Archive for octubre 2013

Ensayo

La práctica de la escolaridad

1) Algo mata la escuela. Algo vivo, como una llama que alguna vez se creyó inagotable.

2) Algo daña la escuela. Hay una suerte de esperanza sobrenatural en la escolaridad. Una fe ciega en que la escuela resuelve todos los problemas del hombre moderno —moderno desde hace doscientos años. Quien no asiste a la escuela se cierra las puertas del éxito, que es decir del paraíso. Así de simple. No tiene cabida en ninguna esfera, llámese social, intelectual, vamos ni siquiera en el crimen organizado. Al punto de que ese individuo puede hacer algo con destreza impensada —por ejemplo, tocar un instrumento; por ejemplo, diseñar alfombras, o hacer muebles—, pero si no aprendió esa destreza en la escuela, o cuando menos si no pasó por la escuela, se le considerará un primate adiestrado y nada más. Acaso un primate diestro y gracioso.

3) Los mediocres consideran la escolaridad el único medio para descollar. Es la clave maestra que les abrirá las puertas del sésamo. Las palabras mágicas. Cualquier esfuerzo que emprenda un hombre para abrirse paso les parecerá banal. Está visto que solo no llegará a ninguna parte. Por más esfuerzo que haga. Está abortado. Y si estudia en el extranjero, mejor, mucho mejor. Porque entonces su espíritu vendrá imbuido de preceptos que miran hacia otros lados. Hacia otros horizontes donde la inteligencia se mide bajo la óptica de otros parámetros. Hay que ver la cara de un egresado de ésos, cuando se mira al espejo todas las mañanas.

4) La escolaridad torna insaciables a los hombres sin estructura. Apuestan todo a la escolaridad. El orbe de la institucionalidad —que es decir del país de las ilusiones— cae rendido a sus pies, y lo valoran con ungida admiración.

5) La escolaridad permea de estulticia las mejores intenciones. Así sea de arrestos creativos. Es de dar risa cuando un escritor imberbe se inscribe en alguna carrera de letras para espolear su imaginación. Los maestros se encargarán de ponerle un candado, y donde antes había una fantasía desatada sólo quedará un intento enmohecido.

6) Para los portadores de gafetes —¿acaso podría nombrárseles los gafetistas?—, asistir a un congreso es motivo de dicha. Porque el gafete les da la seguridad interna, necesarísima para el siguiente paso. Y lucirlo delante de los demás es atribución de unos cuantos. Requisito indispensable del gafete: nombre, escolaridad y universidad. Cuando se sabe que ni José Revueltas ni Juan José Arreola usufructuaron un título, entonces cabe preguntarse en dónde está la gracia. Aunque esta inquietud no le quita el sueño a nadie (a casi nadie).

7) La escolaridad no vuelve sabio a nadie, así sea con todos los doctorados habidos y por haber. Pero la no escolaridad tampoco. Así que es posible toparse con la sabiduría en los minutos y los territorios más insospechados. En aquellas palabras del viejo campesino analfabeto. La escolaridad entonces se convierte en una prenda de vestir; desde luego de marca. En un traje de etiqueta que se ve divino en el lugar y el momento adecuados. Y que fuera de ahí no sirve para nada.

8) La escolaridad genera adicción. La licenciatura no basta. La maestría tampoco. El doctorado menos. Hay que seguir incorporando distinciones. Aquel hombre camina encorvado, el peso de los títulos lo aplasta. Pero qué bien se siente pasear entre la ignorancia y la miseria intelectual. Cosa de verse. Mis credenciales acreditan —de crédito— mi valor. Ahí principia y termina un hombre. Y la competencia es cada vez más despiadada.

9) Lo mejor de la escolaridad son los amigos que se adquieren en el ínter.

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Texto del lunes

Cuento

Dolly

Para Mariana, que ama los perros

Estoy preso en el Reclusorio Oriente de la Ciudad de México, y la verdad no espero regalos ni sorpresas de nadie. Porque es una ilusión que carece de todo sentido. Cumplo una sentencia de 19 años, y desde que el juez la dictó vi venir lo que iba a pasar. Mi mujer emigró a la ciudad de Villahermosa, de donde es originaria.

No sé exactamente por qué hice eso. Me refiero a lo que hice. A lo mejor la decepcioné —eso es seguro pero no es tan grave como para marcharse—, quizás tenía un amante en puerta. Qué sé yo. La cosa es que se vino a despedir de mí, en compañía de mis hijos. Tengo dos —niño y niña. En ese entonces, cuando me vino a decir que se iba de México, ellos tenían cuatro y seis años de edad: el niño —Francisco, Paquito—, cuatro, y la niña —Irene—, seis. Me besaron de despedida, aunque por fortuna no vi lágrimas en sus ojos. Quién sabe qué les habrá dicho su madre, pero no creo que la verdad. A los dos años regresaron. No sé si fue poco o mucho tiempo. La verdad no sé qué pensar. Pero regresaron. Conversamos un rato, y entonces mi hija extrajo de su mochila lo que pensé que era un oso de peluche, y que resultó un perro. O mejor dicho una perra. Viva. Se llama Dolly, como el borrego clonado, dijo. Te lo traje porque como tú eres veterinario, pensé que iba a ser un bonito regalo para ti. Lo puso en mis manos y se fue. Con su madre y con Paquito.

A la semana, ya estaba yo enamorado de Dolly. Qué animal tan extraordinario. Dulce y cariñoso. Dormía conmigo en mi estancia. En mi cama de cemento. Aclaro que la estancia es el dormitorio comunal. Originalmente cabemos ocho presos, pero solemos dormir hasta veinte. En el suelo, encimados, como sea. Uno de ellos, Gerardo el Pezuñas, duerme de pie. Por más increíble que parezca. Siempre me llamó la atención. Hasta que me acostumbré. Como todos.

Dolly iba conmigo a todos lados. Caminaba a mi costado derechita, muy oronda. Algunos compañeros sabían su nombre y la llamaban, pero ella jamás acudía. Yo no se lo había prohibido —hay perros que obedecen órdenes que jamás les han especificado—, pero, como si fuéramos amantes, prefería quedarse a mi lado.

Nunca tuve un problema con ella, quiero decir, que mordiera a alguien o se hiciera del baño en algún sitio inapropiado, menos aún infidelidades como los habría tenido si fuera una mujer. Me refiero a que las mujeres que acostumbran visitar a su marido en los días familiares, terminan acostándose con algún otro convicto con tal de conseguir droga para su cónyuge —más aún: suele pasar que la esposa se enamore del díler y termine abandonando a su marido. Asunto de lo más común en una cárcel.

Como dije, con Dolly no había la menor oportunidad de que esto pasara. A lo más que llegó, fue que un custodio la quiso jalar del pelo. Con el jalón y palabras procaces intentó convencerla. Dolly —de raza callejera, de estatura mediana hasta la cruz, de colmillos largos y punzantes, fuertes como la artillería de un tigre— lo mordió en el dorso de la mano. Fue suficiente. El custodio la dejó en paz. No sin antes pedirle una disculpa que provocó la aprobación y la risa de quienes se encontraban cerca.

