Música
Temperamento
Estaba por concluir la limpieza de su espada Toledo, cuando se produjo una cortada en el meñique de la mano izquierda. Giuseppe Tartini soltó una maldición que se escuchó hasta los límites mismos de Padua. Con el dedo lesionado no podría tocar su sonata El Trino del Diablo para su alumno Pietro Nardini, sin duda su discípulo más aventajado, y violinista ya de más prestigio que fama.
La cita era a las 9 de la mañana. Eran apenas las 8 y media, y los nervios lo empezaron a devastar. En cualquier momento se presentaría Nardini, que encima de todo solía llegar a su clase antes de la hora citada. Ciertamente esta vez no se trataba de una clase sino de una deferencia por parte del maestro Giuseppe Tartini.
No toda su vida había sido maestro. Espadachín, filósofo, teólogo y violinista —había quienes lo buscaban para imbuirse de su palabra profética, y había quienes se aproximaban para escucharlo tocar el violín, instrumento del que extraía sonidos insospechados—, la opinión generalizada le atribuía poderes sobrenaturales. Cuando se hablaba de él, tarde o temprano se mencionaba la palabra demonio. Y entonces la gente se persignaba, o de plano se arrodillaba o corría desaforadamente.
Con un trapo de seda se envolvió el dedo. Pero pronto la sangre lo empapó. El Trino del Diablo le perforó el cerebro. Tenía que tocar. Como todos los hombres, Nardini era desconfiado. Podría pensar que el corte había sido hecho a propósito, que Tartini se lo había propinado a sí mismo con tal de no tocar aquella endiablada sonata. Porque el epíteto le venía bien. Incluso se quedaba corto. Lo más difícil compuesto para el violín hasta el momento.
La leyenda decía que la obra había lavado una afrenta. Que la amante de Vivaldi, una señora de la alcurnia veneciana, famosa por sus escotes pronunciados, le había propuesto al cura Vivaldi que desafiara al gran Tartini a un duelo violinístico; que Vivaldi, el llamado Cura Rojo, había aceptado sin condiciones, y la señora le había hecho llegar un propio al violinista de Padua. Se fijó una fecha para el duelo.
El pasmo nervioso fue total entre los contendientes. Cada uno sabía de la capacidad del otro. Cada uno había oído tocar al otro y se había quedado estupefacto. Tanto para Vivaldi como para Tartini, el talento del adversario era superior. Así que sólo les quedó prepararse espiritualmente para la contienda. Ya no había nada que hacer en lo que al violín se refería. Vivaldi mismo se trasladó hasta Cremona para pedirle a Antonio Stradivarius un instrumento digno de la justa; con la promesa de que lo compraría si resultaba vencedor.
Tartini se quitó el trapo y se asombró de la sangre. Sumergió el dedo en un vaso con agua, pero el derrame se incrementó. De sus labios escurrió una blasfemia. Si su esposa estuviera ahí le detendría la hemorragia, pero no podía molestarla por semejante nimiedad. Había salido de complicaciones más severas. Una cortada no iba a amedrentarlo. Vino a su mente la ocasión que logró escapar de la guardia personal del cardenal Conaro de Padua, su protector. En un descuido del prelado, había raptado a Elisabetta Premazore, la amante del vicario de Dios. Escapó a caballo de la persecución, con Elisabetta en ancas. Le abrieron las puertas en el seminario de San Francisco de Assís. De donde saldría matrimoniado y violinista insuperable. Además de fundador de una escuela de esgrima, otra más de filosofía y una última de violín.
El galope de un caballo lo distrajo de sus cavilaciones. Miró por la ventana y descubrió a Pietro Nardini. Finalmente estaba ahí. No podía perderse la audición de la sonata. Quién no lo sabía. La obra había sido un regalo de Satanás, para resarcir a Tartini de aquel duelo con Lucio Antonio Vivaldi. Giuseppe Tartini había llorado esa noche, y otras tantas. Y en un sueño el diablo le tocó la sonata. Así se toca el violín, le dijo. El maestro la escuchó y quiso reproducirla. Pero según sus propias palabras, lo que había tocado no correspondía ni a la décima parte de la belleza original. Él mismo había escrito: Una noche, en 1713, soñé que el diablo tocaba una sonata para mí. Una sonata inejecutable. Mi asombro fue enorme cuando lo escuché tocar, con gran bravura e inteligencia, una sonata tan singular y romántica como nunca había oído antes. Tal fue mi maravilla, éxtasis y deleite, que quedé pasmado y una violenta emoción me despertó. Inmediatamente tomé mi violín deseando recordar al menos una parte de lo que había escuchado, pero fue en vano. La sonata que compuse entonces es, por lejos, la mejor que he escrito y aún la llamo La Sonata del Trino del Diablo; pero resultó tan inferior a lo que había oído en el sueño que me hubiera gustado romper mi violín en pedazos y abandonar la música para siempre.
Abrió la puerta y Pietro Nardini entró. Había cruzado ese umbral docenas de veces, pero la admiración al maestro lo hacía sentirse advenedizo.
—Ahora mismo te toco mi sonata —dijo Tartini, y se acomodó el violín. De su meñique escurrían gotas de sangre.
La prodigiosa sonata se escuchó en aquella humilde habitación. Mejor que nunca. Nardini lo adjudicó a un milagro. Nadie la podría tocar así. Nunca más. Dio gracias al Cielo por estar ahí. ¿O debería darlas al Infierno?, se preguntó y sintió una corriente de aire frío entrar por la ventana.
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