Archive for febrero 2014

Texto del lunes

Cuento

Como se besan los perros

Todos los días llamo a mi madre para ver si está viva. Siempre tengo la esperanza de que no me conteste. Si no responde luego de tres llamadas con intervalos de media hora, significa que está muerta. Porque jamás interrumpe su rutina; menos en domingo.

            Me arrojó al mundo hace cuarenta y un años, y el odio ha crecido día con día como una trepadora por la pared.

            La vi ir de un hombre a otro. Así crecí. Siempre quejándose de sus parejas. No voy a decir que se deshacía de mí para que no le estorbara en su seducción, pues aunque de refilón me humillaba no me parece eso lo más grave. Lo que verdaderamente me devastaba hasta dejarme como un vil e inservible estropajo era que me humillara delante de los hombres que metía a la casa; que eran muchos y constantes, y cuyos nombres ni siquiera alcanzaba yo a memorizar.

            Ahora mismo recuerdo uno de ellos. Su nombre principiaba con J, pero no me acuerdo si era Juan, José o Jaime. Ese hombre —más o menos joven, más o menos viejo, bajo de estatura, de complexión mediana aunque fuerte, de pelo castaño, como sus ojos— me trataba con cariño. Yo tendría cinco o seis años. Era algo así como mi ídolo —por eso me duele por partida doble no acordarme de su nombre. Pero sucedió algo que no comprendí. Y que hasta el día de hoy no alcanzo a comprender.

            En cierta ocasión en que estaba besándose con mi mamá en el sofá de la sala, pasé por ahí y mi mamá me ordenó que me aproximara. Estaba puesta la música de Pérez Prado (¿cómo es posible que me acuerde de este detalle y no de su nombre?). Se paraban a bailar y lo hacían con tal frenesí que luego de cada pieza acababan exhaustos, bañados en sudor. Estaban alcoholizados. Pues bien, iba yo pasando enfrente de ellos, en uno de esos descansos, cuando mi madre me miró. La mano del hombre estaba entre las piernas de ella. Se besaban, se acariciaban con tantas ganas que yo pensé en los perros del barrio. Que cuando se montaban a la perra, lo hacían con tanta pasión que daba miedo acercarse a ellos.

            Pues bien, mi madre me dijo ven acá y yo fui. Se reía con una mueca que yo jamás le había visto. Como extraída de una película de terror. Bájate el pantalón, me dijo, para que J te vea el pito. Tienes el pito más chiquito del mundo. Más chiquito que tu dedo chiquito del pie.

            Dijo y se carcajeó. Tanto y tan fuerte, que sus risotadas se escucharon hasta la acera de enfrente. De eso puedo estar seguro.

            Yo me quedé paralizado. No supe qué hacer. Sentí venir las lágrimas. Pero no podía llorar. No a costa de que mi madre aumentara su escarnio. Sin embargo de nada sirvió. Los ojos se me habrán puesto rojos, porque ella dijo:

            —Y encima puto. Y encima cobarde.

            Hasta ahí llega mi recuerdo. De ahí en adelante todo lo demás se borra en mi memoria. Lo único que tengo claro es que aquel hombre no se rió de mí. Nos miramos y vi en sus ojos un atisbo de compasión. De piedad.

            A estas alturas es clara la razón de mi odio. Aunque no todo mundo esté de acuerdo en que sea suficiente razón para matarla. ¿Por qué lo hizo?, o peor, ¿quién soy yo en su vida? ¿Qué causa pudo ser tan fuerte para que la impulsara a odiarme de esa manera? No lo sé y jamás lo sabré.

            Aunque ya el daño estaba hecho, el resto de mi vida la pasé lejos de su alcance. Apenas rayaba la adolescencia me fui de casa. Me escapé en plena mañana, cuando ella dormía la mona —no puedo olvidar sus ronquidos. Fui chalán en un taller mecánico desde los 13 hasta los 20 años. Luego tuve todos los oficios inimaginables: electricista, plomero, chofer, carpintero, albañil y pintor de brocha gorda. Nunca pude casarme. Las mujeres me atraían y yo las atraía con la misma fuerza, pero jamás me decidí a dar ese paso. Y no sólo eso: a mis cuarenta y un años, jamás he estado en la cama con mujer alguna; estoy seguro que se reiría de mí cuando vea mi pito miniatura. Vivo en la más absoluta soledad, aunque eso no me duele. Hay quien me dice —Augusto, un amigo, mi único amigo, sería más apropiado decir, a quien conocí cuando yo era mecánico y que además me presta novelas, que yo devoro—, me dice que debería consultar la opinión de un médico, de alguien que me quitara las telarañas de la cabeza.

