Música
La pasión de un pintor
Carolina Giacinti, la mujer que se había convertido en una obsesión para él, se lo había pedido como condición para darle su amor.
Siempre que entraba a su estudio, lo primero que Arcangelo Corelli hacía era observar su Johannes Vermeer. Podía pasarse toda la vida en la contemplación. Incontables veces, antes de subir a sus habitaciones, se dirigía hasta el óleo y no le quitaba la vista. Si el maestro violinista portaba en su estuche algún problema de la calle, la sola visión de la obra lo hacía olvidarse, y en su cara se dibujaba una expresión de éxtasis. El cuadro le parecía describirlo a él mismo: un hombre de pie, con la jarra de vino en la mano, agachado muy ceremoniosamente, ofreciéndole vino a una mujer —que yace sentada bebiendo de una copa—; en una silla, entrevisto apenas, un laúd, y, sobre la mesa, partituras. Sin duda se trataba de una lección de música interrumpida. El maestro era el hombre, y ella, desde luego, el pupilo. Se nombraba el cuadro de dos formas: La copa de vino, o bien, Hombre y mujer bebiendo vino. Cada invitado a la casa de Arcangelo Corelli le decía como le viniera en gana. Para él no tenía nombre. Lo llamaba Mi Vermeer. Él se imaginaba ser ese hombre. Cuánta complacencia espiritual sobrevenía entonces. La pintura había sido la ofrenda de un admirador de su música en una de las muchas giras que Corelli había emprendido por algunas de las principales capitales europeas de la música: París, Nápoles, Amsterdam y Venecia, en primer término. Así pues, un admirador le había obsequiado aquel cuadro. Que él, Arcangelo Corelli, no había dudado en aceptar. Pues además de ser primer violinista de Roma, su fama corría como maestro compositor y coleccionista. A la par. ¿Vermeer? Nunca había escuchado el nombre, pero de ahí en adelante, estaba convencido, no lo podría olvidar jamás.
¿Pero cómo decírselo a ella? ¿Cómo convencerla de que la amaba pero no era capaz de desprenderse de su cuadro? Si ella se lo insistía tanto. A veces de forma sutil y a veces sin tapujos. Cada vez que se veían. Incluso le llegó a señalar con la punta de la nariz la habitación donde los esperaba la cama. Un gesto que él admiraba en ella. Se volvía loco por los movimientos de aquella nariz femenina. Podrían acostarse, pero él sabía el precio.
Favorito de la reina Cristina de Suecia —quien había hecho de Roma su lugar de esparcimiento, única y exclusivamente porque ahí residía Arcangelo Corelli—, protegido del cardenal Benedetto Pamphili, jamás se le había escuchado al violinista alardear de sus privilegios. Por el contrario, su modestia y sencillez —así como su amor a los perros (no podía ver un perro extraviado porque lo adoptaba)— era proverbial. Amante del ejercicio de la caminata, lo más común para los transeúntes habituales era mirarlo por las calles circunvecinas al Coliseo. Saludaba a todos los comerciantes ambulantes y niños con los que se topaba, así como se descubría ante el paso de una mujer, sobre todo si iba de acuerdo con su concepción de la belleza femenina.
Se volvió hacia su estudio, miró la vitrina mandada hacer ex profeso para sus violines, y vino a su mente el Concerto Grosso que había compuesto para una orquesta de 150 instrumentistas. El concierto se había llevado a cabo precisamente en el palacio de la reina Cristina de Suecia, y los más lo habían enaltecido, mientras que los menos lo habían vituperado. ¿Qué pretendía este hombre haciendo sonar 150 violines al unísono? ¿A dónde quería llegar? Si de eso no se trataba la música. Pero los amantes del violín, y en especial devotos de ideas adelantadas, habían saltado de sus sillas mientras aplaudían a rabiar: aquel concierto representaba el más grande avance en el arte de la composición jamás imaginado por nadie. Pero eso no le importaba a ella. Para aquellos ojos, lo único valioso era la pintura.
Y como siempre, Arcangelo Corelli respondía en su imaginación a sus propias incertidumbres. Vivía en Roma, capital de la música, en la que se estrenaba cuando menos una ópera al mes; pero él no había compuesto nada para la voz. Toda su pasión estaba volcada en el violín. Como la pasión de Vermeer en aquella pintura. Había creado el Concerto Grosso —del cual ya habían empezado a proliferar los imitadores, y no nada más en Roma—, y lo había trabajado en todas sus posibilidades. Así que —se dijo, ahora con la vista en el cuadro una vez más—, no cedería y jamás haría música para la voz humana. Lo suyo era el violín. Y se miró caminando por la Vía Apia, recogiendo cualquier perro callejero. O de plano, ofreciéndole una copa a una mujer. A Carolina Giacinti, para acabar pronto. Tenía que hacerla suya sin despojarse de su Vermeer. Acaso componiendo para ella un Concerto Grosso para 200 violines. No tenía nada más que darle.
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