Ensayo
Las Prostitutas
“Las que practican el oficio más antiguo del mundo”, les llaman los que suelen repetir lugares comunes, esos señores cuyas bocas se hinchan al apropiarse de la idea de otro. “Las del tacón dorado”, dicen los que se imaginan que así habrá de identificárseles como hombres de mucho mundo. El diccionario acusa sinónimos de risa: suripantas, zorras, tías, perendengas, furcias, pingos, pellejas, pelanduscas, pupilas, maturrangas, heteras, zurronas, calloncas, bagasas, coimas… Sinónimos que escritores insulsos y periodistas ignorantes acostumbran utilizar. Los primeros para indicar que se han acostado con una muy buena cantidad de ellas, y que conocen todos sus secretos; los segundos, para señalar que bien pueden ser catalogados como reporteros de la noche, y cuando menos el lenguaje lo dominan. Ambos contingentes excluyen denominarlas por su verdadero nombre, el nombre que muchos maridos les susurran a sus esposas en la cama, cuando el alcohol los desinhibe. Y porque eso querrían que fueran sus esposas: putas.
Las prostitutas encajan mejor en la noche que en el día. Porque la noche se come su sombra, que tiene alas. Y las alas, al batirse, alejan a los clientes. Las prostitutas encajan mejor en la noche porque la oscuridad es un manto común y bueno, porque es de todos. Y en esa medida abriga y protege a los que acostumbran cubrirse con él. A los que se pierden en la noche.
Las prostitutas se comen a mordidas los corazones de los poetas. Porque los poetas depositan en ellas justo eso, su corazón. Entonces las prostitutas parten ese corazón, exactamente del mismo modo que un chef el jitomate, y se lo comen. No hay poeta cuyo corazón no le guste ser comido por una prostituta. Incluso lo muestran orgullosamente a la primera oportunidad. “Muéstreme su corazón”, le ruega la joven virgen a su poeta. Y éste lo enseña. Cuando la joven virgen pregunta: “¿Y estas mordidas, qué significan, quién te las hizo?”, el poeta responde: “Así nací. Se las hicieron a mi padre. Mi madre”.
Porque así como el poeta es sabio y vaticina, en la misma medida reconoce su pasado. Y sabe que en la vida de todo hombre alguna ascendiente, aunque sea la tatarabuela de su tatarabuela, ejerció la prostitución. Sabe que aun en las genealogías más apretadas, más quisquillosas, en las propias de príncipes y sumos pontífices, de duques y jerarcas de la paz, la moral y las buenas costumbres, hay, rascándole un poco, escarbando menos de lo que podría pensarse, una prostituta. Por eso reza la sabiduría popular: “Es un hijo de puta”. Y hay razón. Dicha sabiduría no se equivoca.
Las prostitutas caminan de puntitas. Por eso el uso de los zapatos de tacón. De tacón de aguja. Porque aun sin esos zapatos, cuando caminan descalzas en el cuarto del hotel de paso, los pies se arquean independientemente de la voluntad de ellas. Lo hacen para estar más cerca del cielo, porque su cuerpo alado quiere remontar el vuelo.
De ahí que las prostitutas hayan sido confundidas con ángeles, pájaros que surcan por lo alto y animales mitológicos. El origen de este malentendido acaso estriba no sólo en las alas que adornan su espalda, sino en que han proporcionado consuelo, alivio, alegría, comprensión y, muchas veces, amor. Por lo que enseguida de haber estado en la cama con una prostituta, un hombre contempla la vida de otro modo (lo que es muy fácil de inferir, si desde la acera de enfrente de dicho hotel se observa con atención a los hombres que vienen de hacerlo; si se mira acuciosamente aquel rostro, ese nuevo rostro suyo). Más aún: cuántas veces ese hombre no deja en aquella mujer toda la podredumbre que lo acompañaba segundos antes de haberla tenido en sus brazos. Son hombres que muchas veces ni siquiera el amor quieren hacer. Que se conforman con hablar. Pero con hablar con una mujer que es de todos. Y en consecuencia suya. Suya por un par de horas, por una hora. Nadie podría aspirar a más.
Aun el más notable de los filósofos, poco tiene que hacer al lado de una prostituta. Porque una palabra pronunciada por una prostituta vale más que todos los manuales de filosofía, gramática o historia del arte juntos. Esos labios no son los labios de cualquier mujer. Esos labios son los labios de una mujer que abre las piernas para un hombre que se lo ha ganado, sin contar cómo lo ha hecho, sin que medie una carta de buena conducta, un título nobiliario o universitario, un rostro simpático, una posición acaudalada. Hay hombres que por su mal aliento, su fealdad, su torpeza al expresarse o su cuerpo contrahecho, sólo se atreven a tomar la mano de una prostituta, a acariciar con suma delicadeza el dorso de esa palma. Entonces la prostituta los acaricia a ellos, les otorga confianza; los torna risueños e individuos colmados de ternura. La prostituta les devuelve la fe.
Las prostitutas son transparentes en su trato y evitan a los hombres proclives a pasarse de listos, de simpáticos o de ingeniosos. Porque abundan los clientes que se acercan a ellas con tal de darles lecciones de vida. Que formulan preguntas estúpidas y comentarios ramplones. Que recitan diálogos aprendidos en novelas. Son odiosos. Precisamente a esos clientes, las prostitutas les cobran por anticipado.
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