Por fortuna, el custodio fue trasladado a otro penal —cosa que se acostumbra para evitar camaraderías entre el personal de seguridad y el de la cárcel—, y yo habría perdido la conciencia del tiempo, es decir de la edad de Dolly, de no ser porque llevaba la cuenta de los años que tenía conmigo —cada año le hacía una muesca en mi banca. Siete en total. Tiempo en el que no había cruzado la menor palabra con mi ex mujer —aunque no nos habíamos divorciado, obviamente la consideraba mi ex—, ni con mis hijos, cosa que sí me dolía.

Si en siete años alguien pudiera decir que suceden cosas, yo no podría afirmarlo. Dolly era mi ángel guardián. Caminábamos juntos por todos los rincones del reclusorio. No se separaba de mí ni yo de ella. Incluso alguien nos tomó fotos y aparecimos en un programa de televisión que algún canal cultural había hecho para difundir la vida de los presos. Como quien dice, las ventajas y las desventajas de vivir privado de la libertad —que también tiene sus ventajas, hay que decirlo. Aunque eso nunca quedó claro en el programa.

Digo que el tiempo siguió su marcha, y las cosas no parecían sufrir ningún cambio. Hasta que empecé a notar cambios en la conducta de Dolly. Lo atribuí a su edad. Ya pintaba canas. Pero cuando digo que su conducta estaba cambiando, lo que quiero decir es que solía brincar de mi cama de cemento en las noches, y perderse en los pasillos del penal. No era común que los custodios dejaran salir a nadie de la estancia, pero con Dolly no había problema. Simplemente se ponía de pie y arañaba la puerta. Yo al principio me inquieté — nunca llegué realmente a preocuparme—, pero no corría ningún peligro. Todo mundo la quería. Y cómo no, si era Dolly, la novia del Reclusorio Oriente.

Hasta que un día amaneció muerta. Un custodio llegó corriendo a avisarme. Fui y la recogí del piso. Con lágrimas en los ojos. Lloré como un niño. Los convictos preferían volver la vista hacia otro lado. No había modo de pararme el llanto.

Decidí enterrarla a espaldas del centro escolar. Hay un pequeño prado donde solía llevarla para que hiciera sus necesidades. Le encantaba su paseo. ¿Pero de qué pudo haber muerto?, me preguntaba yo. No tenía enfermedad alguna. Sólo vinieron a mi mente los cambios en su modo de ser. Se había vuelto más juguetona. Terriblemente más inquieta. Brincaba y brincaba. No parecía agotarse, aunque, insisto, ya no era una chiquilla. Y al revés. De pronto parecía hundirse en un cansancio infinito.

Resolví asearla antes de sepultarla. Nadie más conmigo. Sólo ella y yo. Me percaté de mi torpeza para manipularla. El nulo contacto con animales había pulverizado mi carrera de veterinario. Sin embargo lo hice. Me propuse hacerlo. Tomé una pequeña toalla. La remojé en agua cristalina y enjugué el hocico de mi perra.

Estaba limpiándola cuando advertí que había una especie de talco cristalino en los belfos. ¿Qué diablos era aquello? Extendí mi dedo índice y probé aquella sustancia blanca. Era un derivado de la cocaína. Ni una centésima de gramo. Pero ahí estaba. Sentí que alguien me sorrajaba un batazo en la cabeza. ¿Así que eso era? Por eso su carácter había cambiado. Proseguí la limpieza y localicé lo que sin querer andaba buscando. La puse patas arriba y descubrí su vagina ensangrentada. Poblada de costras aún frescas. De pronto todo adquirió una claridad inusitada. Había alguien entre los convictos —¿entre los custodios?— de una maldad fuera de toda proporción. ¿Uno o varios? Imposible saberlo. ¿Cuánto tiempo llevaban abusando de Dolly? Una pregunta que jamás tendría respuesta.

La enterré como Dios manda. Grabé su epitafio en una cruz de madera: Aquí yace Dolly (1976-1991), quien le dio una lección de vida a la humanidad.

Cada semana le llevo una flor.

¿Y a quién echarle la culpa sino a mí? Debí haberme dado cuenta a tiempo. Debí haberlo previsto. La razón por la que estoy aquí ha pasado a segundo plano. No tiene ninguna importancia.

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Novela

Desgajar la belleza
Primera Parte
Capítulo Nueve

Tú lo entiendes. O habrías de entenderlo. Si fuera a la inversa yo lo entendería. O habría de.

            Íbamos caminando. Ella y yo. Por las calles de la Condesa. Ahí, donde ahora pululan los cafés como las damas en Sullivan. Espera. No te imagines nada. No antes de tiempo. Íbamos caminando. Habíamos charlado de infinidad de temas. De Vivaldi, de la alegría, de las palabras; de las faldas de las mujeres, de las plumas Mont Blanc, de esa sutil y abismal diferencia entre el talento y el genio. La verdad nunca había platicada tanto con esta mujer. Ni me imaginaba que algún día lo haría. Ciertamente me había sorprendido un par de veces. La primera porque la dulzura y el entusiasmo parecen rubricar su persona; la segunda porque es generosa por naturaleza. Se da a manos llenas; como si entregara su amistad de una vez y para siempre, sin medir las consecuencias.

            Digo que ya en la calle – habíamos estado en un pequeño y discreto bar – la charla pareció tomar nuevos bríos. Como si nos hubieran dado cuerda. ¿Cuándo un hombre debe decir sí y cuándo no?, preguntó. Yo ignoro la respuesta, pero aquí traigo conmigo voces luminosas. Respondí. No cabe duda que el azar decide por nosotros. Nos lleva más de un paso. Era una casualidad providencial que preguntara eso; por los libros que llevaba en mi portafolios. Le leí entonces el poema de Kavafis, en la traducción de José María Álvarez. ¿Lo tienes presente?, ese poema que tú y yo hemos leído alguna vez de rodillas:

            A cada uno le llega el día

de pronunciar el gran Sí o el gran

No. Quien dispuesto lo lleva

Sí manifiesta, y diciéndolo

progresa en el camino de la estima y la seguridad.

El que rehúsa no se arrepiente. Si de nuevo

lo interrogasen

diría No de nuevo. Pero ese

No – legítimo – lo arruina para siempre.

 

Se asombró. Sus veintitrés años parecieron erizarse. Es muy bello, dijo. Nos habíamos recargado en un automóvil. Se veía coqueta, o más que eso, deseable: apoyada así, con esas piernas suyas morenas y bien formadas. Espera, le dije. Escucha esto. Entonces le leí aquel poema de Alejandro Roza:

            El sufrimiento escoge a quien mejor

lo representa: ése que va ahí de hombros

caídos, marcado por la derrota.

Alguna vez fue guapo, en las fiestas

las mujeres disputaban sus besos.

O ese otro, que parece caminar

al lado de alguien y que en realidad

va solo. Ni su sombra lo tolera.

