cuanto al equilibrio entre emoción e ideas.

Veía venir la fecha de los ensayos. Pero por el momento nada lo distraería de las Variaciones Goldberg. No había obra que se le comparara.

Guardó un silencio absoluto, se concentró al máximo y emprendió el camino de la música.

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Varia

52 mentiras

1) Todos los negros sufren.

2) Todas las Yolandas cogen rico.

3) Todos los japoneses son karatecas.

4) Todas las veracruzanas están buenísimas.

5) Todos los indígenas son buenas personas.

6) Todos los jaliscienses son puñales.

7) Todos los hombres duros tienen erección.

8) Todos los tatuados son peligrosos.

9) Todas las viejitas tienen un gran corazón.

10) Todos los sacerdotes son pederastas.

11) Todos los carpinteros son formales.

12) Todos los taxistas son transas.

13) Todos los locos son poetas.

14) Todos los mecánicos son honestos.

15) Todos los griegos son guapos.

16) Todos los argentinos son antipáticos.

17) Todos los intelectuales que viven en la Condesa son culeros.

18) Todas las lenguas indígenas suenan lindo.

19) Todos los escritores son cultos.

20) Todos los médicos son desinteresados.

21) Todos los presidentes son torpes, rateros e ignorantes.

22) Todas las madres aman a sus hijos.

23) Todas las madres guardan una gota de dulzura en su corazón para que beba el hijo desenfrenado.

24) Cualquier madre daría la vida por su hijo.

25) Cualquier hijo daría la vida por su madre.

26) Todas las putas son cachondas.

27) Todos los poetas son puñales.

28) Todas las edecanes son hermosas.

29) Todos los abogados son derechos.

30) Todos los senos saben a sal.

31) Toda la música barroca es sublime.

32) Todos los gays son sensibles.

33) Todos los columnistas de secciones culturales son brillantes y simpáticos.

34) Todos los pobres son vengativos.

35) Todos los coordinadores de talleres literarios son gentiles, amables y generosos.

36) Las nalgas embarradas de miel saben mejor.

37) Las nalgas embarradas de azúcar pican los dientes.

38) Todos los niños son puros.

39) La disfunción eréctil no existe.

40) Todos los que venden tacos al pastor se acaban de oler el chiquito antes de despachar cada orden.

41) A las mujeres no les gusta enseñar pierna.

42) Los hombres feos son irresistibles.

43) Todos los eruditos son genios.

44) Todas las cuñadas son encamables.

45) Todas las elecciones son arbitrarias. Hasta escoger la lencería para la esposa del mejor amigo.

46) Todos los perros son nobles.

47) Todos los plomeros son puntuales.

48) Los gatos y los pelitos de las mujeres producen alergia.

49) Las terapias sí curan.

50) Los psiquiatras se cogen a sus pacientes —hombres y mujeres.

51) Todos los artistas son bienvenidos.

52) La gonorrea no duele.

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Aforismos

La práctica del recato

El recato en un hombre equivale al encanto en una mujer.

Pocos individuos ejercen el recato. La inmodestia, la imprudencia en cambio generan expectativas. Crean una situación que habrá de resolverse de alguna manera. Generan.

El recato alimenta el espíritu. Cuando un individuo es recatado, los demás prefieren pasarlo por alto. Saben que con esa persona no irán a ninguna parte, desde el punto de vista del hombre exitoso. Pues nadie más alejado del éxito que el individuo caracterizado por el recato.

En el ejercicio del recato, las cosas adquieren otra dimensión. Acaso la de Aristóteles. Acaso la de Horacio. Acaso la de Quintiliano. Acaso la de Alfonso Reyes. De aquellos pensadores cómplices de la más alta retórica.

El recato va de la mano de la introspección. Un hombre recatado es un hombre prudente. Y un hombre prudente es aquel que prefiere contenerse. Y pensar antes de actuar, de abrir la boca más de la cuenta. Esto es, un hombre recatado sopesa las palabras antes de pronunciarlas. La boca se le tuerce por escupirlas, por arrojarlas lejos de sí y colmar el ámbito; pero sabe —lo experimenta todos los días— que la prudencia es mejor consejera. Cuántas veces la prudencia lo ha mantenido a salvo de cometer o decir cualquier improperio que lo haga denostar de sí mismo; prefiere callárselo. Es un buen tema sobre el cual podrá reflexionar cuando esté solo. Que es casi siempre. Pues el recato es ángel guardián de los solitarios. De los que caminan a solas en medio de la multitud.