            Pero yo digo algo más simple. Que hasta que mi madre muera yo no estaré en paz. De alguna u otra manera yo le he hecho saber que estoy vivo. Para que le remuerda la conciencia. De alguna u otra manera le he hecho saber que la odio. Porque ella sabe que soy yo cada vez que su teléfono suena —siempre contesta y escucha mi respiración. Ella sabe que soy yo cada vez que se topa con un mensaje debajo de la puerta —diciéndole que le deseo la más linda de las semanas. Ella sabe que Dios no perdona. Y que tarde o temprano tendrá que pagar su cuenta.

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Presentación de libro

El arte de mentir

EL ARTE DE MENTIR EN MINERÍA

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Cuento

Pensionado a los 35

Estar pensionado a los 35 años tiene mucho de bueno, pero también mucho de malo. Era mi caso. Podía ser el hombre más flojo del mundo. Con la paga asegurada, me hundía en una complacencia cotidiana. Pero el problema era que me sobrevenía una pereza física e intelectual que lejos de llevarme a vivir en armonía, sólo me procuraba desazón y desaliento. Bueno, tengo que confesar que conseguir esa pensión no fue cuestión de mérito, sino de una complicidad que algunos podrían llamar nepotismo. Porque en efecto, mi padrino Ernesto, secretario en ese momento de la Secretaría del Trabajo, fue quien me la consiguió. No tuvo más que dar una orden, firmar un documento, y la cosa quedó lista. Pero en mí provocó un letargo infinito. Algo así como una displicencia malsana. Exactamente lo que siente un príncipe que se lo merece todo, y deja que la vida pase de largo.

            Ni siquiera tenía arrestos para ligarme a una mujer. Como a la rubia de ojos verdes que contemplaba día con día. La verdad es que nada había que me uniera a ella. Excepto la vista. Quiero decir, excepto una atracción desmedida. Digo que todos los días la veía pasar y cada vez me esforzaba más para no dirigirle la palabra. Porque la iba a espantar. Sin temor a ser procaz, lo que más me atraía era su trasero. Lo meneaba de izquierda a derecha como si unas manos invisibles la tomaran de las nalgas, e hicieran el movimiento por ella. ¿Me explico? Los hombres no le despegaban la vista. Yo el primero. La veía pasar desde mi mesa al aire libre donde tomaba mi café diario. A las diez de la mañana en punto. De sólo mirar aquellas piernas, aquel culo, la piel se me erizaba como si me aplicara unos toques eléctricos. Pero no se piense que me la quería llevar a la cama. Allí sí me fallaba. Algo tenía mi personalidad que solía alejar a la mujer, no aproximarla como era natural que aconteciera. Siempre había sucedido de esa manera. Veía a la chica. Cruzaba un par de miradas con ella, y cuando por fin me decidía a abordarla, se alejaba. ¿Mala técnica? Seguramente. ¿Mala facha? También. Y seguramente saltaba a la vista que era yo un pobre amargado. Que no tenía los arrestos para invitar un trago, ni siquiera un café. Como sea, la chica del culo hermoso era todo un desafío. Y yo habría de conformarme, así fuera con averiguar su nombre.

            Así que esa mañana me persigné apenas hube abierto los ojos. Soltero empedernido, no tenía opción para hacerle el amor a mujer alguna excepto ser doblemente arrojado. Nunca lo había sido, pero quizás mi oportunidad había llegado. Me pondría ropa de marca. Rarísimo en mí que usara ese atuendo. La había tenido guardada. Pero finalmente la ocasión estaba ahí. El riesgo no era mucho. Si he de ser sincero no soy feo, y vestido con buena ropa, más un poco de firmeza en mi decisión, no podía resultarme tan difícil dirigirme a una dama. Sobre todo a una joven como ella. Que se veía acostumbrada a recibir lisonjas y proposiciones a granel. De lo contrario, no movería el trasero como lo hacía.

