Archive for junio 2015

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Chisme

Un chisme se disfruta más si lo compartes. Si se comete la indiscreción de contarlo. Que un chisme se desparrame por el alma del otro es de lo más bello que existe. Para nada trivial. Para nada irrelevante. Según el grado de la indiscreción —mejor entre más grave e inmoral sea el chisme—, el placer aumenta. Tú lo has visto en la cara de la persona que escucha. Si se emociona, significa que el chisme está haciendo lo suyo. Está provocando escozor, impudicia. Ése es un deleite que nadie resiste. Por más que el tapete de la moral se extienda entre los interlocutores. Hay placeres que venimos a disfrutar, y que ya han echado raíces desde antes de Jesucristo. Como el chisme. Basta con preguntarle a un niño si quiere oírlo. Añadido de la advertencia de rigor: “No se lo cuentes a nadie”. Desde luego lo primero que hará ese niño será parar la oreja. Venga el chisme. Para enseguida jurar que no se lo contará a nadie. Y en seguida se lo irá a contar al que esté más cerca. Porque el chisme tiene las dos instancias narrativas: que alguien lo cuente y que alguien lo escuche. Ahora bien. El chisme habrá de poseer un mínimo de verosimilitud. Sólo así socavará la moral de quien lo dice. Y del referente. Que ese pobre tiene los días contados. Y sólo así será plenamente, morbosamente aceptado.

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Poema

Estás en la música

Cuando escucho las sonatas para violín y piano
de Johannes Brahms
descubro tus ojos.
Mirándome sin mirarme.
Cuando escucho la Patética y la Hammerklavier
te revelas tras el divino rostro de Beethoven.
Y si mis oídos se detienen en el Concierto para violín de Tchaikovski
lo que escucho es tu voz perentoria
ordenándome que te haga el amor.
Y si oprimo el play para activar las sonatas de Schubert,
entonces la música porta la dulzura.
La bienaventuranza.
Que pones en mi cuerpo cuando me acaricias.
Pero falta alguien: el más grande: Mozart.
Cuando escucho su Fantasía para piano
lo que cimbra mi ser
es tu voz diciéndome que me amas.

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Carta 1

20/ junio/ 2015

Alguien está golpeando con un martillo en la casa de junto. Pero no me molesta. Porque estoy pensando en ti.

Cuánta tristeza y rabia vi en tus ojos. Ayer viernes. Me miraste y te miraba. Fueron minutos infernales. No querías estar ahí. Ante mí. Querías estar en otro lado. Lejos. Infinitamente lejos. No aceptaste una invitación a comer. Menos un trago. Ni una mierda cerveza. Sin embargo apareciste. Con el reclamo por delante, pero con la boca cerrada. Pasamos horas en silencio. Lo único que veía yo era una cara demudada, un rostro en extinción. Un rostro que no era el tuyo. Menos quisiste que te llevara a tu casa. No sé de dónde sacaste fuerzas para despedirte de mí. Me recordaste todo el resentimiento de la condición femenina.

Cuando iba en el auto a mi estudio, bajo el dictado de la velocidad —hacía tiempo que no corría tanto—, reflexioné sobre los sentimientos culpígenos. Se pueden sobrevivir de varios modos. Con una buena dosis de cinismo, es la solución ideal. Echarle la culpa al otro, también cuenta. Someterse a la artillería del alcohol, no puede despreciarse. Lo mejor es no abrazarlos —no ser cínico, pero ser libre. Pues los sentimientos de culpa ejercen su brutalidad a partir de que se topan con una víctima. Idónea. Vulnerable. Alguien que se deje aplastar. Como una cucaracha. Como se aplasta una cucaracha. Tal cual. Con esa templanza.

Apenas llegué a Tlalpan, me fui al Rayuela. Bebí como poseído. Un whisky tras otro. Un whisky tras otro. Un whisky tras otro. Con Brahms en el alma. Extraje de mi mochila el libro de Leopoldo María Panero que llevaba para ti. No sabes —sí sabes— cómo me conmueve ese hombre. Leí. Y empecé a escribir. El texto que me pidieron para el anuario del Museo Iconográfico del Quijote. Hasta título le puse: Cascada sonora. Y dice así. Te lo paso al costo.

Para que la música brote en una comunidad, para que el arte del sonido devenga en placer y esperanza, debe ser firme y perdurable. La constancia de escucharla habrá de ser ardua. Lo cual se logra con el esfuerzo de todos.

No nos engañemos. Los corazones sostienen el cometido de hacer música. Cada comunidad está integrada justamente de corazones. Por donde se le vea. Desde el compositor que pone su imaginación y su conocimiento al servicio del arte del sonido, hasta el ejecutante que se planta delante del público para tocar aquella obra y conmover a quienes lo escuchan. Desde el luthier que tuvo en sus manos la fabricación de aquel violín, hasta el afinador que dejó el piano en su punto.

