Cuento
ALZHEIMER
Para Juan Carlos Calvillo
Dicto estas líneas.
Soy escritor. Era, mejor dicho. De pronto me acometía un tema y escribía un cuento. Un relato. Una novela. O un poema. O un ensayo. Aquella fuerza ponzoñosa provenía desde los fondos más ásperos de mí mismo. Yo escuchaba aquel dictado y escribía. Una palabra tras otra iban conformando un tejido tan denso como una telaraña impenetrable. No es que yo fuera inmensamente feliz mientras todo mi ser temblaba ante aquel cometido inexorable. Pero algo me decía que dentro de mí bullía con trémula llama el don de la creación.
Hasta que las palabras dejaron de tener sentido para mí. Una a una las fui olvidando. Como si se hubieran quedado atoradas en la trampa de la imbecilidad.
Me explico.
La idea la tenía en la cabeza. O la imagen. Cualquiera de estas modalidades. Una materia prima en la fiebre óptica de mi cerebro a punto de convertirse en palabras. Digo que un ímpetu se apoderaba de mí, corría a la computadora y me sentaba a escribir. O tomaba mi carpeta, la abría en dos y escribía. Digamos que veía a un perro luchar a muerte con un hombre que intentaba secuestrar a su amo. Antiguamente, con esta información en la cabeza era suficiente para arrancar el cuento. Lo demás vendría enseguida, como meter las manos en agua y sacarlas empapadas. Todo parecía correr en un indiscutible orden lógico. Desde el punto de vista narrativo. Las palabras se acomodaban por sí solas. No había magia alguna atrás de la trama. Aquello era perfectamente previsible.
Pero todo dio un giro. Una vuelta maligna y siniestra. A partir de la última vez que intenté escribir un relato. Me senté y no pude pergeñar una palabra. Simple y llanamente las palabras dejaron de ser corpóreas. Las letras se pulverizaron en mi cerebro. Podía —como lo estoy haciendo ahora mismo— expresarlas. Hablarlas. Probé —como lo estoy haciendo ahora mismo— el dictado. Pero es un mal camino. En primer lugar, porque no tengo modo de comprobar que el amanuense escribe tal y como yo le dicto. En segundo, porque mis actividades relacionadas con la escritura siempre fueron las de cualquier escritor común y corriente. Las de aquel hombre que obedeciendo al mandato de la inspiración se levanta de la cama a las dos o tres de la mañana, y se pone a contar por escrito todo lo que su alma le ordena. Es decir, a escribir. ¿En dónde iba a encontrar un amanuense que pudiera seguir este ritmo de trabajo? ¿O acaso dictarlas a un aparatito? Necesitaría estar loco. Bueno, debo ser sincero. Ya lo intenté. Pero no lo pude hacer ni una sola vez porque se me olvidó cómo se activa la grabadora. Y aquí ya llegué al fondo del problema.
Padezco Alzheimer.
Todo se está disipando alrededor. Como vivo solo —hasta donde sé, un escritor nunca se ha distinguido por sus boyantes finanzas—, cada vez más las cosas suelen írseme de las manos. Cuando no se me olvida cuál es la llave del agua caliente, se me olvida cómo abrir la cerradura. Hasta que me quede encerrado como un imbécil. O bien veo en torno. Y. Todos mis libros están ahí, como elementos grotescos de mi existencia. Los nombres de los autores no me dicen nada. Paso mis dedos por el lomo de los volúmenes. Como queriendo extraer algo del placer que me daban. He perdido la capacidad de leer. Cómo se hilvanan las frases, los párrafos —asunto que siempre me atrajo, pues solía argumentar en los cursos que ofrecía que ahí radicaba el meollo del encanto narrativo. En fin. Precisamente este dictado lo está tomando un joven de gran corazón que conocí en uno de aquellos cursos. Un joven que se conduele de mí. No digo su nombre porque él mismo me lo ha pedido. Algo que yo le enseñé: el ejercicio de la discreción, en aras de la modestia. Nunca creí que aquellas palabras mías tuvieran reverberación.
Curiosamente, esta maldita enfermedad no ha tenido implicaciones en la música. Mi memoria musical sigue inmejorablemente lubricada. La maquinaria de la destrucción no la ha alcanzado. Le pido a Dios que mantenga su bendición. Hasta donde pueda. Es Dios.
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