Novela
Desgajar la belleza
Primera Parte
Capítulo Dos
Nos impactó la muerte de Marguerite Duras. Era una escritora de una pieza, aseguraste. Y tanto como autora de aforismos como de novelas. Y añadiste: así ha de haber amado. Como sus aforismos acerca del acto de escribir. De la escritura en su totalidad. De lo que ha significado la acción de leer y escribir. Siempre. Desde tiempos inmemoriales. Intensamente, demencialmente. Escribir como amar. Eso ha significado escribir. Eso dijiste. No son palabras mías. Yo lo recuerdo tan claro que te estoy viendo ahora mismo decirlas. Con esa vehemencia tuya.
La noticia nos sorprendió en mi casa. Te habías empeñado —ah, las mujeres— en conocer mi espacio, el lugar donde escribo. Como si tuviera algún chiste. Pero si escribo en cualquier parte: en el comedor, en la cocina. ¿Pero no tienes un sitio especial? —me preguntaste cuando íbamos en el coche. Pues sí, tengo un escritorio lleno de imágenes de músicos. Pues quiero conocerlo. Y lo conociste.
Tuvimos que esperar, naturalmente, que mi esposa se fuera a Cuernavaca con los niños. Así que entramos y lo primero que te sorprendió fue la sobriedad en que vivo y la escasez de libros. Ven, y te llevé de la mano al estudio. Bueno, si es que eso es un estudio: una habitación de escasos dos metros cuadrados. Me pediste que te dijera los nombres de los compositores que protegen mi escritorio: Schumann, Mendelssohn, Schubert, Beethoven, Mozart, Tartini, Tchaikovski, Bach… Entonces, no sé cómo, pero abrimos el periódico y nos encontramos la amarga nueva. Algo se ensombreció entonces. Te me quedaste mirando, me diste un beso y suplicaste —con esa voz tuya, con esa divina voz que me enciende la sangre—, me suplicaste —con esa voz espléndida, cuya sola evocación me trastorna el sistema nervioso—, me suplicaste que te pusiera música francesa y que bebiéramos vino francés. No importaba que Marguerite Duras hubiera nacido en Asia, me dijiste al oído, su lengua era el francés y eso era lo único importante. Fui a la esquina por el vino. Salí a la calle y de pronto cerré los ojos. Le pedí a Dios que no fuera todo un sueño, que estuvieras ahí cuando regresara. Que no fueras a desaparecer, no sin haberte amado.
Cuando volví la música de Debussy llegó hasta mis oídos. Ya habías puesto música francesa: su cuarteto de cuerdas. Ah, qué música tan bella, tan sutilmente bella, exenta de todo arrebato, de todo temperamento exacerbado. Bruñida como un lienzo de Manet. Salpicada de emociones, como un lienzo de Seurat. Descorché la botella y desbordé —es un decir— dos copas de cristal cortado, verdes, en las que mis abuelos maternos brindaron el día de su boda. Qué importaba que el vino se hubiera oxigenado lo suficiente o no. Qué más daba si las copas se rompían en ese momento. ¿Pero dónde estabas tú? Grité tu nombre pero nadie respondió. Grité aún más fuerte y lo mismo. Se fue, pensé. Esto es demasiado fuerte. Se marchó. Me dirigí entonces a mi recámara, que es la recámara que compartimos mi mujer y yo, para beberme la botella a solas. Y ahí estabas, semidesnuda, ataviada con la lencería de mi esposa. Tu cabello rubio alcanzaba a cubrir la superficie de la almohada: aun estando boca abajo, como lo estabas. Perdí la cabeza. O, mejor aún, todo se me vino a la cabeza: Eugène Ysaÿe, aunque belga, el más grande violinista francés del siglo XIX, apodado El León, estrenando el cuarteto de Debussy; cierta mañana, cuando él, Debussy, gritaba a medio mundo su amor por Gaby, la cortesana que sólo lo amaba a él. Vi a Ysaÿe entrar a la recámara y despertar a gritos a Debussy: “¡Ha escrito usted una obra maestra inconmensurable. La acabo de tocar con mi cuarteto!” Pensé en eso, en la fe que tenía Debussy en componer una música nueva, que volviera de cabeza todo lo que hasta ese momento se había compuesto. Pensé en eso y te vi. Nada se comparaba contigo. Ni toda la música de Debussy, Ravel, Fauré, Poulenc y César Franck (el gran César Franck, de quien escucho su sonata para violín y piano cuando avisto el abismo). Te di tu copa. E iba a acercarme pero me rechazaste. ¿Me deseas? ¿De veras me deseas tanto?, inquiriste. Entonces escribe sobre mí, en mis piernas, en mi espalda, en mis nalgas, en todo mi cuerpo, quiero estar tatuada de Marguerite Duras. Por completo. Dame la vuelta y escribe en cada poro tus aforismos favoritos de Duras. ¡Y me extendiste su libro! Pero antes dime, ¿te gusto con la ropa de tu esposa?, ¿más que con la mía?
Qué había hecho yo para merecer estas cosas… Nada, absolutamente nada. Simplemente mirar. Mirar con asombro. Simplemente tener los ojos abiertos. Los oídos abiertos. Siempre abiertos. Y entonces copié: “Siempre he llevado mi escritura conmigo, donde quiera que haya ido”. “Alrededor de una persona que escribe libros siempre debe haber una separación de los demás. Es una soledad. Es la soledad del autor, la del escribir”, “Rara vez he estado absolutamente sin amantes”. “La soledad no se encuentra, se hace”. “La soledad, la soledad también significa: o la muerte o el libro. Pero ante todo significa del alcohol. Whisky, eso significa la soledad”. “Hallarse en un agujero, en el fondo de un agujero, en la soledad casi total y descubrir que sólo la escritura te salvará. No tener ningún argumento para el libro, ninguna idea del libro es encontrarse, volver a encontrarse, delante de un libro. Una inmensidad vacía”. “Ya que uno está perdido y ya no tiene nada que escribir, que perder, entonces uno escribe”. “Cuando me acostaba, me tapaba la cara. Tenía miedo de mí. No sé cómo, no sé por qué. Y por eso bebía alcohol antes de dormir. Para olvidarme, a mí. Enseguida pasa a la sangre, y luego uno duerme. La soledad alcohólica es espantosa. El corazón, sí. De repente late muy de prisa”. “No se puede escribir sin la fuerza del cuerpo”. “El libro avanza, crece, avanza en las direcciones que creíamos haber explorado, avanza hacia su propio destino y el del autor anonadado por su publicación: su separación, la separación del libro soñado, como el último hijo, siempre el más amado”. “Escribir es siempre la puerta al abandono. El suicidio está en la soledad de un escritor. Uno está solo incluso en su propia soledad. Siempre inconcebible. Siempre peligrosa. Sí. Un precio que hay que pagar por haber osado salir y gritar”.
“Gritar”…
Gritaste cuando escribí la palabra. Te había lastimado. O, mejor, Duras te había lastimado. En tu talón. Y lo lamí…
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