Artículo
Un poco de pulque, mucho de Beethoven
1) Acompañado de una mujer hermosa —los tríos suelen cantarle Peregrina—, entro a una pulquería en Xochimilco. Se llama Nuestra Señora de las Flores. De inmediato atrae las miradas de hombres y mujeres por igual. Sus ojos verdes se depositan en el mundo en torno. Pedimos dos cubetas de blanco. Ella es prediabética y procura no beber nada que contenga azúcar, como los curados. Nos atiende una mesera sordomuda. Distingo unas mesas allá otra mesera, franca y decididamente adiposa de la cabeza a los pies. La llamo y le pido que si me pone en la rockola a José José. Le doy pesos y unas cuantas palabras que extraen una mueca de su cara: quédese con el cambio. Y si de dinero estamos hablando, consumimos una cubeta cada quien, y nos llevamos medio litro: 30 pesos en total.
2) Hoy, 9 de abril, concluyo el curso de apreciación musical que estoy dando en la Fonoteca Nacional. Fueron ocho sesiones. Todos los lunes de 11 de la mañana a dos de la tarde. Es lo que yo vine a hacer al mundo. A compartir mi amor por la música. Cada curso lo consagro a un tema, a un compositor, a una modalidad. Esta vez estuvo dedicado a Beethoven. No me canso de admirarlo por encima de cualquier otro. Lo maravilloso de él es que no nada más su música es sublime, vigorosa, telúrica, que enriquece el alma y provoca una elevación espiritual en el acto mismo de escucharla, sino que además su vida es ejemplar. Soy muy ignorante, pero ningún otro caso entre los hombres del arte me parece semejante en cuanto a la tragedia que tuvo que vencer. Siempre solo, siempre aferrado a la soledad —no porque él lo hubiera querido así—, al desdén y al desprecio, su vida —su música— fue una continua lucha cuesta arriba. Quién más, quién menos, todo mundo le cerró las puertas. Cada conquista le valía la rechifla general. Su interpretación pianística avanzaba como un tornado, cosechando éxitos extraordinarios —nunca antes soñados por pianista alguno—, cuando le sobrevino la sordera. En cuanto a sus obras, cuando estaba a punto de poder disfrutar de un ingreso suficiente, la moneda se devaluó por la intervención napoleónica. Y en lo que se refiere a su vida íntima, jamás pudo cristalizar el amor. Aunque al cabo del tiempo, decepcionado de esa institución llamada matrimonio —“No he conocido ningún matrimonio en el cual, después de algún tiempo, uno u otro de los cónyuges no se haya arrepentido. Y en cuanto al pequeño número de mujeres cuya posesión me hubiera parecido tiempo atrás la suprema dicha, he comprobado después que era una gran suerte que ninguna haya llegado a ser mi mujer. ¡Ah!, ¡qué bien está que las ansias de los mortales, muchas veces, no se vean cumplidas!”—, seguía latente en él la más enconada lucha por cristalizar el amor. Pero estaba solo —“yo vivo solo, solo”, dice en una carta. Y cuando por fin cree haber encontrado una misión que le daría sentido a su corta existencia, cuando se avista en el horizonte aquel sobrino Karl, entonces todo parece desplomarse: la relación con este joven es diabólica y enfermiza. Beethoven luchó para tener la patria potestad de Karl —su madre era de conducta innoble y disoluta—, y cuando lo logró el sobrino intentó suicidarse dándose un tiro en la cabeza que por suerte no cumplió su destino. Beethoven no conoció la paz. Aunque su espíritu lo anhelaba, para él la paz era símbolo de quietud y tranquilidad, algo que se encontraba muy lejos de sus aspiraciones. Él era un guerrero, un hombre de combate, un hombre salvaje, un oso presto al ataque. Cuando uno escucha su Sonata Kreutzer para violín y piano, se palpa esta lucha a muerte que vivía Beethoven todos los días. Y entre más le costaba la realización de alguna obra, con mayor encono y bravura la acometía. No había poder humano capaz de silenciarlo. Ni amor ni desamor. Cuánto hay que aprender de él. Por eso es tan grande. Porque a la humanidad le dejó su música, que provoca alivio y consuelo en los momentos del sufrimiento atroz. Porque su música levanta el espíritu como sólo puede hacerlo el Creador. Y aún más Beethoven. Acaso por eso está escrito por ahí: “Dicen que Jesucristo le tuvo envidia. Le envió la sordera para silenciarlo. Pero no pudo. Mejor lo hubiera matado. Dicen que a Beethoven se le mira en el paraíso haciendo música. Que es incontenible. Nadie lo invitó y está ahí. Nadie le dijo ven y está ahí. Rodeado de ángeles, arcángeles, santos y querubines, vírgenes y mártires cuya misión es distraerlo. Conducirlo por caminos equívocos. Las hojas de la música que deshecha, las arroja al vacío. Son las nubes que vemos pasar”.
Deja un comentario