El sufrimiento escoge a los que dicen

sí. Porque se entregan sin condiciones.

Porque son torpes y dejan pasar

lo que los hombres que triunfan defienden.

El sufrimiento es la navaja. Sólo

hay que decir sí para que nos corte.

Pero no habían terminado ahí las lecturas. Faltaban las líneas de Michel Tournier: “Los hombres del muy difícilmente imaginan el mundo gris y odioso de los hombres del no, poblado por la estirpe de los antifísicos, quienes temen el contacto cálido, vibrante y generalmente húmedo de los seres vivos. Jamás acarician a algún animal, ni abrazan a un niño espontáneamente; la promiscuidad con el pelaje, las plumas o la piel los molesta, como todo lo que proviene del cuerpo: saliva, orina, excremento, esperma, sangre, sudor.” ¿Y sabes quién dijo esto? Dijo: eso de acariciar a un animal me recuerda a Borges. Por el poema. ¿Cómo va? Y lo repitió entonces. A la perfección:

            Un hombre que cultiva su jardín, como quería

Voltaire.

El que agradece que en la tierra haya música.

El que descubre con placer una etimología.

Dos empleados que en un café del Sur juegan

un silencioso ajedrez.

El ceramista que premedita un color y una forma.

El tipógrafo que compone bien esta página, que tal

vez no le agrada [aquí ella dijo: que tal vez no sea

                  de su agrado].

Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales

de cierto canto.

El que acaricia a un animal dormido.

El que justifica o quiere justificar un mal que le han

hecho.

El que agradece que en la tierra haya Stevenson-

El que prefiere que los otros tengan razón.

Esas personas, que se ignoran [aquí ella dijo que se

                  ignoran entre sí], están salvando al mundo.

El asombrado fui yo. Le dije que “Los justos” es uno de mis poemas preferidos, si no el que más; justo el texto que se relee cuando la adversidad o la dicha desborda nuestras vidas. Le conté que en clases y talleres solía leerlo todos los días, antes de iniciar la sesión; tal cual hacía Casals con la quinta suite de Bach para chelo solo, que la tocaba todas las mañanas cuando despertaba. Una y otra vez se lo repetía yo a los alumnos, porque si comprendían ese poema habían dado un paso en el conocimiento de sí mismos y de la condición humana. Eso le dije. Se me quedó viendo como se observa un barco que se pierde en la distancia, con un aire de suave y envolvente melancolía; me miró, la miré; se me acercó, me acerqué, y nuestras bocas se encontraron. No sé si fue eso, el encanto, el ensueño; o fueron sus senos, delineados y vastos; o sus manos, expresivas y diestras. O esa voluntad que parece gobernar aun los actos más intrascendentes. Lo que haya sido. Pero lo comprobé una vez más: besar es darse. La forma más espontánea, cálida y perfecta de darse. Pero en la misma medida besar es recibir. Porque quien besa acepta al otro. Lo recibe y lo hace suyo. De forma irrevocable. Quién no lo sabe: una vez dado el primer beso, ya no hay modo de echarse para atrás.

             Y más que eso, porque parecíamos dos amantes desesperados. Nos besábamos con tal ardor que los transeúntes se detenían para mirarnos. Hazme el amor, me suplicó. Pero yo no oí. O fingí no oír. Odio violentar las cosas. Prefiero que se cuezan a fuego lento. Que trasunten poco a poco su carácter, sus secretos. Tú me has enseñado a disfrutar eso; a gozar de esa manera: sin prisas, sin precipitaciones. Pensé entonces en cómo la vida junta las cosas. En cómo se empeña en ordenar lo que semejaría un caos irreversible. Pensé en que seguramente tu marido fue quien te puso en ese vértice del placer; él tiene que haberte enseñado a degustar, tú hueles a hombre y lo sabes; y en mi esposa, también pensé en ella. Porque la intensidad le pertenece. Y yo he abrevado de ella. De la intensidad y de mi esposa. De ambas. Así que esa noche, y en esa calle de la Condesa, yo besaba a una mujer; pero en realidad éramos cinco quienes nos besábamos. Quienes nos besábamos y nos tocábamos. Cinco, para no ir más lejos.

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Texto del lunes

Ensayo

El arte de escribir a mano

Para Laurie Ann Ximénez

1) La escritura a mano impulsa la velocidad íntima. “Urge terminar esto”, se dice aquel escritor cuando la mano empieza a manifestar señales de agotamiento. Y prosigue. La escritura en computadora le da la maldita idea al escritor de que todo está resuelto y de que todo está bien. De que puede suspender aquellas líneas en el momento en que lo disponga. De que está amparado por la tecnología. Que las cosas seguirán igual apenas abra los ojos al día siguiente. De que no importa si no termina aquello que está escribiendo.

2) No creo que existan diferencias graves entre el modo como debe tratarse a la escritura y el modo como debe tratarse a los seres humanos. A ambas entidades con recelo. Sin dejarse sorprender más de la cuenta.

3) Entre la escritura a mano y la escritura vía la computadora existen diferencias graves.

4) Entre más escribo más me alejo del que soy, y entre más avanza la escritura más me aproximo a mí mismo.

5) Pocas cosas tan relevantes de un escritor como su cadencia —esa suerte de música interior, y que torna acre el camino —léase a Jesús Gardea—, o bien que pasa de la tierra al aire —léase a Juan Rulfo—, o del aire a la piedra —léase a Agustín Yáñez. Copiar a un escritor a mano permite intuir esa cadencia. Basta con un cuento para percatarse por completo de esa marca.

6) La escritura a mano constituye un lenguaje cifrado. Nadie la entiende mejor que el propio autor. Como si se tratara de un código. Exactamente. Visto así, el autor es autor y decodificador. El día de mañana será transcriptor, cuando vacíe esas líneas a la computadora. Y por último lector —si no es que el buen gusto lo detiene: leer la propia obra, qué horror; ya es suficiente con que la haya escrito. Pudiendo leer tantas otras cosas. O releer. Porque en ese sentido la vida no da para mucho. Y he aquí una diferencia axial entre la música y la literatura. A lo largo de nuestra vida —y sobre todo si se considera vivir en este siglo XXI— es posible escuchar 365 veces la Sinfonía Heroica de Beethoven en el lapso de un año, sin mayor esfuerzo. Con dedicarle 45 minutos diarios es suficiente; pero es difícil creer que alguien haya leído 365 veces Crimen y castigo o Ana Karenina a lo largo de su vida. Y si alguien lo hizo, es uno entre toda la población china.

7) Escribir letra manuscrita con tinta sepia facilita las cosas. Semeja sangre oxidada (de aquellos poemas que en alguna época los jóvenes le hacían llegar a una mujer para demostrarle su amor; o bien para impresionarla —deslumbrarla— y el día de mañana hacerla suya; cosa que les iba a generar más arrepentimiento que satisfacción).

8) La escritura manuscrita debe incitar a proseguir. Mientras va quedando plasmada, mientras va surcando el papel, la moneda está en el aire. Si una línea no impele a proseguir la siguiente no hay nada que hacer. Ese escritor está muerto.