            Sólo de acordarme sobrevino una erección. No eran las ocho de la mañana. Tendido en mi propia cama. La mejor hora para masturbarse. Me la imaginé que estaba ahí mismo. Que ponía una música cachonda, y que empezaba a desnudarse. Franca y abiertamente para mí. A mis 35  años, con eso bastó para que se produjera la hinchazón. Como un volcán maldito. Cerré los ojos y la vi levantarse el vestido y mostrarme el culo. Y más que eso: embarrármelo en la cara. Pronto no pude controlarme. Le acaricié las piernas. Toqué su sexo y le metí el dedo. Pero ella se dio media vuelta y me obligó a que besara su sexo. A que embarrara ahí mi lengua. Lo hice. Tuve una eyaculación inusitada. Como un dios del erotismo. Como sólo un demonio lo puede hacer en el infierno.

            Y me quedé dormido. Cuando abrí los ojos, ya casi eran las doce. Naturalmente que podría ir a la mañana siguiente. O a la otra. O de plano dejar que la vida se pasara así. Me incorporé con un ligero malestar. Se me estaba pasando la hora de mis alimentos.

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Texto del lunes

Ensayo

El arte de la cursilería

1) Se dice que la cursilería es la belleza fallida; es decir, la belleza a la que todos aspiramos.

2) La cursilería cristaliza el sueño de los héroes sin patria; los que aún suspiran por la hazaña que los pondrá en el candelabro de lo social —conocidos como candidatos.

3) La cursilería despliega su talento en los más disímiles ámbitos; abre las alas y remonta el vuelo hasta que se pierde de vista, o escupe al mirón.

4) La cursilería apuntala el sueño de los mediocres; esto es, de los que viven a caballo entre las ideas propias y las conclusiones de esas ideas. Nada más peligroso que apostar por las ideas propias y dejar para el eterno día de mañana su aplicación, que es la práctica. De inmediato hay que ponerse a prueba. Es el único modo de probar si se es cursi o no.

5) Todos los hombres somos cursis delante de las mujeres que viven apoltronadas ante el tsunami del amor. A la espera de la noche memorable.

6) Nada hay más cursi que un hombre esperando que la mujer traspase el umbral de su casa y le diga que sí. Provocan que el varón doble las manitas —como el escritor ante el elogio.

7) La cursilería termina cuando el hombre toma las riendas; cosa que jamás acontece. Porque antes que aplicarse, el hombre debe resolver su posición ante sí mismo. Asunto que le lleva toda la vida.

8) La cursilería se convierte en heroicidad en un momento de gloria. Contados viven para contarlo.

9) Pocas cosas tan alejadas del amor y tan cerca de la cursilería como los poemas de amor.

10) La cursilería es una nube que envuelve en su vapor al hombre que desea y a la mujer deseada. La aureola de la adoración no les permite distinguir sus límites. Se reirían de sí mismos si pudieran contemplarse sin la investidura del ridículo.

11) La cursilería pone palabras melosas en la boca, cuando lo que se pretende decir es hiriente. Porque la inteligencia acaso se sirve de todas las artimañas.

12) La cursilería es la línea limítrofe entre lo insoportable y lo apenas aguantable. Una frontera que no cualquiera se decide a cruzar, o que cuando se cruza sobreviene en arrepentimiento; desde antes de cruzarla.

13) Hay un aspecto de la cursilería que las mujeres defienden: el que las hace sentirse adoradas. Situación que viene arrastrando la historia de la humanidad desde que el hombre es hombre, la mujer es mujer, y el perro es perro.

14) Todos los piropos son cursis. Así como los cumplidos dirigidos a una mujer intentan no ser serlo; para su mala fortuna terminan untados de miel.

15) La única cursilería que se salva entre un hombre y una mujer es la que no se pronuncia.

16) En la calle se suele distinguir a los cursis por su modo de comportarse. Anuncian grandes catástrofes cuando le ceden el paso a una mujer.