El recato provoca envidia.

Aquel individuo que se encierra en su mutismo es calificado por los demás como timorato, pávido. ¿Por qué no habla?, se preguntan cuando la discusión sobre política, futbol o religión alcanza los 100 grados de adrenalina. ¿Por qué no abre la boca dice lo que piensa y siente?, se cuestionan los que lo rodean. Ignoran que mientras ellos dicen pavadas y desgañitan ver desfallecer, él, el prudente, piensa sobre el arte vacuo de hablar, cuando de decir banalidades se trata. Pero no sólo eso. Por ahí empieza y se sigue, sembrando la tierra fértil de su cerebro. Que esperen las semillas del silencio como la parcela al rocío matinal.

El recato, la modestia, la prudencia, abren las puertas del alma.

El hombre prudente está dispuesto a escuchar. Siempre. Inequívocamente. Los más graves secretos que le han contado permanecerán en su interior como en un cofre de manuscritos ininteligibles. Si acaso alguien lograra tener en sus manos aquellas hojas amarillentas, no podría leerlas. Así es el corazón del prudente. Un pequeño estuche sin llave posible.

En la mujer el recato es doblemente valioso. Porque la condición femenina es opuesta a la prudencia. No hay mujer que, bajo la presión de la codicia, no revele los secretos que pueblan su corazón. Es como si rasgar la cortina de la prudencia la dotara de otras armas. Más fuerte que la bendición del recato. La mujer compara los beneficios de la imprudencia con los del recato, y se inclina por los del placer que, en su ser más profundo, provoca el morbo. El placer de manifestarse en acre intimidad.

Hay pueblos que se distinguen por ser recatados. Comunidades que pueblan el paso del tiempo a través de los escritores. Ellos son los que se encargan de recoger y guardar secretos multívocos, que yacen en boca de todos. Son naciones que han sido golpeadas por sociedades opuestas a la modestia. Enemigas del recato y la modestia. Y cuyos escritores, en este caso, les echan en cara la desfachatez y el desdoro.

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Música

Un lector equis

A sus 15 años, Felipe se sabía excluido del mundo que lo rodeaba. No había amigos para él, ni mucho menos novia o algo parecido. A nadie le gustaba compartir su tiempo con un joven lector de novelas y apasionado de la música clásica. Y en cuyos ojos, aun a esa corta edad, era posible leer cierto dejo de melancolía. Aunque la verdad es que no era para menos. Mientras que su padre había muerto de una enfermedad terrible cuando él aún era un niño, su madre había fallecido apenas la semana anterior. Y eso no podía asumirlo. Le faltaba un mínimo de equilibrio. No tenía la menor idea de lo que sería de él. Ciertamente tenía parientes, pero no los respetaba; al revés, le parecían buitres. Su madre le había dejado una casa modesta en una colonia popular de la ciudad de México, y una considerable cantidad en el banco, de la que él podía disponer con una simple tarjeta. Siempre lo había tenido al tanto. Para que no pases apuros mientras te organizas, le había confesado su progenitora en el lecho de muerte. Ahora la recordaba y lo acometían unas terribles ganas de llorar. Pero no debía hacerlo. Se lo había oído decir a su padre —por el que guardaba una devoción rayana en la locura.

Amante impertérrita de la música, defensora acendrada de Chopin, también lectora voraz, guiado por ella, siempre de la mano de su progenitora, finalmente la música se le había revelado en su dimensión sublime.

Y esta vez que necesitaba de un bálsamo, la literatura había venido al rescate. De verdad que se había apasionado leyendo Una música constante de Vikram Seth. Era la historia de un violinista que sufre porque su chica lo deja. Segundo violín de un cuarteto de cuerdas, su vida se la pasa dando tumbos: de los conciertos a las clases, de las caminatas en Londres a los recuerdos de Julia —aquella joven que le hizo perder la cabeza y por la que siente que su corazón apenas sirve para dárselo de comer a los buitres.

Cada vez le costaba más trabajo concentrarse en la lectura.

