Cuento
Un alma extraviada
Cada vez se le dificultaba más. Con enormes trabajos, doña Polita intentaba meter el hilo en la aguja. Los dedos goteaban sangre. De pronto uno, de pronto otro. Era como si doña Polita se empeñara en torturarse. No cocinaba más. Ni emprendía ningún quehacer. A todos lados iba con su canasta de hilos y tejidos. Llevaba ahí un buen surtido de tubos de hilo, de un surtido de colores impresionante. También llevaba tijeras de costura. Y desde luego un portador de agujas. Las había de diversos tamaños y grosores. Más un huevo de madera, el cual metía dentro del calcetín que habría de coser. Pero lo más importante lo extraviaba continuamente: un dedal. Que la habría protegido de los piquetes de las agujas.
—Mamita linda —le decía su hija Ana Luisa—, deja ya en paz esos calcetines. Te los voy a volar sin que te des cuenta, ya verás.
—El día que hagas eso me voy de esta casa y me muero en la calle. No tienes derecho.
—¿Pero crees que no me da tristeza ver cómo te deshaces las manos para nada? ¿Qué no entiendes que ya nadie usa esos calcetines, que ya se murió mi papá?
—Tú no sabes si el día menos pensado va a regresar por ellos. Ve tú a saber si donde está no los necesita.
—Mamá. Tata Luis está muerto. Tiene casi veinte años de muerto. No sé por qué no te buscas otra forma de entretenimiento. Otra actividad que te distraiga. Pero que no te haga daño. ¿No ves cómo tienes tus manitas? El día de mañana se te van a infectar.
—Vete ya y déjame en paz. No estoy dispuesta a soportar que en mi propia casa se me diga qué puedo hacer y qué no.
Doña Polita se puso de pie y se dirigió al balcón. De alguna manera habían logrado instalarle allí su mecedora. Veía pasar los peatones que caminaban por la acera de enfrente. Se miró en una pareja. Él y ella. Veinteañeros. Iban abrazados. Así solían pasear ella y Luis. Vaya que si era guapo. Todas sus amigas —que nunca fueron tantas, tres a lo más— se lo comentaban. Pero no era lo que la atraía. Sino el noble corazón de aquel muchacho. Formal pese a ser tan joven. Sólo pensaba en ella. Trabajaba como conductor de un taxi. Su ruta comprendía cualquier punto de la ciudad de México. Que él conocía por delante y por atrás. Cuando se trasladaban del barrio donde vivían —la colonia Obrera— a un sitio extremo —como cuando fueron al sur a contemplar los edificios que se estaban levantando en lo que sería la Ciudad Universitaria—, él la llevaba en su taxi. Para ella no era un instrumento para ganarse la vida, sino el carruaje de una reina.
Cómo quisiera ser útil. Pero sus manos se habían vuelto torpes. Tan torpes como dos bisteces de carne vieja y cuarteada. Y aunque se lastimara, por nada del mundo podría dejar de coser los calcetines de su marido. Era común que se le apareciera en sus sueños. Y entonces le acariciaba y le besaba las manos. Ya vendré por mis calcetines, le decía.
De pronto miró por la acera una figura conocida. A pesar de las cataratas que poblaban sus ojos, distinguió a su nieta. Venía acompañada de un muchacho de su edad, quince o dieciséis años. Venían tomados de la mano. Se miraban imbuidos de romanticismo. Era evidente el amor que había entre ambos. Miró con claridad el beso masculino. ¿Su mamá Ana Luisa le habría abierto los ojos?, ¿le habrá dicho los peligros a que se exponía?, se preguntó. La pareja se había detenido —mejor dicho ocultado— tras un árbol. Podría gritarle a su hija que viniera a ver. Pero no. Desistió enseguida. Sintió un dolor extremo en el índice derecho. Se lo llevó a la boca y chupó la sangre que escurría. Nunca había tenido una coagulación excelente.
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