9) La única ventaja de la escritura en computadora a la escritura a mano es que la primera no duele eliminarla. Simplemente se la selecciona y se oprime la tecla del supr. En cambio la manuscrita duele tacharla. Aquella palabra, aquella expresión, aquel párrafo, hay que hacer caso omiso de los dictados del corazón y aplicar la sangre fría. Es el mejor momento en la vida de un escritor que se jacte de serlo. En que se devora a sí mismo.

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Ensayo/Semblanza

Ángela Peralta (1845-1883)

Un anciano se le acerca y le dice: «Luego de escucharla, puedo morir en paz». Esa noche, el anciano muere plácidamente en cama. Había oído cantar a Ángela Peralta, El Ruiseñor Mexicano, y su espíritu se había colmado.

Hoy por hoy, no ha habido otro músico mexicano que despierte con su arte las pasiones y arrebatos que Ángela Peralta provocaba entre las multitudes —aunque los tiempos hayan cambiado.

Ángela Peralta —cuyo verdadero nombre era María de los Ángeles Manuela Tranquilina Cirila Efrena Peralta Castera— nació el 6 de julio de 1845 en la ciudad de México. El origen de la soprano fue humilde en extremo, careció prácticamente de recursos, por lo que tuvo que trabajar desde muy pequeña. Ante la pesadumbre de los padres, la niña obtuvo empleo de sirvienta en la casa de alguna familia de postín.

Su padre, Manuel Peralta, hombre ejemplar que respetó y apoyó la vocación de su hija, no podía satisfacer la manutención de su familia, y su madre, Josefa Castera, mujer sencilla y de espíritu infatigable, advirtió en Ángela dotes excepcionales para la música. Era tan evidente la inclinación de la menor por el canto, que el padre decidió redoblar sus esfuerzos y ponerle un maestro.

Por aquel entonces, el bel canto tenía especial auge en la capital del país. Privaba la música de corte italianizante, y hasta el menos instruido de los habitantes de la ciudad guardaba devoción por sus cantantes favoritos. El padre de Ángela no era precisamente ajeno a este fanatismo, y escoge a Manuel Barragán como profesor de solfeo de la niña pues algo en su corazón le dice que su hija será grande.

Y desde que se presenta en público por vez primera, en tertulia musical de las que organizaba una señora de apellido Galván, Ángela Peralta sorprende por su voz diáfana y el ardor con que acomete la cavatina de Belisario, de Bellini. Tiene entonces ocho años y su memoria registraría los besos de aquellas personas que tocaron su frente, como premonición de las futuras coronas que adornarían su cabeza.

Es el año de 1854, y Ángela Peralta cambia de maestro; de ahora en adelante la figura de Agustín Balderas se convertirá en un ángel guardián de la niña prodigio. Paso a paso, la va adiestrando en el arte de la música, y lo mismo en el estudio de la voz que del piano y la composición. La niña vence los obstáculos más escabrosos con una facilidad innata, y la gente se agolpa en la calle para oírla cantar tras la ventana.

Dos cantantes se disputaban el favor del público mexicano, representadas ambas por sendas compañías y teatros. La Balbina Stefenone, que triunfaba en el Teatro Oriente; y Enriqueta Sontag, que tenía su público en el Teatro Nacional, y que siendo de origen alemán había reclamado para sí la preferencia incondicional del público masculino. Pues los padres de Ángela solían hacer rendir al máximo su presupuesto, y llevar a la niña a la ópera. Ella se deslumbraba de las fastuosas escenografías y la riqueza de los vestuarios, y más aún: memorizaba las arias más difíciles como si fueran canciones de cuna. Salía de escuchar a la Sontag, y camino a su casa la imitaba con gracia y fidelidad; pero no los gestos o la simple tonada, sino las modulaciones, los matices y los registros de la privilegiada voz teutona.

Por intermedio de algún tercero, se le consigue a la niña una audición con la Sontag. Cuando ésta la ve entrar, estalla en carcajadas: si no es más que una niña, y además tan fea. Pero cuando la Peralta empieza a cantar y a sortear las dificultades que le son antepuestas, Enriqueta Sontag la cubre de besos y llora profusamente. Le regala una pieza de música y le dice: «Si tu padre te lleva a Italia, serás una de las más grandes cantantes del mundo».

Y es que Enriqueta Sontag, como buena alemana, no sólo había advertido la espléndida voz y el hermosísimo e impecable timbre, sino la intuición de la niña para moverse en el laberinto de la música como en su propia casa. Curiosamente, un mes después de haber formulado su vaticinio, Enriqueta Sontag muere enferma de cólera. Y ambas compañías le hacen un homenaje luctuoso en la Profesa, cantando un sentido Réquiem.

Agustín Balderas, el maestro, no pierde la cabeza, y obliga a su alumna a ceñirse a la disciplina. El elogio de la Sontag será humo si abandona el rigor. Agustín Balderas era figura; precisamente fue uno de los jurados que ese año de 1854 premiaron el trabajo de Jaime Nunó y González Bocanegra: la Gran Marcha Marcial, que cambiaría su nombre por el de Himno Nacional.

Aplicada con ahínco al estudio, pasarían seis años hasta el debut de Ángela Peralta como cantante profesional. En 1860, los discípulos de Agustín Balderas deciden poner la ópera que mejor tenían ensayada: El Trovador, de Verdi. Se fija la presentación para el 18 de julio de 1860. La soprano tenía 15 años e interpretaría el papel de Leonor. Y en forma natural y espontánea se fue corriendo la voz entre los seguidores de la ópera, del portento que era la Peralta. Hubo que prohibir la entrada a los ensayos, pues la gente se arremolinaba y hacía perder la concentración de músicos y cantantes. Todo mundo quería escuchar a la nueva primadona. Los asientos se habían vendido en su totalidad con días de anticipación, y luego del evento el público no sólo satisfizo su pronóstico sino que salió doblemente complacido: por fin una cantante mexicana estaba a la altura —o más allá— de las mejores europeas.

Este debut sería el impulso y la confirmación que la artista necesitaba para marchar a Europa. Don Manuel Peralta, deseoso de que su hija progresara y se templara internacionalmente, trabajó como nunca se imaginó que podría hacerlo, y siete meses después de aquel Trovador inolvidable, parte con su hija y el maestro Balderas a Europa.

De paso hacia Italia, en donde perfeccionaría sus estudios, la Peralta canta en España, pero en exclusiva para los amigos de su maestro Balderas y algunos periodistas del medio. Causa tal conmoción, que los diarios la anuncian como la más grande promesa del bel canto; y a partir de ese momento se le acuña el afortunado epíteto de El Ruiseñor Mexicano.

Cinco años permanece en Europa bajo la tutela del prestigiado maestro Francesco Lamperti. La Peralta avanza a pasos agigantados, y en ese lustro reafirma definitivamente sus conocimientos al presentarse en Milán —donde residía—, Turín, Bolonia, Reggio, Lisboa, Bérgamo, Lugo, Forli y Alejandría (Egipto).

