Música
Almschi
Alma Schindler se miró al espejo y pintó sus labios. Desde niña había estado de acuerdo con su padre, el pintor Emil Jakob Schindler: “Haz de cada hombre que se te acerque un dios; pero para eso tú misma necesitas ser una deidad”. Le gustaba verse bonita. Más bonita que su hermana Greta y que su madre.
La evocación de su padre le produjo una punzada en el estómago. No podía ser de otra manera. Emil Jakob Schindler le había inculcado lo mejor del savoir faire, desde las lecturas de Goethe y de Schopenhauer, hasta la música de Johannes Brahms y del Beethoven más lírico. Pero sobre todo la había enseñado a disfrutar de la belleza imperial, que podía ir de la cubertería a la tapicería, de la cetrería a la cristalería, en fin, cualquier detalle que puntualizara lo que él entendía por educación.
Tenía dos cartas extendidas en su pequeña mesa de centro. Una de Alexander Zemlinsky, y la otra de Gustav Mahler. Escrita con letra nerviosa la del primero, y enérgica la del segundo, el sentido de ambas era el mismo: enamorarla. Desde luego el corazón de ella se debatía entre los dos hombres. Por cierto, músicos; por cierto, compositores.
Acarició sus lóbulos antes de adornarlos con dos espléndidos pendientes, regalo de Gustav Klimt —su petición de mano la había rechazado con gran disgusto de su madre, Anne Berger, modesta cantante que había renunciado a su carrera con tal de someterse a su marido. Yo nunca haría nada semejante, se dijo y se miró a los ojos como si quisiera escudriñar la posibilidad más remota de un desengaño.
Ambos hombres darían la vida por ella; pero ella no. Cada uno la atraía a su manera.
Alexander Zemlinski, alguna vez alumno favorito de Johannes Brahms, considerado uno de los mejores maestros de música de Viena, tomaba muy en serio su trabajo. Era su discípula de piano y de composición. Porque lo que ella afirmaba que había venido a hacer al mundo era a componer. Su alma se debatía por cuál torrente de la música se inclinaría finalmente: la composición —ya tenía en su haber una buena cantidad de lieder—, el piano, la dirección orquestal —porque ése era uno de sus sueños más queridos: dirigir una orquesta, desafiar todos los cánones, ¿de cuándo acá se ha visto una mujer directora?, le increpaba su madre.
Feo y pobre —circunstancia que contradecía los propios preceptos de Alma—, Alexander Zemlinsky era dueño de una pasión que la chica valoraba por encima de sus defectos. No podía estar con él más de un par de minutos porque el corazón parecía salírsele del pecho. El corazón con todo y manos —“ha tocado de forma ardiente mi carne más íntima”, había escrito ella en su diario. Incapaz de obtener el beneficio de la crítica y del público, sin embargo en su música —había opinado alguien por ahí— había temperamento. Carácter que había vaciado en las cartas que expresaban cabalmente sus sentimientos: Tú y yo creceremos juntos, y el cielo nos quedará corto, decía, y, en efecto, como para rubricar su juramente, levantaba sus ojos al cielo.
Y lo más paradójico era que a Mahler lo había conocido delante de Zemlinsky, en el salón de la señora Bertha Zuckenkandl. Junto con otras celebridades, habían sido invitados a aquella cena. Alma Schindler se había negado a ir. Y Mahler lo mismo. Pero al final habían cambiado de opinión. Cada quien por sus propias razones.
De aquella ocasión, Mahler se había enamorado. Profundamente. Al punto de proponerle matrimonio una semana después.
Se sentó, pues, y leyó la carta de aquel director de orquesta ya célebre, más como director que como compositor. Principiaba con el mote que él la nombraba: Almschi. La tesitura era la de un hombre respetuoso, dueño de sus emociones. Se limitaba a dos cosas: a ponderar la belleza de ella, y a prefigurar lo que el futuro le deparaba como compositor siempre y cuando ella permaneciera a su lado. Se describía a sí mismo como un hombre en pie de guerra. Como alguien que podría poner al mundo en su mano, siempre y cuando contara con ella. Necesito un ser que me sostenga y me apoye, le había escrito con letra apretada. ¿Sería ella capaz de eso?, se preguntó. Porque todos los hombres necesitaban ayuda, excepto quien la pedía. No era digno. Había que seguirse de largo. Cuando menos en ese momento no tenía cabeza para eso. Si ella lo único que quería era salir a la calle y perderse entre las mesas de un café vienés, donde podría ser admirada.
Enseguida extendió delante de sí la misiva de Alexander Zemlinsky. Como siempre, reparó en la letra. Tenía por costumbre escudriñar la letra de las cartas que recibía. Solía comparar aquella caligrafía con el perfil del firmante. Y nunca fallaba. Desde luego que a Alexander Zemlinsky lo conocía de tiempo atrás. A través de la clase que recibía puntualmente, se había percatado del incendio que crujía en el corazón de aquel hombre. Por un instante se puso en su lugar. No tenía la menor oportunidad. Simplemente no era una mujer que pudiese entrar en sus expectativas. Excepto porque los artistas no conocían límites. Porque si algo los motivaba era la ruptura de las cercas.
Alma se sonrojó nada más de recordar aquel momento con Zemlinsky. Hubiera querido que no hubiese sido un instante sino una eternidad. Pero la vida estaba hecha de instantes. De momentos de intensidad, los menos, y de sosiego, los más.
La carta continuaba en ese tenor, y concluía: Sólo necesito tu boca para triunfar, nada más.
No pudo seguir leyendo. Una inquietud le quemaba el pecho. Tomó la carta de Zemlinsky y puso ahí sus labios. El rojo beso quedó plasmado en la firma de él. Como una aureola inexplicable.
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