17) La cursilería arropa a las ideas. Las mantiene a salvaguarda. Lejos de las tentaciones. Cuando han perdido vigencia, o, mejor que eso, peligrosidad, aquella permite que vean la luz; es decir, cuando la inteligencia se ha trastocado en cursilería.

18) La academia es el mejor recurso para mantener paralizadas a las ideas.

19) Hay una etapa en la vida de todo escritor en que sin darse cuenta pondera la cursilería como una gracia. Porque la cursilería se deja acariciar como un gracioso cachorrito; hasta que entierra las uñas. Cuando ya es demasiado tarde en la vida de ese hombre de letras.

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Ensayo

El oficio del voyeurismo

1) El arte es el camino más expedito para practicar el oficio del voyeurismo.

2) Los pintores son fisgones por naturaleza. Aquellos retratistas de la intimidad —Fragonard, Ingres, David— miraban por el resto de los hombres. Y para el resto de los hombres. Llevaban a las casas de familias pudientes y conservadoras, lo que habían espiado. Aún era posible percibir en los trazos, la mano trémula.

3) Contra lo que muchos piensan, el voyeurismo no es un suceso cobarde; exige determinación y valentía; basta imaginarse al niño de cinco años que espía a su hermana por la cerradura de la puerta. Ese niño tendrá conciencia de lo que está haciendo. Sabe que se trata de un acto prohibido, y tan así que lo hará ocultándose de la autoridad.

4) ¿Qué atrae más a un voyeurista? ¿Espiar, o el peligro de ser descubierto?

5) Cuando un voyeurista es descubierto, nadie le puede quitar lo que ha visto.

6) Hay cosas que se dan por sentadas. Por ejemplo, que el pan sacia el hambre; que los celos hacen ver conflictos inexistentes. Por ejemplo, que un varón es más proclive que una mujer a practicar el voyeurismo. Es como el olor de la carne, que el hombre vuelve la vista hacia el origen de aquel estímulo, y que la mujer se sigue de largo. Tal vez porque el varón está permanentemente fuera de control. Con todo lo que esto implica, como abrir el grifo de la imaginación al menor desafío. Eso no hace al hombre superior, ni a la mujer inferior; quizá más tenga que ver con una insatisfacción radical. Inconforme por naturaleza, el varón es incapaz de adaptarse a las circunstancias que lo rodean, y mira donde no debe mirar. Acaso los ojos de la mujer sean sus oídos. Porque es difícil imaginarse a una mujer espiando por una fisura la habitación de un hombre. Aunque sería un tema lindo para una novela, o de plano una película.

7) Así las cosas, la música es de una pureza celestial comparada con el arte de la plástica. Pero cabe preguntarse si no radica ahí gran parte del misterio de las artes visuales: que en forma contundente le permitan al espectador incursionar en realidades tan cercanas como inusitadas. O mejor aún, en asomarse en la casa vecina sin correr el menor riesgo.

8) ¿Por qué una realidad determinada está permitida para algunos y para otros no? Por ejemplo, la intimidad de una mujer. El hecho de que sea exclusiva la vuelve altamente tentadora. Y todo lo que significa una tentación se enfrenta.

9) El voyeurismo es radical.

10) ¿Por qué el marido o el progenitor reacciona tan violentamente cuando descubre al voyeurista? Tal vez él mismo se siente violado en su intimidad. Está educado en el formato machista, y la mujer —sea la esposa o las hijas— le pertenecen. No le preocupa su hijo varón, porque sabe que a los hombres nadie los espía. Pero en lo que a las mujeres se refiere, es su responsabilidad.

11) Tal vez el voyeurismo tenga mucho que ver con la pertenencia de las personas. Cual si fueran cosas. Cuando un transeúnte se aproxima al automóvil estacionado y lo observa con detenimiento, si el propietario lo avista se encrespa. Ese auto es propiedad privada y así sea que esté en la calle, no está dispuesto a compartirlo. Y menos ante un voyeurista de los autos. Que vaya y que se consiga el suyo.

12) A la vista de la mujer, a la cristalización de la belleza —entiendo por belleza la radicalización del opuesto—, el voyeurista suma la función privada.

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Texto del lunes

Cuento

Marisela

A la memoria de Luis Ignacio Helguera

Suelo cambiarme de departamento con cierta relativa frecuencia. Bueno, ignoro si decir esto sea atinado. Me cambio una vez por año, y creo que a eso puede llamársele con cierta relativa frecuencia.