Pero la música exige sentirla desde ambos lados de la barra. ¿Pues qué sería de esa cascada sonora si no existiera un público —o mejor dicho, un hombre— que la escuchara? Sólo cuando la música inocula de sentimiento el alma de un individuo, y en consecuencia de una sociedad, cumple su misión. Por eso se dice que la música demanda la participación de todos. También de las instituciones.

El Museo Iconográfico del Quijote (MIQ) es claro ejemplo de lo que significa la tenacidad en el camino de la música. Basta con pasar los ojos por las páginas de esta programación para que el asombro surja con espontaneidad y deleite. Las dotaciones musicales más diversas pululan por estas páginas. Tanta versatilidad como es posible exigir. Porque el MIQ es fuente de prodigio y maravilla. Y aquí la música destila su esencia. El público que lo visita con asiduidad lo sabe. Apenas cruza el umbral, siente en carne propia la grandeza. Hay de todo. El silencio y el respeto son primordiales. Pero también la algarabía y el feliz desparpajo —toda vez que son ingredientes del arte en todas sus manifestaciones. Así como la iconografía dedicada a la figura emblemática del Quijote y su séquito inequívoco; el solaz que da estar en un sitio dedicado a la gratificación del espíritu, o bien —y es lo que da motivo a estas líneas— la propagación de la música.

Una vez dentro, la música irriga el alma. De aquellas paredes impolutas, el sonido escurre hasta colmar los oídos. De por sí Guanajuato es una ciudad que invita a la meditación, con mayor razón el templo del espíritu. Ahí nada sobra ni nada falta. Mucho menos la belleza invitada a departir, que es la música. Se siente cuando se está en un recinto sagrado. Cuando todo contribuye a la contemplación y al recogimiento. No abundan los sitios así. Lo que impera ahí no es la adulación. Ni el vestigio de la lisonja. Lo que subyuga es cerrar los ojos, y escuchar los sonidos como aquellas gotas de agua cristalina que colman nuestros sentidos.

Por encima de todo, vivir la música. Donde sólo los humildes tienen cabida.

Uno se preguntaría, luego de ojear el presente catálogo, en dónde está el secreto. Y no hay que darle muchas vueltas: en dejarse arropar por el arte del sonido. De Bach a Beethoven, de Mozart a Brahms, de Prokofiev a Ponce, la música nos lleva por los más recónditos rincones del alma humana. Se trata de sentir en carne propia, de valorar el arte de vivir cuando finalmente se ha llegado al conocimiento de uno mismo. Y aceptarlo: la dicha es ésta.

La música viaja de un ámbito a otro en un periplo eterno. Se desparrama a la búsqueda de un espíritu afín. Desde esta óptica, el MIQ es una suerte de terminal de viajeros. Porque quien entra, sabe que todo puede acontecer en una estación de trenes caracterizada por la magia. De ahí que los jueves sean sagrados para los guanajuatenses. No es posible modificar la buena estrella que se avista como final del camino. Y principio de la jornada venidera.

Los recitales que se llevan a cabo en el auditorio del MIQ no son otra cosa más que el acopio de sensibilidades. De llamar a las cosas por su nombre. No hay secretos —excepto el del misterio de la divinidad—, no hay miradas de soslayo. Sólo la veneración al dios de la música.

Terminé exhausto. Regresé a mi estudio, y creí que con el trago y el cansancio habría de dormir como fardo. Pero no fue así. Me desperté hacia las 3 de la mañana y me puse a leer. Desde luego con música de mi amado Brahms. Leí un cuento de Joseph Conrad. Se intitula La Bestia. Me dejó temblando de la impresión tan fuerte que me causó. Algún día te lo contaré. Como te conté los dos cuentos de Graham Greene en nuestra velada. Y en cuanto a la poesía, volví a Panero. Releí este poema —que por cierto, leí en el taller: “No es tu sexo lo que en tu sexo busco/ sino ensuciar tu alma”. Por fin el sueño me venció. Te dediqué mi último pensamiento. Y concilié el sueño con los dos libros debajo de las cobijas. Sustituyeron tu cuerpo. Tu respiración. Confieso que nunca había dormido en la compañía de dos hombres de genio.

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Los tristes

Caminan cabizbajos. En su cerebro las ideas intentan ordenarse. Seguir un guión. Se representan el mundo como si lo que tuvieran enfrente fuera una calle desolada, y no una cascada incontenible. Cuando en realidad el mundo navega de un extremo al otro.