Por lo pronto, el 13 de mayo de 1862 canta en el Gran Teatro Scala de Milán, interpretando la Lucía de Lammermoor. Hay expectación por verla, pues tanto elogio ha terminado por hacer desconfiar al público italiano, desconfiado por naturaleza. Poco se solía ovacionar en la Scala, y según testigos se le da un aplauso verdaderamente inusitado. Canta Lucía 23 veces consecutivas, con lleno absoluto, y se dirige a Turín donde interpreta Sonámbulos, de Bellini, en el Teatro del Rey. Gusta tanto, que la obligan a salir 32 veces en agradecimiento a la ovación, que parecía no terminar nunca.

En Alejandría de Egipto le conceden el honor de inaugurar el Teatro Zizinia. Y le ofrecen contratos sucesivos en Reggio, Pisa y nuevamente Turín. Más tarde se presenta en Bérgamo, y es tal el entusiasmo que provoca que el público desengancha los caballos de su carruaje, y en lugar de bestias tiran hombres de él. Se le regala una corona de oro y el mismísimo hijo de Donizetti se presenta en su camerino cuando acaba de interpretar Lucía, le besa la mano y le dice: «Hoy más que nunca siento la muerte de mi padre, pues no oyó a la mejor intérprete de su divina ópera; permítame usted que en su nombre bese la mano de la gran artista».

De Bérgamo partirá para Cremona y después Lisboa. En la capital de Portugal le es obsequiado un collar de 12 brillantes, puros, limpios y de idéntico tamaño. Esta joya sería muy codiciada en México, y el propio general invasor francés Bezaine, en 1866 afirmaba que pagaría gustoso 10 mil pesos oro por ella.

Se presenta en Bolonia y la crítica se desborda en elogios. El Ruiseñor Mexicano posee cualidades de gran maestra: su voz le permitía desplazarse en cualquier tesitura, y así lo mismo cantaba como soprano que contralto, y las melodías fluían sin disonancias ni tropiezos, límpidas, tersas, y sin esfuerzo alguno.

Antes de regresar a México pasa por París. Canta un recital de arias, muy al estilo de la época. París, entonces capital mundial del arte, le da una bienvenida exultante. Se escribió de ella: «La voz de la Peralta es de una pureza extraordinaria y de una notable entonación. El método no deja nada que desear. Las vocalizaciones, los trinos, las cadencias, son ejecutadas con valentía y precisión excepcionales».

E1 20 de noviembre de 1865, Ángela Peralta hace su entrada a los perímetros de la ciudad de México. Desde su casa —ubicada en el centro— hasta Iztapalapa, sus fanáticos forman una valla. Ese día se agota el transporte, pues nadie quiere quedarse sin ver a la primadona. Y cuando doña Sofía Castera se apea de su carruaje para correr al encuentro de su hija Ángela, abrazarse y besarse efusivamente, los varones se descubren. La comitiva continuó su marcha y hubo de hacer cuatro interrupciones, ya que en el trayecto se improvisan entarimados donde la Peralta canta arias y canciones mexicanas y de su propia inspiración. Enfrente de su casa no basta con una tarima sino se le organiza un suntuoso homenaje. Los alumnos de San Carlos le colocan una corona mientras la Banda de la Policía entona el Himno Nacional, que el público canta entusiasmado. Se gritan vivas, que pasan de alabanza a la Peralta a la exaltación patriótica, en virtud de que Juárez, al frente de los liberales, se encontraba en el exilio, y Maximiliano usurpaba el poder.

Se fija el 28 de noviembre para que El Ruiseñor Mexicano se presente en el Teatro Imperial. Agustín Balderas dirige la orquesta y se escoge Sonámbulos como ópera inicial. Bastó que la Peralta pisara el escenario para que el público la ovacionara por largo tiempo, y que terminara su actuación para que se le arrojaran no nada más decenas de rosas sino poemas escritos durante la representación; poemas cuyo destino, si bien les iba, era ser leídos por los ojos de la soprano. En efecto, de ahí y hasta su casa, la cantante caminó sobre esos dos elementos que parecen surgidos de las mismas raíces: flores y poemas; ciertamente, los —en su mayoría— sonetos eran inspirados por la voz de la primadona y no por su físico, que era menos que medianamente agraciado.

Se propone entonces la primera función de beneficio para Ángela Peralta. Ha dado con igual éxito actuaciones por dos meses, y el 20 de enero de 1866 se designa como el día en que el público pagará un donativo voluntario. Desde Maximiliano, que envió a la Peralta un aderezo de brillantes y que aceptarlo le costó a la diva una fuerte crítica del liberal Ignacio M.
Altamirano, hasta el último de sus fanáticos, el Teatro Imperial no se dio abasto y se recaudaron 19 mil 900 pesos, una fortuna en aquellos años.

Pensando en el público del interior de la República, se planea una gira por diversos estados. Ángela Peralta —que nunca se olvidaría de su origen humilde— canta para todos los públicos, tanto en teatros donde el boleto cuesta lo suyo, cuanto al aire libre, en plena calle. Y es suficiente con que la gente común la reconozca para que ella le obsequie con canciones. Igual organiza conciertos para niños huérfanos y menesterosos, y la Peralta en persona vende boletos de puerta en puerta convenciendo a los pudientes de que paguen más por perseguirse un fin noble.

Se casa entonces con su primo hermano Eugenio Castera, matrimonio que significaría el principio de su ruina. Emprende una nueva gira por la República y en Zacatecas es halagada con una hermosa águila de oro puro asentada en una base de plata, cuyo peso es tan exagerado que tienen que cargarla cuatro hombres. Pasa por Guadalajara y los ciudadanos se unen a los albañiles para terminar el Teatro Alarcón —que después sería Teatro Degollado— y que lo inaugure la soprano.

Realiza una gira más a Europa, que estará subrayada por dos acontecimientos: cosechar el prestigio y el cariño que ha sembrado entre los públicos más exigentes del Viejo Mundo, y advertir en su esposo extraños comportamientos, que van desde agresiones hasta pérdidas de la memoria.

Antes de cantar en Europa lo hace en La Habana y en Nueva York, y los aplausos de público y crítica la alcanzan en Módena, Florencia y Madrid. Tanto éxito no la envanece, y cuando retorna a su país funda su propia compañía. Pero no sólo es empresaria, sino enfermera de su esposo, que ha extraviado la razón. Se asocia con el célebre cantante Tamberlick, quien la respalda en su Compañía y con el que se presenta en exitosas temporadas. A su lado estrena la ópera Guatimozín, del compositor mexicano Aniceto Ortega. Es la noche del 13 de septiembre de 1871. Estrena en México, además: La fuerza del destino, de Verdi; Los puritanos, de Bellini, y La estrella del Norte, de Meyerbeer, entre otras.