            Cuando llego a una nueva residencia —utilizo este término no por elegancia sino por precisión—, lo primero que hago es revisar los rincones, los anaqueles de la cocina, las repisas del baño; inspecciono concienzudamente que no existan vestigios de suciedad. Lo cual es muy común. En un departamento que alguna vez alquilé en la colonia Doctores, me encontré un nido de ratas debajo del refrigerador; rompí en dos el contrato de arrendamiento delante del casero, y me largué de ahí.

            Soy incapaz de vivir donde descubra cualquier huella de vida. Me enferman, me desquician lo mismo los humanos que los insectos, y peor aún esos animales conocidos como mascotas. Sean gatos o perros, peces, pericos o pájaros, estoy convencido de que sólo provocan gastos, y que pronuncian en sus propietarios sentimientos de aparente compañía, que más tarde o temprano se traducirá en soledad y desolación, a la muerte inminente del animal.

            Así las cosas, en mi casa de la colonia Condesa, en las calles de Veracruz, me sentí a mis anchas. El departamento se veía impoluto por donde se le viera. Todo lucía albeando —así decía mi madre cuando sacaba la ropa de la lavadora—, impecable. El siguiente fin de semana contraté una camioneta y me mudé. Había empacado mis cosas del mejor modo posible. Carezco de antigüedades o de objetos de embalaje peligroso. Más bien mis escasas pertenencias son fácilmente transportables. Los señores de la mudanza dejaron las cosas donde supuestamente habrían de ir, y empecé a vaciar las cajas. Me sentía realmente contento haciendo esa tarea. Sacaba los ceniceros y enseguida me veía fumando; sacaba mis copas —perfecta y absolutamente corrientes— y me veía brindando conmigo mismo (soy incapaz de invitar a ningún amigo, que ni tengo, mucho menos una mujer, a compartir una ceremonia tan elevada). Sacaba un libro —de los escasísimos pero selectos libros que poseo—, y me veía arrellanado en mi sillón reposet absorbiendo la lectura de aquel volumen.

            A continuación proseguí a colgar mis camisas y pantalones en el clóset —no tengo chamarras ni sacos. Los extraía de la caja, los desdoblaba y los colgaba en su respectivo gancho —tengo los mismos ganchos desde hace más o menos veinte años, cuando Oriana me dejó. Y digo gancho respectivo porque cada camisa, siete en total, va con el pantalón que supuestamente le va mejor; aunque aclaro que todos son de mezclilla azul. Igualitos.

            Y en esas estaba, cuando vi ante mis ojos un mensaje escrito en la pared interior del clóset. Decía: “Marisela, 1977. Quien viva aquí después nunca borre esto, por favor. Abra el clóset al mediodía un rayo de luz iluminará esta inscripción. Y Marisela será otra vez la niña traviesa y solar que la escribió”. ¿Estaba desvariando? Seguramente se trataba de una broma. Vino a mi mente un fenómeno parecido que acontece en una pirámide de Chichén Itzá, en que en un momento del día,  cuando el sol pega en la escalera principal, es posible distinguir una serpiente que va desde la base hasta la punta.

            Esperé hasta la hora indicada en el mensaje, y vi cómo un rayo de sol entraba paulatina y sosegadamente por la habitación y finalmente acariciaba el nombre de aquella niña. No puede ser, exclamé, ¿por qué pasa esto?, ¿qué extraño artilugio hay aquí?, ¿por qué me sucede esto a mí?, me pregunté mientras una gota de sudor escurría por mi nuca.

            Al día siguiente me levanté tempranísimo. Acudí a comprar una buena provisión de alimentos y me dispuse a esperar. Y a imaginar: ¿Cómo sería Marisela hoy día? ¿Qué clase de mujer sería? (Su caligrafía era hermosa: reflejaba carácter, sensualidad, hipersensibilidad; además de que daba una orden.) Tendría tipo intelectual. De gafas. Todo lo ignoraba yo, pero me propuse esperar. Algo habría de revelárseme.

