Texto del lunes
Cuento
Como se besan los perros
Todos los días llamo a mi madre para ver si está viva. Siempre tengo la esperanza de que no me conteste. Si no responde luego de tres llamadas con intervalos de media hora, significa que está muerta. Porque jamás interrumpe su rutina; menos en domingo.
Me arrojó al mundo hace cuarenta y un años, y el odio ha crecido día con día como una trepadora por la pared.
La vi ir de un hombre a otro. Así crecí. Siempre quejándose de sus parejas. No voy a decir que se deshacía de mí para que no le estorbara en su seducción, pues aunque de refilón me humillaba no me parece eso lo más grave. Lo que verdaderamente me devastaba hasta dejarme como un vil e inservible estropajo era que me humillara delante de los hombres que metía a la casa; que eran muchos y constantes, y cuyos nombres ni siquiera alcanzaba yo a memorizar.
Ahora mismo recuerdo uno de ellos. Su nombre principiaba con J, pero no me acuerdo si era Juan, José o Jaime. Ese hombre —más o menos joven, más o menos viejo, bajo de estatura, de complexión mediana aunque fuerte, de pelo castaño, como sus ojos— me trataba con cariño. Yo tendría cinco o seis años. Era algo así como mi ídolo —por eso me duele por partida doble no acordarme de su nombre. Pero sucedió algo que no comprendí. Y que hasta el día de hoy no alcanzo a comprender.
En cierta ocasión en que estaba besándose con mi mamá en el sofá de la sala, pasé por ahí y mi mamá me ordenó que me aproximara. Estaba puesta la música de Pérez Prado (¿cómo es posible que me acuerde de este detalle y no de su nombre?). Se paraban a bailar y lo hacían con tal frenesí que luego de cada pieza acababan exhaustos, bañados en sudor. Estaban alcoholizados. Pues bien, iba yo pasando enfrente de ellos, en uno de esos descansos, cuando mi madre me miró. La mano del hombre estaba entre las piernas de ella. Se besaban, se acariciaban con tantas ganas que yo pensé en los perros del barrio. Que cuando se montaban a la perra, lo hacían con tanta pasión que daba miedo acercarse a ellos.
Pues bien, mi madre me dijo ven acá y yo fui. Se reía con una mueca que yo jamás le había visto. Como extraída de una película de terror. Bájate el pantalón, me dijo, para que J te vea el pito. Tienes el pito más chiquito del mundo. Más chiquito que tu dedo chiquito del pie.
Dijo y se carcajeó. Tanto y tan fuerte, que sus risotadas se escucharon hasta la acera de enfrente. De eso puedo estar seguro.
Yo me quedé paralizado. No supe qué hacer. Sentí venir las lágrimas. Pero no podía llorar. No a costa de que mi madre aumentara su escarnio. Sin embargo de nada sirvió. Los ojos se me habrán puesto rojos, porque ella dijo:
—Y encima puto. Y encima cobarde.
Hasta ahí llega mi recuerdo. De ahí en adelante todo lo demás se borra en mi memoria. Lo único que tengo claro es que aquel hombre no se rió de mí. Nos miramos y vi en sus ojos un atisbo de compasión. De piedad.
A estas alturas es clara la razón de mi odio. Aunque no todo mundo esté de acuerdo en que sea suficiente razón para matarla. ¿Por qué lo hizo?, o peor, ¿quién soy yo en su vida? ¿Qué causa pudo ser tan fuerte para que la impulsara a odiarme de esa manera? No lo sé y jamás lo sabré.
Aunque ya el daño estaba hecho, el resto de mi vida la pasé lejos de su alcance. Apenas rayaba la adolescencia me fui de casa. Me escapé en plena mañana, cuando ella dormía la mona —no puedo olvidar sus ronquidos. Fui chalán en un taller mecánico desde los 13 hasta los 20 años. Luego tuve todos los oficios inimaginables: electricista, plomero, chofer, carpintero, albañil y pintor de brocha gorda. Nunca pude casarme. Las mujeres me atraían y yo las atraía con la misma fuerza, pero jamás me decidí a dar ese paso. Y no sólo eso: a mis cuarenta y un años, jamás he estado en la cama con mujer alguna; estoy seguro que se reiría de mí cuando vea mi pito miniatura. Vivo en la más absoluta soledad, aunque eso no me duele. Hay quien me dice —Augusto, un amigo, mi único amigo, sería más apropiado decir, a quien conocí cuando yo era mecánico y que además me presta novelas, que yo devoro—, me dice que debería consultar la opinión de un médico, de alguien que me quitara las telarañas de la cabeza.
Pero yo digo algo más simple. Que hasta que mi madre muera yo no estaré en paz. De alguna u otra manera yo le he hecho saber que estoy vivo. Para que le remuerda la conciencia. De alguna u otra manera le he hecho saber que la odio. Porque ella sabe que soy yo cada vez que su teléfono suena —siempre contesta y escucha mi respiración. Ella sabe que soy yo cada vez que se topa con un mensaje debajo de la puerta —diciéndole que le deseo la más linda de las semanas. Ella sabe que Dios no perdona. Y que tarde o temprano tendrá que pagar su cuenta.