Se enamora de su administrador, Julián Montiel Duarte, y la maledicencia corre de boca en boca. Ha tocado a la sociedad mexicana de la época en su único punto débil: la moral vulgar y ramplona. Se la condena al silencio y su público la abandona. Hace esfuerzos titánicos por complacer a los fanáticos pero la actitud es unánime. El 28 de marzo de 1880 canta Aída, y es tal el encono y la injuria, que el público la sisea, gritándole vulgaridades y procacidades. Ángela Peralta jura entonces no volver a trabajar en la ciudad de México. Viaja por el interior de la República y su situación no se remedia. Al parecer, el público mexicano no sabe separar arte de intimidad. Se traslada de un extremo a otro; está por declararse en quiebra cuando llega al puerto de Mazatlán. Toda la compañía se prepara arduamente para actuar ante el público mazatleco; pero en esos días en un barco que arriba al puerto trasladan el cadáver de un gringo, muerto en altamar. Lo sepultan y la fiebre amarilla cunde. El 24 de agosto Ángela Peralta dirige el ensayo de la ópera, pero la función definitiva no puede llevarse a cabo porque uno tras otro se van muriendo los integrantes de la compañía. Así, e1 30 de agosto de 1883, Ángela Peralta muere. En menos de una semana, la fiebre amarilla ha dado cuenta de 76 de los 80 miembros que viajaban con la primadona. Por cierto, uno de los sobrevivientes fue Juventino Rosas. En artículo mortis, la Peralta se casó con Julián Montiel Duarte. En 1917, sus restos fueron trasladados a la Rotonda de los Hombres Ilustres.

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Texto del lunes

Aforismos

El oficio de leer

1) Las letras desgajan su belleza delante del lector. Basta con articular una letra con la siguiente, una palabra con la que viene, un párrafo con el sucesivo, un capítulo con el subsecuente, para que el acontecimiento se produzca.

2) El lector verdadero suele repetir la lectura de aquellas líneas que han atraído su atención. Para lo cual pone en juego su voluntad. Se aísla. El resto del mundo puede venirse abajo, y él se mantendrá impertérrito. Quiere tocar el fondo de la condición humana. Aventurarse en el corazón mismo de la historia de la humanidad, que eso y no otra cosa es la construcción de cada obra literaria.

3) El arte de la lectura es la otra parte del oficio de escribir. Sin aquél no habría éste; y sin éste no habría aquél.

4) El arte de la lectura excluye a la prosaica de la literatura oral.

5) El lector de la palabra construye imágenes que a la vuelta de las páginas se transforman en ciudades. Pues al escritor no le basta tocar el corazón de un hombre; ambicioso por antonomasia, su cometido es el corazón de la humanidad —que es el de un hombre, acotaría Tolstoi.

6) El arte de la lectura se practica con igual certidumbre en voz alta que en el más urdidor silencio. Depende de las circunstancias. En voz alta cuando la prosodia de aquel escritor exige sentir en voz alta la cadencia, que acaricia aun los oídos más obtusos; en silencio, cuando el impacto sonoro reverbera en el interior. Entonces el espíritu se colma de un añadido por el lado de la satisfacción musical. Un asunto entre oídos.

7) Durante el acto de leer, el espíritu se somete a una consagración creciente y unívoca. Nada queda fuera de esa marea de transformación enriquecedora.

8) El hombre que lee es uno al principio de aquella lectura, y otro al final. Si es que lee con los ojos del niño. Sin ponerle peros a las cosas. Nadie le hará una prueba de fuego enseguida de aquella lectura; más que él mismo.

9) El arte de la lectura se ejercita en forma individual pero aproxima a los hombre entre sí. Todos los hombres que han leído a Shakespeare, atesoran la tragedia vuelta desgarramiento y belleza, lucidez y arrebato.

10) El arte de la lectura se mantiene alejado de las modas. Pues los escritores en boga están contaminados de publicidad y juicios insensatos.

11) El arte de la lectura no tiene nada que ver con las listas de los libros más vendidos.

12) Leer a Marco Aurelio es estar en el crisol de la moda. Sobre todo porque no se puede comentar más que con unos cuantos. Lo cual lo sitúa en el círculo estrecho de la lectura por encima de los prejuicios del tiempo y el espacio.

13) Basta con ver las reacciones de encantamiento y prodigio de un niño cuando lee, para entender lo que es el arte de la lectura.

14) Cuando se lee durante el embotellamiento vial, desaparece el tráfico.

15) Nada tan eficaz como la lectura para atenuar el estrés provocado por las interminables esperas. Si se leyera en las filas perpetuas de los bancos, de las oficinas burocráticas, de las verificaciones automotrices, entonces se querría que la espera durara más tiempo.

16) El arte de vivir le roba tiempo al arte de la lectura. Paradójicamente, el arte de leer enriquece la vida.

17) Cuando a lo largo de la jornada no se ha leído nada, ni siquiera el lomo de un libro, ni siquiera el  nombre de un autor, el oxígeno parece acabarse.

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Aforismos

Aforismos escolares

1) El sueño de todo hombre casado es entrar a un bar y ver a su mujer acodada en la barra, flanqueada por dos hombres que a todas luces la desean.

2) Cuando un hombre le pega en las nalgas a su amante, se pregunta por qué nunca le ha podido poner la mano encima a su esposa. Con tanto placer que la violencia le proporciona. No ha podido hacerlo porque vive en un territorio de falsedades. Principiando por la felicidad de su hogar. Parcela de hipocresías.

3) La doble moral —principio de la cofradía judeo-cristiana— le permite a un hombre tratar con solemnidad a su esposa, como si fuese una pieza de museo. En cambio, podrá cristalizar todas sus fantasías con su amante. Desde pegarle cachetadas hasta cogerla por el culo. Sin remordimientos ni sentimientos culpígenos. Es el principal motivo para tener amante. Gozar de ella. Que por regla general es el hombre quien busca amante, y no al revés. Porque la mujer casada sabe que tiene en su favor esas cosas que se llaman hijos. Cree a pie juntillas en esa máxima putrefacta del hasta que la muerte nos separe.

4) Feliz el hombre que goza de su amante. De él será el reino del cuerpo. El único cuya existencia nos consta.

5) El hombre casado vive en el departamento de lo que dicta la ley —de Dios y del Estado—, sin poder desplazarse un poco más allá porque en el acto lloverá sobre él la incordia de los persignados, y la envidia de los pusilánimes —léase de los enanos de espíritu, que no ven más allá de sus narices.

6) La mujer casada reprueba el amasiato si es su marido quien tiene amante. En cambio está de acuerdo con él si su marido le es fiel. Y se expresa benévolamente de las relaciones humanas en todas sus modalidades.

7) La mujer casada aprueba el amasiato si es ella la infiel. No perderá oportunidad de lamentarse de su marido cuando esté en brazos del amante. Hablará horrores de él. Su sed erótica quedará satisfecha, y sólo se mostrará gozosa con su esposo si hay algún interés de por medio. Porque de preferencia se acostará dándole la espalda. Cuando no en camas separadas.

