Ensayo
Gramática urbana I/III
I
¿Qué es la ciudad de México sino la suma de sus habitantes? Cada vez más cosmopolita, ya es de lo más común que por las arterias citadinas circulen chilangos con rasgos orientales o de facciones africanas. Adiós aquella Ciudad de México de fácil etiqueta urbana. En las calles peatonales del Centro —¿cómo no pensar en Madero, en Regina, en Gante?—, los caminantes le añaden una pincelada de belleza a la gramática urbana. Y lo mismo acontece en los malls, que atraen a los transeúntes más disímiles entre sí —como fragmentos a su imán, quería Lezama Lima. Gente que de pronto pareciera no tener nada en común, pero que finalmente se camina entre ellos, entre esas personas, y hay algo que se filtra, una onda invisible que empata a unos y otros, y que se llama identidad urbana. En las avenidas, en los jardines, en las colonias de moda —y no tan de moda—, adultos y jóvenes, ancianos y adolescentes, hombres y mujeres de edades desemejantes, se rozan entre sí, respiran el mismo oxígeno, gustan de sabores y colores afines, se vuelven a mirar los mismos espectaculares, los mismos canales, la misma noche. Por algo el chilango sale a pasear —acaso el paseo sea su actividad rutilante— y a perderse en las inmediaciones de ésta, su ciudad. En aquellos puntos que se desparraman a partir de su concentración nerviosa. Porque algo tiene la población urbana, que engulle a los curiosos más recalcitrantes.
II
Es de lo más común mirarlas paseando por algún mall. Entonces se las descubre admirando un aparador de ropa. Suspenden la caminata y se detienen delante de aquel expendio de vestuario no muy caro, no muy barato. Van en bolita. Tres o cuatro dispuestas a la risa, al comentario, a la observación compartida. Miran con detenimiento todo lo que llama su atención. Aquel hombre mayor que parece salido de una película prohibida. Que las mira de soslayo y del que se ríen porque saben que no se acercará. Es como si trajeran una malla de púas en torno. Como si se desplazaran protegidas. Para ellas, el resto de la gente permanece en una jaula para ser observada a su antojo. ¿Esto es vivir? Maravilloso. Lindísimo. No saben definir exactamente cómo ni en dónde, pero saben que traen a cuestas la llama del deseo. Se visten con él por la mañana, cuando se ven por última vez en el espejo antes de salir a la calle. Lo ven en los ojos de los hombres con los que se topan a todas horas, en todos los rincones. Se saben adoradas. No saben pronunciar la palabra hombre, pero saben exactamente cómo capturar la mirada de un macho con el solo movimiento de una mano. Salen a la calle y ven en aquella esquina de Vicente Suárez y Cuernavaca el escenario de la batalla horizontal que no les toca lidiar a ellas. Se mueren de ganas pero muchas aún van de la mano de su madre. O en el auto de papi —que difícilmente les dará luz verde. Menos porque gran parte de ellas todavía usa tobilleras de colores. Lo cual provoca la inseguridad paterna y acelera el deseo del varón de la calle. Tal hombre que ve en aquellos rostros aún inciertos, aún no perfectamente definidos —pero que se saben bellos, todas se saben bellas, y ciertamente lo son—, el mejor caldo de cultivo para expoliar la belleza.
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