Qué gran cantidad de obras musicales conocía gracias a la tenacidad y el ejemplo de su madre. Ella puso en sus manos aquellos tesoros. Pero más que el recuerdo de su madre, creyó advertir en la trama de la historia un guiño por parte del escritor. Precisamente cuando narra que el violinista sólo encuentra alivio a su dolor en determinada música. Y entonces menciona algo que le provocó una honda reflexión y que lo hizo ir hasta sus discos: que en sus últimos días, Beethoven había encontrado un bálsamo en el Mesías de Haendel. Que cuando había sentido que Dios lo estaba llamando, leía aquellas partituras y su corazón se sentía acometido por el consuelo.

Fue pues hasta el mueble y buscó aquella música. No se detuvo hasta que la localizó. Tenía unas ganas inmensas de llorar, pero las últimas palabras de su padre lo detenían como un muro de contención: “Los hombres no lloran”, le había dicho. “Guárdate esto que oyes en el fondo de ti mismo. Y cuando tengas ganas de llorar por el motivo que sea, resiste. Resiste”, le había ordenado, y esa misma noche había muerto. De eso hacía más de cinco años, cuando él recién había cumplido diez.

Su madre le había hablado del Mesías. Haendel había compuesto ese oratorio poco antes de morir. El propio compositor lo consideraba una deuda que al fin saldaba con el Creador. Y no sólo eso. El oratorio tuvo un éxito increíble. Para los ingleses fue como su himno oficial, al punto de que cuando escuchaban el Aleluya se ponían de pie, estuvieran donde estuvieran. Cuando le llevaron a Haendel las regalías que le había producido su obra, dispuso que todo aquel dinero fuera a dar a las cárceles de Inglaterra, y que ésa sería su voluntad aun después de muerto.

Su madre lloró cuando se lo contó.

Por una razón que no se explicaba, Felipe sintió un nudo en la garganta. Pero no se atrevía a llorar. Se sabía incapaz de desobedecer a su padre. Pero entonces se vio solo. Caminando por las calles del centro, donde de pronto solía ir con su madre. Entrando a algún restaurante de comida china.

Quiso matar esa sensación y se concentró en la música. Se dejó llevar por ella. Postergó la lectura. Ese libro era maravilloso, y se estaba convirtiendo en su ángel guardián. Proseguiría al rato. Puso el Mesías y se dejó inocular como de una savia maravillosa. De pronto llegó a Permitid a los ángeles de Dios trabajar para Él, en la que todas las voces parecen clamar al cielo celebrando la victoria de la vida. Como si los ángeles cantaran a coro.

Le fue imposible proseguir. Las lágrimas brotaron en torrente. Tendría que abrirse paso en la soledad. Pero eso qué importaba, si la música lo protegía con su manto caritativo.

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Aforismos

El arte del ensimismamiento

El ensimismamiento obliga a quien lo ejerce.

Todos somos adictos a ensimismarnos –que no significa encimarse arriba de nosotros mismos. Aunque bien visto podría ser que la imagen no sea tan disparatada.

Como sea, el ensimismamiento va a la par de la introspección. Hay una actitud de fondo, cierta gesticulación inequívoca. El ensimismamiento le ordena al cuerpo que se contraiga, que ubique su centro de gravedad, el plexo rotundo, y que hacia allá tienda todos los vectores. Los vectores que le indican a un cuerpo qué actitud tomar. Porque no es lo mismo los vectores en línea recta, tensos como terminales nerviosas, que anuncian un cuerpo dispuesto a la carrera de los 100 metros, que la tensión dramática del cuerpo del violinista a punto de tocar el primer acorde en un concierto con el auditorio abarrotado de gente.

Nadie se atreve a interrumpir a un hombre ensimismado. Quizá esté en el sacramento de la confesión –se dirán algunos. Quizás esté en ese proceso multívoco que se denomina yoga. O tal vez esté emprendiendo un viaje sin retorno. Como sea, cada vez que se interrumpe a un hombre ensimismado, se quiebra una nuez universal.

El hombre ensimismado –ensimismado en sí mismo, ¿es un pleonasmo, una tautología, un disparate decirlo?– nunca está solo; siempre está consigo mismo. ¿A la espera de qué? ¿ De una idea?, ¿de un recuerdo?, ¿de una sensación?