8) Por los puros pies de la mujer, los amigos del marido saben qué tan complacida está en la cama. Y si está bien cogida —lo cual acontece muy de vez en cuando— se les antojará ponerla a prueba; y si no lo está, se sentirán obligados a domarla.

9) La mujer casada sabe que si abre las piernas un poco más allá de lo acostumbrado, su marido se tornará en su amante. Y las puertas del cielo le serán clausuradas.

10) El esposo que al momento de hacer el amor le dedica a su esposa las palabras más respetuosas, no sabe con quién se casó.

11) La amante disfruta lo mismo las palabras decantadas que el lenguaje procaz. Con ella, su macho es un cabrío salvaje. Aunque por las noches acuda a la cama con su marido, y le exija respeto y dulzura.

12) El único matrimonio aceptable es el que vive en equidad de condiciones. Que ambos sean infieles. Que ambos tengan su amante respectivo. Ese matrimonio respirará el feliz pan de la justicia divina. Que es el único modo posible de meterle una zancadilla a Dios. Porque ninguno engaña al otro. Situación por demás de privilegio. Pero que no se llegue al amasiato por venganza. Qué podredumbre. Se debe llegar por el deseo. Por el sexo. Por la admiración.

13) A la mujer se la incita para que cambie de hombre. Con cada amante se ejercita en el arte de amar. Está en su derecho.

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Música

Tercer concierto para piano de Rachmaninov

Es mi favorito de los conciertos de Rachmaninov. Aunque el segundo le sigue muy de cerca este tercero es todavía más intenso, más tempestuoso, más pasional. Y mejor construido.

         Lo tengo interpretado por varios pianistas, y a veces, cuando recibo una visita inesperada, y sobre todo si viene armada de una botella de vino, pongo este concierto. Me gusta ver cómo la música va atrapando el alma de aquella persona, cómo su rostro se va transformando en un manantial de emociones.

         Pero voy demasiado aprisa. Soy un hombre común y corriente, sin ninguna gracia, y me acontece lo que le acontece a cualquier hombre común y corriente, de esos que se enamoran de la muchacha buena de la película, o ya de perdida de la banda sonora, esto es, de la música de aquella película. Piensen en un hombre que entra sin compañía a algún cine (ése soy yo), en un misántropo que se mete a ver películas para distraerse un poco, o acaso para sumirse en la oscuridad y pasar inadvertido. Pues bien, este hombre, con unas palomitas en la mano derecha y un refresco en la izquierda —en el que ha vertido dos botellitas de muestra de tequila—, piensen en ese hombre muy quitado de la pena, rumiando su amargura, cuando de pronto irrumpe desde la pantalla el tercer concierto para piano de Rachmaninov. Este hombre nunca había escuchado este concierto. Ahí se conocen por primera vez. El concierto le extiende la mano al hombre y el hombre la toma. Sin pensarlo dos veces. Las consecuencias producidas por la belleza de este concierto son instantáneas. Incluso el argumento mismo de la película —Claroscuro, se llamaba— pasa a segundo término.

         Pero aquí comprobé algo que quiero destacar: el efecto levantamuertos de la música. Yo entré uno al cine y salí otro. Aquella música inoculó mi espíritu de un vigoroso optimismo y entusiasmo a toda prueba. Ciertamente estaba yo devastado —por razones que nunca de los nuncas contaría en público, pero que conocen de sobra todos los hombres cuyo corazón ha sido engullido por una mujer sin piedad—, digo que si me evoco maldito una mañana fue aquella, y lo tengo tan claro precisamente por el efecto contrario. Entré maldito y salí bendito, con el corazón muy arriba. A veces no basta con que la música sea hermosa y extraordinaria, a veces hace falta que también propague miligramos de adrenalina, ardientes e inextinguibles en el corazón. No creo que ningún otro ser, como aquel tercer concierto para piano de Rachmaninov, hubiera podido lograr eso conmigo. Porque la música remolca el carro de la exaltación. Y esta música del ruso Rachmaninov es así: exige mucho porque da mucho. Este tercer concierto va dejando a su paso almas colmadas de vida, trágicas, que aman la vida hasta las últimas consecuencias, no pusilánimes —aquellas que se inclinan por la mediocridad. Y ahora me pregunto si Sergei Rachmaninov se imaginó alguna vez que su música produciría estos sacudimientos en los hombres. Tal vez sí. Él mismo era pianista de sus conciertos. Él mismo sentía ese río de lava irrigar su sistema nervioso, e ir de un extremo a otro de todo su ser. Y volcarlo en el público. Él mismo se percataría de los alcances de su música. Quizás por esa razón, porque tenía muy claro su lenguaje musical y la reverberación que provocaba en quien lo escuchara —un lenguaje poderoso, pero de una sencillez y claridad ejemplar—, no cedió un ápice a las exigencias de los ismos de moda en su tiempo. Para él nada de aquella música ininteligible. Para él la música vuelta pasión, como nos lo demuestra nota a nota su tercer concierto para piano. Que ahora mismo hay que escuchar.

Discografía. Hay muchas versiones de este concierto, pero no tantas como uno podría imaginarse. Quizás porque es uno de los conciertos más difíciles para el instrumento. Yo tengo tres, y no es presunción. La que más escucho —seguramente porque el disco lo tengo a la mano— es la de Horowitz con Fritz Reitner y la orquesta de la RCA Victor, y enseguida la de Ashkenazy con Bernard Haitnick y la Real Orquesta Concertgebouw; pero cómo dejar de lado la de Rafael Orozco con la Orquesta Filarmónica Real bajo la batuta de Edo de Waart.

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Texto del lunes

Artículo
Bukowski

Sé de sobra que un poema más no agrega ni quita nada a tu figura heroica, a tu andar cansino por los límites de la condición humana. Vaya con un poema, te has de decir, a mí de qué diablos me sirve un poema, lo último que yo quiero es un poema habiendo cosas mucho más interesantes: como una anforita de agreste mezcal, cierta tanga aún olorosa a esa extraña mixtura, o apenas unas notas, aunque sea unas cuantas, del maese Mozart, mi favorito, el señor Mozart, que en mis oídos dejara acaso la mejor noticia del mundo: la música. Para qué diablos un poema. Cierto. De qué te sirve a ti un poema cuando en cambio le podríamos pedir a cierta chava —no te la vas a acabar cuando te la presente— que se ponga sus medias y su vestido azul, y lenta, pero muy lentamente, se desnude para ti, que se plante ante el espejo y se desnude pensando en ti: que pase por tu nariz cada ropa de la que se desprenda, que unte en tu rostro inmundo la seda oliente a mujer, y luego que lleve tus manos hacia sus senos y te obligue a masajearlos, a oprimirlos, a lastimarlos —le encanta, en serio le encanta. Con eso te levantas, maestro Bukowski, con eso regresas a tu imperio. Mejor que con un poema, si ahí donde estás ahora está prohibida la lectura, si ahí tienen buen gusto y sólo admiten la compañía de los que se atreven a tocar la dicha. Pero ni modo, he aquí tu poema, sólo por llevarte la contraria, por no dejarte reposar en paz, por invocarte y estropear tu vida eterna:

Tú tienes la culpa, Charles Bukowski.
Donde estés ahora, en este momento que las palabras
caminan por sí solas y parecen
negarte, yo te traigo hasta mí
te invoco y te conmino
a que me abras el pecho y extraigas
mi corazón
este oscuro corazón que late sólo
para ofrecerte su sangre,
para amarte de rodillas
y hacer el amor con la madre que te parió.
Bukowski
observa la noche y las mujeres que te esperan
justo donde tus pasos por fin digan ya.
Observa y descubre lo que existe ahí,
exactamente ahí,
en el centro de la noche,
en el punto más lejano de la oscuridad.
Pero no te detengas más de la cuenta.
no confíes en nadie,
menos en un poeta que trata de seducirte,
de incrustarse en tu alma.
Te debo mucho
por eso mismo sería inmensamente feliz
destruyéndote
deteniéndote mientras otro te golpea.
Has dejado muchas y largas noches.
Páginas desafiantes de belleza,
en las que aún es posible percibir
tu execrable tufo.
Caídas, azoro, pudor —nadie como tú
ha escrito en forma tan elocuente del pudor—,
jirones de vida,
bares en los que campea el último trago.
Balzac habría besado tus labios
—Mozart también.
Bukowski, déjame terminar este vaso de whisky
antes de correr a tu lado. No me dejes solo.
No ahora.

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Cuento

El revólver

Se quedó mirando fijamente el revólver. Parecía un arma común y corriente. Y era cierto, no tenía nada de especial: un arma gris, ni siquiera sostenida por una cacha nacarada, blanca o de color plata. Era una pistola a la que cualquier hombre conocedor del arte y la ciencia de la armería, habría visto con desdén. Más aún: el calibre .38 no era especialmente mortal, quizás mataría, quizás no. Habría de ser un tiro preciso y exacto para que en efecto causara un daño irreversible.

            Su vista se volvió entonces a una imagen de la Santísima Trinidad.  Qué gran misterio se ocultaba en esa tríada. Recordó las veces que su madre le había explicado por qué y cómo era posible que en la religión hubiera ese tipo de misterios. Él nunca lo había entendido. Pero tampoco importaba, porque los dogmas de fe estaban exentos de la razón y el entendimiento. Reparó en que, para ser sinceros, había muchas cosas que no comprendía. Por ejemplo, las noticias que solían aparecer en los periódicos: las guerras, la rapiña en las inundaciones, el tráfico de estupefacientes, todo eso, aunque se empeñaba en comprenderlo, escapaba a su inteligencia.

            Dejó el revólver y respiró profundamente. Se consideraba torpe en el uso de las armas. Acaso había tirado una vez, con el rifle de su padre, un calibre .22. Qué linda arma, se dijo. Una sola vez su padre se lo prestó. Era un domingo. Luego de haber asistido a misa de ocho de la mañana, su padre le había dicho que se preparara, porque ese día se iba con él a practicar el tiro al blanco a una zona boscosa de los alrededores de la ciudad de México. Hacia el Ajusco. Los ojos se le iluminaron. No era común que su padre lo invitara a ningún lado. Huraño y silencioso, jalisciense recalcitrante, el hombre prefería mantenerse alejado de la familia.

            Una vez más sopesó el revólver. Le habían indicado exactamente cómo funcionaba; inclusive lo habían adiestrado en la técnica de tiro. Porque disparar no era sencillo. Y menos con pistola. Había que sostener la mano con la suficiente firmeza y flexibilidad para que el arma no latigueara y el tiro se desviara del blanco. Había que apuntar más por intuición que por exactitud. No había de otra: las circunstancias en las que dispararía serían extremadamente difíciles. Si las cosas salían bien o salían mal, en gran parte se debería a su modo de amartillar el arma, a la seguridad y convencimiento con que la tomara. Le habían hecho especial énfasis en otro punto: la pistola era extremadamente engañosa y huidiza, por lo que entre más cerca estuviera de su objetivo, mejor. Conocedores de las reacciones humanas, habían añadido: “Aprovecha el caos, el descontrol, la confusión, y dispara una vez más, dos veces más, tres, lo que sea necesario pero mata. Tienes doce balas en el cargador”.

            ¿Por qué matar ahora a esta persona? Eso no le importaba. Nunca discutía las órdenes. Simple y llanamente asentía sin protestar.

            Aunque no era por protestar por lo que se distinguía. Lo mismo en su casa que en las reuniones a las que asistía, solía obedecer las reglas, adaptarse lo mejor posible a ellas. Seguía el ejemplo de Róger. Róger lo obedecía en todo y era un perro feliz. Nada que ver con Lucía, su vecina —de quien todos sabían su nombre—, la chica a la que había espiado por más de seis meses en la azotea vecina. Qué maravillosas aquellas noches. Apenas regresaba de su trabajo, corría a la azotea de su casa. Si su madre lo hubiera visto, le habría preguntado adónde iba con tantas cosas: un cojín del sillón de la sala, una Coca-Cola, una chamarra con capucha y unos binoculares. Entonces se ponía en cuclillas enfrente de la ventana de Lucía, y veía todo lo que sus ojos abarcaban: veía los pechos de la mujer, los muslos, las nalgas, la veía mirarse en el espejo y desnudarse lentamente, con una lentitud que habría desesperado a las piedras. Se agachaba y permanecía así, mostrando su culo largos y asfixiantes minutos. Hasta que la mataron. Crimen que permaneció impune. Alguien había encontrado su cuerpo en un lote baldío. Violentamente asesinada. Dos calles más abajo. Pero él se sintió culpable. Debió haberla protegido aun en el silencio.

            Pulsó nuevamente la pistola. ¿Cómo era posible que un arma tan simple pudiera ser su pasaporte para una vida mejor, o cuando menos para que se diera ciertos gustos? Lo ignoraba. Palpó el cañón, el gatillo, el percutor. Sintió el peso, el balance. No pudo evitarlo y una gota de sudor corrió por su nuca. Hacía calor, cierto, pero no se requería mucha sabiduría para saber que no era una gota provocada por el clima. ¿Y si todo salía mal?, ¿si se suspendía el evento por cualquier circunstancia que no estuviera prevista?, si el cielo se nublaba y caía un aguacero terrible, ¿qué pasaría? Nada. Todo estaba en las manos de Dios. Tenía fe. De hecho, era un hombre de fe inquebrantable —al menos así se lo señalaba su madre a la menor oportunidad.

            Dejó la pistola en paz y abrió el cajón de su buró. Buscó febrilmente y encontró lo que buscaba: un viejo cuaderno de espiral. Ahí figuraban sus pensamientos, su devenir, aunque no era precisamente un diario, sino más bien una compilación de sus ideas. Fue hasta la última hoja y leyó: Dios vive en mi corazón y en el corazón de todos los hombres.

            Se levantó, se puso el revólver al cinto y salió de la casa, no sin antes pedirle la bendición a su madre. Consultó el reloj. Había llegado el momento.

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