Intentan llamar a las cosas por su nombre. Pero es un modo de cerrarse las puertas. Por eso fingen olvidar cómo se llama su perro. O sus seres amados. Cada día, la vida les devuelve el retrato de la realidad cruda. Van al cine para modificar sus puntos de vista. Quisieran que todas las personas con las que se topan tuvieran una sonrisa tan hermosa. Como la sonrisa de una estrella del cine. Que aun el más desangelado poseyera un brillo en la mirada. Ese brillo, el triste se lo ha descubierto a sí mismo cuando advierte su alma destrozada. Alguna mañana, Dios lo miró de reojo.

El triste se aproxima a la belleza para extraer su aliento vital. Quizás en Bach encuentre el hálito de vida. Que le permita mirar con certidumbre. Quizás en Maupassant. Pero no importa a quien escoja. El rechazo sobreviene. La esperanza se vende a cuentagotas. Y el triste no suele asomarse a los tianguis del alma humana.

El triste. Los tristes.

Llevan años así. Suelen ocultarse del sol. Bañarse con agua tibia. Bajarle una rayita a su aparato. Evitan hablar de temas que los vulneren. O incorporarse a conversaciones que los hagan sentirse inseguros.

Para ellos, la naturaleza suple a la belleza. Porque no les exige nada. Ni siquiera sentir. Menos mentir. Sólo la mera contemplación. Excepto los crepúsculos o los eclipses, nada parece atraerlos con más fuerza.

Los tristes hurgan en los roperos, en los armarios de su casa. Buscan aquella prenda cuyo olor los conducirá a una época ya desaparecida. Ese suéter. Esa camisa. Esa blusa que les permitirá revivir el momento. Aquel tramo de vida que el horizonte les devolvía a regañadientes. Con un sol inclemente al fondo.

El triste posee un olfato inequívoco. No falla. Deposita en su instinto la sabiduría. Como sea, está a un paso de su propia extinción.

Cuando el triste se comunica, las manos le tiemblan. Sabe que no debería estar haciendo esa llamada. Que esa comunicación sólo lo hará trastabillar. Y perderse aún más en los entresijos de lo escabroso. No está preparado para sortear el río. Nunca lo estará. Carece de aplomo para adaptarse a una nueva realidad. La seguridad no es lo suyo. Lo suyo es la indecisión. Entre más cerca del suelo, mejor. Oculta la cabeza entre las manos. ¿Por qué tenemos que tener cabeza?, se pregunta.

Nada le provoca más congoja y desconsuelo que ver a los niños jugar en un parque. ¿Para esto se vive?, inquiere. Y cuando advierte la respuesta que viene en seguida. Cuando se percata de que en efecto la vida es eso: dejar que el sol irrite la piel, pasar bajo el chorro del agua, correr tras la pelota, entonces la zozobra se presenta. ¿A esto he venido yo al mundo?

El triste no espera nada de los otros. Ni palabras de alivio. Ni miradas de comprensión. Ni palmadas en la espalda. Que las cosas sigan su marcha. Pero en pocos ojos como los suyos, se distingue el alivio cuando el agradecimiento lo sobrepasa. ¿Para eso compuso Beethoven esa música tan profunda, capaz de conmover a las piedras? ¿Para eso pintó Turner ese sol tan vigoroso, nada más para que me tocara la piel, y me inoculara de vida? ¿Para eso escribió Andersen esos cuentos tan colmados de dolor, para que yo sintiera lo que es el sufrimiento, el verdadero, atroz y desesperante sufrimiento?

En la vida de todo hombre triste, hay un instante en que su corazón pertenece a la antología de la tristeza.

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Poesía

Gotera

Tengo una gotera en mi recámara.
A nadie despierta más que a mí
porque vivo solo.
Pienso en las goteras que sufrió Debussy
a lo largo de diez años.
En su buhardilla.
Colocó su cafetera, su sartén, su taza.
Para que las gotas se depositaran.
Pero hacían ruido.
Cada gota le daba un sonido musical.
De ahí capturó armonías y acaso melodías.
Pero él era Debussy. Claude Achiles Debussy.
Yo, simplemente, agradezco la gotera.
Porque me la merezco.
Como merezco la Suite Bergamesque
de mi querido
Debussy.

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Poesía

Agotamiento

Estoy agotado.
Para hacer el amor.
Para asomarme por la ventana.
Para pasear a mi perro.
Para hablarle a una mujer.
Para escribir un poema.
Porque cualquiera de estas actividades
exige vaciarse por completo.
No puedes estar exhausto
y hacer el amor.
Asomarte por la ventana.
Pasear a tu perro.
Hablarle a una mujer.
Escribir un poema.
Lo único posible
es sentarte y escuchar música.
Bach de preferencia.
Que no exige más
que tener oídos.
Porque Beethoven reclama fortaleza,
y concentración, mucha concentración.
Brahms, amor.
Mucha alegría, Mozart.
Toneladas de alegría.
Schumann, dolor.
Y extraer música de las piedras, Schubert.
Sólo Bach.

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