El ensimismamiento tiene que ver con la edad. Una vez rebasados los, digamos, 25 años –edad crucial en la vida de un hombre, acotó san Agustín, y lo sublimó Beethoven– el hombre tiende a ensimismarse. Como las víboras, a cambiar de piel. Ha dejado atrás la piel de la superficialidad, y ahora se ve impelido a mirarse a sí mismo.

Todo hombre ensimismado lleva consigo un espejo de cuerpo entero. Un espejo que sólo y solamente y nada más ese hombre ensimismado contempla. Es un interlocutor, su interlocutor. Con él establece pactos y límites. Te veo pero de aquí no me hagas pasar. Me ves, pero no rebases esta línea.

El ensimismamiento tiene que ver más con los hombres que con las mujeres.

Las mujeres son dueñas de su tiempo. Valoran su tiempo de otro modo. Le dan a cada segundo –iba a escribir a cada nota musical– un peso específico determinado. El que tienen. Y no están dispuestas a conversar con su otro yo, sin ningún cometido a posteriori.

Porque ésa es otra. ¿Qué espera el individuo ensimismado si no es conversar consigo mismo, obtener una ganancia explícita de esos largos minutos vuelto hacia sí mismo?

Acaso la palabra ensimismamiento es de suyo de las más claras y felices por su estructura: ensimismamiento = en sí mismo. ¿Y qué habrá de entenderse, qué habrá de interpretarse de estas tres palabras?, ¿algo tan profundo que no resiste la anfibología? Seguramente. Porque todos hemos aspirado a concentrarnos en nosotros mismos, a dejar de lado lo que significa la abundancia y el exceso. Sin detenernos en lo que la palabra ensimismamiento lleva en su semántica, en su cambio de significados. Que no existen. Es unívoca.

El ensimismamiento no significa tristeza. Tal vez por eso las mujeres son poco proclives a ensimismarse, porque la tristeza para atraerlas como fragmentos a su imán.

El ensimismamiento conduce directamente a la libertad y el descubrimiento, porque se practica en la soledad —en la bendita soledad, como quería Rilke y como enfatizó Nabokov.

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Artículo

A mis 61

Para El Gallo

1) Hasta el último instante, mi madre le lloró a mi padre; cuando murió, él tenía 71 años. Diez más que yo ahora. A esa edad, dejó una mujer que lo amaba; a mis 61, no dejo ni una ardilla que implore por mí.

2) Sin ambages, afirmo que vine al mundo a escuchar música, y a comunicar mi devoción por la música. De ahí en fuera, mi amistad importa un comino. Lector profano opino sobre esas cucarachas llamadas libros; escritor imprudente, escribo volúmenes de narrativa, poesía, ensayo, dramaturgia.

3) Escuchar música, hablar sobre música, escribir sobre música y hacerle el amor a una mujer, es lo único que he aprendido a mis 61 años, que hoy, 3 de septiembre de 2012, cumplo. También conducir un automóvil en carretera. Y digo aprendido porque se aprende. Pero uno aprende por sí mismo. En el caso de las mujeres, cada negativa es un paso firme en el aprendizaje. Alguna vez le pregunté a mi padre, más bien dicho, le pedí, que me hablara sobre la vida, sobre las mujeres. Yo tendría esa edad capitular que son los 13 años. Estábamos en Guadalajara, el ombligo del mundo. ¿Qué quieres saber? Lo que sea, cualquier cosa, lo que tú quieras decirme. Sobre la vida no te puedo decir nada, la vida se vive, no se platica. Sobre las mujeres sí te puedo dar un consejo: no te metas con casadas ni con menores de edad porque te pueden matar —lástima que no hice caso.

4) El hecho de llamarme Eusebio me hacía sentir bien con mi padre, porque así se había llamado el padre de él. Pensaba que era razón suficiente para quererme. Cuando menos más que a mis dos hermanos, que él había tenido en un matrimonio anterior. Se lo pregunté. Veníamos de Guadalajara. Yo manejaba. Íbamos los dos solos. En su automóvil. ¿A cuál de tus hijos quieres más? Ni siquiera pensó su respuesta: A tu hermano Higinio, por supuesto. Él tiene todo lo que tú no tienes, es guapo, fuerte y alto. ¿Y en segundo lugar? Lo dijo sin chistar: A tu hermano Paco, claro está. Él tiene un oficio, arregla lavadoras. En cambio tú no sirves para nada.

