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Carta 1
20/ junio/ 2015
Alguien está golpeando con un martillo en la casa de junto. Pero no me molesta. Porque estoy pensando en ti.
Cuánta tristeza y rabia vi en tus ojos. Ayer viernes. Me miraste y te miraba. Fueron minutos infernales. No querías estar ahí. Ante mí. Querías estar en otro lado. Lejos. Infinitamente lejos. No aceptaste una invitación a comer. Menos un trago. Ni una mierda cerveza. Sin embargo apareciste. Con el reclamo por delante, pero con la boca cerrada. Pasamos horas en silencio. Lo único que veía yo era una cara demudada, un rostro en extinción. Un rostro que no era el tuyo. Menos quisiste que te llevara a tu casa. No sé de dónde sacaste fuerzas para despedirte de mí. Me recordaste todo el resentimiento de la condición femenina.
Cuando iba en el auto a mi estudio, bajo el dictado de la velocidad —hacía tiempo que no corría tanto—, reflexioné sobre los sentimientos culpígenos. Se pueden sobrevivir de varios modos. Con una buena dosis de cinismo, es la solución ideal. Echarle la culpa al otro, también cuenta. Someterse a la artillería del alcohol, no puede despreciarse. Lo mejor es no abrazarlos —no ser cínico, pero ser libre. Pues los sentimientos de culpa ejercen su brutalidad a partir de que se topan con una víctima. Idónea. Vulnerable. Alguien que se deje aplastar. Como una cucaracha. Como se aplasta una cucaracha. Tal cual. Con esa templanza.
Apenas llegué a Tlalpan, me fui al Rayuela. Bebí como poseído. Un whisky tras otro. Un whisky tras otro. Un whisky tras otro. Con Brahms en el alma. Extraje de mi mochila el libro de Leopoldo María Panero que llevaba para ti. No sabes —sí sabes— cómo me conmueve ese hombre. Leí. Y empecé a escribir. El texto que me pidieron para el anuario del Museo Iconográfico del Quijote. Hasta título le puse: Cascada sonora. Y dice así. Te lo paso al costo.
Para que la música brote en una comunidad, para que el arte del sonido devenga en placer y esperanza, debe ser firme y perdurable. La constancia de escucharla habrá de ser ardua. Lo cual se logra con el esfuerzo de todos.
No nos engañemos. Los corazones sostienen el cometido de hacer música. Cada comunidad está integrada justamente de corazones. Por donde se le vea. Desde el compositor que pone su imaginación y su conocimiento al servicio del arte del sonido, hasta el ejecutante que se planta delante del público para tocar aquella obra y conmover a quienes lo escuchan. Desde el luthier que tuvo en sus manos la fabricación de aquel violín, hasta el afinador que dejó el piano en su punto.
Pero la música exige sentirla desde ambos lados de la barra. ¿Pues qué sería de esa cascada sonora si no existiera un público —o mejor dicho, un hombre— que la escuchara? Sólo cuando la música inocula de sentimiento el alma de un individuo, y en consecuencia de una sociedad, cumple su misión. Por eso se dice que la música demanda la participación de todos. También de las instituciones.
El Museo Iconográfico del Quijote (MIQ) es claro ejemplo de lo que significa la tenacidad en el camino de la música. Basta con pasar los ojos por las páginas de esta programación para que el asombro surja con espontaneidad y deleite. Las dotaciones musicales más diversas pululan por estas páginas. Tanta versatilidad como es posible exigir. Porque el MIQ es fuente de prodigio y maravilla. Y aquí la música destila su esencia. El público que lo visita con asiduidad lo sabe. Apenas cruza el umbral, siente en carne propia la grandeza. Hay de todo. El silencio y el respeto son primordiales. Pero también la algarabía y el feliz desparpajo —toda vez que son ingredientes del arte en todas sus manifestaciones. Así como la iconografía dedicada a la figura emblemática del Quijote y su séquito inequívoco; el solaz que da estar en un sitio dedicado a la gratificación del espíritu, o bien —y es lo que da motivo a estas líneas— la propagación de la música.
Una vez dentro, la música irriga el alma. De aquellas paredes impolutas, el sonido escurre hasta colmar los oídos. De por sí Guanajuato es una ciudad que invita a la meditación, con mayor razón el templo del espíritu. Ahí nada sobra ni nada falta. Mucho menos la belleza invitada a departir, que es la música. Se siente cuando se está en un recinto sagrado. Cuando todo contribuye a la contemplación y al recogimiento. No abundan los sitios así. Lo que impera ahí no es la adulación. Ni el vestigio de la lisonja. Lo que subyuga es cerrar los ojos, y escuchar los sonidos como aquellas gotas de agua cristalina que colman nuestros sentidos.
Por encima de todo, vivir la música. Donde sólo los humildes tienen cabida.
Uno se preguntaría, luego de ojear el presente catálogo, en dónde está el secreto. Y no hay que darle muchas vueltas: en dejarse arropar por el arte del sonido. De Bach a Beethoven, de Mozart a Brahms, de Prokofiev a Ponce, la música nos lleva por los más recónditos rincones del alma humana. Se trata de sentir en carne propia, de valorar el arte de vivir cuando finalmente se ha llegado al conocimiento de uno mismo. Y aceptarlo: la dicha es ésta.
La música viaja de un ámbito a otro en un periplo eterno. Se desparrama a la búsqueda de un espíritu afín. Desde esta óptica, el MIQ es una suerte de terminal de viajeros. Porque quien entra, sabe que todo puede acontecer en una estación de trenes caracterizada por la magia. De ahí que los jueves sean sagrados para los guanajuatenses. No es posible modificar la buena estrella que se avista como final del camino. Y principio de la jornada venidera.
Los recitales que se llevan a cabo en el auditorio del MIQ no son otra cosa más que el acopio de sensibilidades. De llamar a las cosas por su nombre. No hay secretos —excepto el del misterio de la divinidad—, no hay miradas de soslayo. Sólo la veneración al dios de la música.
Terminé exhausto. Regresé a mi estudio, y creí que con el trago y el cansancio habría de dormir como fardo. Pero no fue así. Me desperté hacia las 3 de la mañana y me puse a leer. Desde luego con música de mi amado Brahms. Leí un cuento de Joseph Conrad. Se intitula La Bestia. Me dejó temblando de la impresión tan fuerte que me causó. Algún día te lo contaré. Como te conté los dos cuentos de Graham Greene en nuestra velada. Y en cuanto a la poesía, volví a Panero. Releí este poema —que por cierto, leí en el taller: “No es tu sexo lo que en tu sexo busco/ sino ensuciar tu alma”. Por fin el sueño me venció. Te dediqué mi último pensamiento. Y concilié el sueño con los dos libros debajo de las cobijas. Sustituyeron tu cuerpo. Tu respiración. Confieso que nunca había dormido en la compañía de dos hombres de genio.
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