Cuento
Las palabras de un padre
“Lo máximo que puedes esperar de una mujer es una correa de perro. Que te la ponga o no depende de ti”, las palabras que su padre le había dicho en su lecho de muerte le perforaron el cerebro.
Apagó su celular. No quería oír más a aquella mujer. Ni quería dirigirle la palabra. Por ningún medio.
En realidad no había reñido con ella. Como cualquiera de las múltiples veces que lo había hecho. La ira, los celos, la turbación más fuerte jamás sentida, lo había abrumado desde que se le había acercado. Qué difícil era relacionarse con ella, cuyos altibajos de carácter eran imprevisibles. ¿Cómo era posible que fuera de una emoción a otra con tal naturalidad, como si se estuviera cambiando de zapatos? De pronto parecía tan dulce, y de pronto tan desalmada. Y por más que buscaba una explicación no la encontraba.
Quizás era él quien estaba ofuscado; pero la respuesta no le venía a la cabeza. Lo único que tenía claro era que debía alejarse de ella.
Por eso aquella mañana había puesto fin a la relación. Él.
Cuando acudió al desayuno que ella le preparó, el recibimiento no pudo ser más frío. Ella lo acosó a base de reclamos. Estaba enfermo, pero aun así lo puso contra la pared. La verdad es que las cosas se le habían complicado hasta salirse de control. Estaba casado, y el día anterior había comido con sus hijos —lo cual provocó que ella le echara en cara el abandono en que la tenía sumergida los domingos—; pero eso no era una novedad: llevaban haciéndolo cuatro años. ¿Por qué en las últimas fechas todo vínculo de él con su familia la exasperaba hasta el punto del insulto soez?
Los dos eran celosos en extremo. Pero celosos era decir poco. Vivían fuera de sí. Se insultaban, se golpeaban. Se decían las más atroces injurias. Parecían condenados al infierno. Lo que los atraía demencialmente.
Excepto esa mañana. En la que él había acudido al desayuno preparado con esmero y buen gusto: enfrijoladas con lechuga, cebolla y chorizo que habrían hecho las delicias del más exigente —incluso ella le había preparado un té de ajo, de verdad exquisito, para aliviar las molestias de la tos.
Miró su celular.
Como sea, con nadie había experimentado tanta afinidad. Y a sus más de sesenta años, no era cualquier cosa; ni a los treinta y cinco de ella. Maestro de pintura él, y de letras ella, les gustaba la misma música, la misma literatura, de pronto —porque ella era vegetariana no radical— la misma comida. El mismo cine. Los mismos autos.
Se resistía a activarlo. Porque entraría una llamada de ella y no sabría qué responderle. Se quedaría pasmado ante la lluvia de reclamos y exigencias que saldrían de aquella boca femenina que tanto había besado y enaltecido. Sobrio y bajo el manto del alcohol.
Cerró los ojos y la evocó en esa lencería que ella sabía lucir como ninguna otra mujer que él hubiera conocido jamás. Pues era dueña de una voluptuosidad cabalgante que lo trastornaba al punto de volverlo loco, y que lo hacía arrastrarse como si fuera un insecto delante de aquella madona.
Y alguna vez se jactó —delante de sus amigos, que siempre lo escuchaban boquiabiertos— que él podía con una mujer así. Que se daba abasto con sus propias armas. Que sabía técnicas que a ella la pondrían una vez más en el huacal.
Mentira.
Todas sus estrategias se desvanecían cuando se topaba con su mirada. ¿Hasta dónde podría resistir?, se preguntó. La ignominia, el engaño, la inequidad. Era el pan de todos los días. A cambio del amor que los empapaba de ansiedad y terminaba por aproximar y embarrar sus cuerpos. Le encantaba cómo hacía el amor. Porque más allá de la cama, era una señora experta en el arte de encender a un hombre. Se sabía toda una serie de trucos y los aplicaba con maestría. Era capaz de hacer lo imposible con tal de darle gusto al hombre que se llevaría a la cama.
Sólo de imaginarla con su lencería negra, redobló el esfuerzo para no llamarla.
Pasó sus dedos por la tecla roja. Bastaba con que la oprimiera para que su número apareciera en el display.
Habían reñido, aunque no como siempre. Ella era más hábil que él, y se cebaba en su ya de por sí maltrecha sensibilidad. Reincidía y reincidía. Quería que se fuera a vivir con ella. Que se adaptara a una vida azarosa. Y desde luego que no la considerara su mujer si no la complacía. Porque ella no lo consideraba a él su hombre. ¿Valdría entonces la pena someterse a ella? Todo mundo merece una segunda oportunidad, se dijo con el dedo vacilante sobre la tecla.
Pero en ese momento las palabras de su padre reverberaron en sus oídos.
Apagó su celular y lo guardó en el bolsillo interior de su saco de pana café, que tanto le gustaba a ella. Lo pensaría una vez más.
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