5) Desde los cuatro años, yo dudaba que mi padre fuera mi padre. Me regañaba acremente. Prefería a mi hermana por encima de mí. Me llamaba la atención por lo que fuera. Entonces yo corría a la cama y me quitaba el calcetín. Veía un lunar en forma ovoidal que tenía en la planta del pie izquierdo y que mi padre también tenía. ¡Sí era su hijo!

6) Teníamos un perro que se llamaba Mezcal. Le enseñé a atrapar ratas. Yo las agarraba y las metía en una cubeta. Llamaba a Mezcal y meneaba la cubeta para que se le antojara el bicho. De pronto volteaba la cubeta y la rata salía disparada. Mezcal la perseguía y la trituraba en un santiamén. Pero una vez me metí debajo de la cama para agarrar a Mezcal. Le quedé a tiro y me mordió la cara. Casi me arranca la nariz. Cuando mi padre llegó de su ensayo con el cuarteto, mi madre lo enteró. La sangre seguía manando. Vi la ira en los ojos de mi padre. Agarró al perro del cuello, lo aventó al carro y se lo llevó. Cuando regresó le pregunté por Mezcal y simplemente me dijo jamás te volverá a morder. Aún conservo la cicatriz arriba del labio.

7) Veíamos la televisión en la sala. Mi madre nos daba de cenar en una mesita. Estábamos mi padre, mi hermana y yo. Recuerdo hasta el nombre del programa: Patrulla de caminos. Estábamos cenando caldo de frijoles con pan, cuando de abajo del mueble de la televisión salió una tarántula. Mi hermana gritó. Yo me quedé impactado. No pude mover ni un dedo. Mi padre se levantó y fue hasta ella. Levantó el pie y la pisó. De la suela escurrieron hilitos de sangre.

8) A mis 61 años no he aprendido nada. Soy cada vez más ignorante. Diario me equivoco. He cometido tantos errores como pelos tiene un gato siamés. Errores y pecados. De los que no me arrepiento. Algunas cosas me sobrevienen. Deshice el auto de mi padre, le robé dinero a mi abuelo, siempre fui hábil para mentir. Sobre todo a los que confiaban en mí. Por cierto, seduje a la novia de mi padrino. Y me la llevé a la cama. Era yo un quinceañero. Ella una cuarentona. Me supo rico.

9) Excepto la azúcar, devoro lo que se me antoja; salvo el ron, bebo lo que está al alcance de mi mano. Busco a mis amigos y brindo con ellos. Tengo tan poco dinero, que me fascina gastarlo a manos llenas. En lo de siempre: discos —de los que venden en el metro— y whisky. Cero libros. Sólo leo un libro nuevo cuando el autor lo pone en mis manos. Revistas no leo —excepto si traen mujeres desnudas.

10) A mis 61 años no he aprendido lo principal: a mantener la boca cerrada.

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Poesía

Tiro por viaje

Cada vez que nos vemos
acariciamos el dolor.
En la modalidad de inquebrantables
celos,
de ajuste de cuentas,
de malentendidos que se agolpan
como ratas de cañería.
Nos sentamos a beber
—ella vodka, yo whisky,
los dos tinto—,
la conversación va corriendo
y de pronto estamos montados
en el potro de la incomprensión.
Entonces cada uno trata de tirar más fuerte,
de propinar la estocada más profunda.
Nos conocemos hasta los últimos retruécanos,
donde las cosas se llaman por su nombre.
Nos hemos vuelto maestros
en el arte de dar el golpe maestro.
Para lo cual esgrimimos
la más sutil mentira,
la ironía devastadora,
el argumento aplastante.
Cada uno quiere ver llorar al otro.
Las primeras lágrimas saben a promesa dulce.
A través de la voz trémula,
del líquido que de pronto irriga la cuenca orbital,
todo parece conducir
al camino tantas veces recorrido.
Nadie sabe —menos nosotros—
si esa noche terminaremos en la cama
o en la más pulcra e inclemente soledad.

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