            Y así fue —o cuando menos yo lo pensé así. Al vigésimo quinto día de no moverme de mi sitio de vigía, la “a” final de Marisela había desaparecido. Me quedé sin aire.

            Sin poderme resistir, decidí proseguir la vigilancia.

            Como ya se había vuelto costumbre, surtí mi despensa. Quería ser testigo. No tuve que esperar mucho. A la semana siguiente, la “s” había volado. Sentí un escalofrío. Una sensación de desfallecimiento. Ni siquiera a través de su nombre, una persona quería hacerme compañía. Me faltaron fuerzas y caí al suelo. Me desplomé con todo mi peso. Quise incorporarme y no lo logré. Apenas pude abrir los ojos. En ese instante, me percaté que la “r” se hacía aire.

            Percibí que aquel rayo de sol se dirigía a mi cara.

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Ensayo

El oficio del envejecimiento

1) Cada vez que una mujer hermosa pasa delante de él, el anciano agradece que alguna vez disfrutó de una belleza semejante. Y una sonrisa de profunda satisfacción viene a sus labios. Sabe que nunca tuvo una mujer así, pero burlarse de sí mismo le da solvencia.

2) Lo peor que le puede ocurrir a un anciano es que no se dé abasto a sí mismo. Ninguna de las personas que lo rodean, se lo disculpará.

3) No existe la cultura del envejecimiento en este país. Si no se tiene la suficiente solvencia como para mandarlo a un asilo, nadie sabe qué hacer con el anciano —que apenas ayer contribuía al gasto familiar, eso da lo mismo. De generación en generación se va heredando la responsabilidad. Pero es un fastidio para todos. Quita el tiempo hasta rayar en el insulto. Hay que estar al pendiente de la ingestión de sus medicamentos, de llevarlo al baño, de que permanezca sentado a la sombra de un follaje generoso. De ponerle la televisión. Y de resistir su carácter. Porque hay ancianos de un carácter acre capaz de cimbrar paredes. Cuando lo que se requiere es la paciencia que da una buena conversación. La paz que proporciona mirarse a sí mismo. Cosa difícil.

4) El anciano sensible —no es cierto que todos lo sean— suele detenerse con especial fruición en un fruto de su preferencia. Digamos una manzana. La tiene delante de aquellos ojos cansados y atravesados por el glaucoma. La mira y es capaz de conversar con ella. A su mente acudirán recuerdos que alimentan su espíritu. Evocaciones de algún fragmento de su vida. Cosas que no le dirá a nadie porque a nadie le interesa escuchar. En esa manzana él verá el poder absoluto del Creador. El interlocutor que Brahms veía en la música. No sabe a ciencia cierta la razón, pero la manzana le provoca una emoción rayana en las lágrimas.

5) Cuando el anciano muere, toda la parentela lo llora.

6) Carpentier tenía la razón en el sentido de que el envejecimiento es una regresión a la niñez. Cuanto más senecto se es, el alma se torna más ávida de ternura. Hasta alcanzar los niveles del niño, en el que no se comprende a qué se vino al mundo ni menos se logra entender las leyes que rigen la conducta de los hombres. Es eso lo que mantiene en el aislamiento a un anciano. Ante la incomprensión del mundo que lo rodea, no le queda más que el silencio más infranqueable. Porque en el silencio están las respuestas.

7) Dichoso el anciano que mantiene en alto la bandera de la corrosión, sea a través del humor o del deseo. Aunque en torno capte antipatía y desdén, él será dueño de una fortaleza interior que lo mantiene muy a salvo de la abulia generalizada. Son esos ancianos que dan lecciones de vida por su sentido del humor, que alrededor provoca envidia. O repulsa, porque no se entiende su fondo. En la misma medida, siguen con los ojos el cuerpo de la mujer hermosa. Advierten en ella el aliento de la vida. Que los mantuvo en pie de guerra en toda su madurez.

8) El anciano desintegra la armonía familiar. Ni siquiera se percata de que existe. Los demás miembros de la familia no mueven un dedo para salvar aquella nave que se está yendo a pique. Mover un dedo significaría darle a aquel humano el rango de ser humano. De alguien perteneciente a una comunidad. Inconcebible.

9) Para la familia, el perro que envejece a lado del anciano merece más respeto.

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