Cuento
El revólver
Se quedó mirando fijamente el revólver. Parecía un arma común y corriente. Y era cierto, no tenía nada de especial: un arma gris, ni siquiera sostenida por una cacha nacarada, blanca o de color plata. Era una pistola a la que cualquier hombre conocedor del arte y la ciencia de la armería, habría visto con desdén. Más aún: el calibre .38 no era especialmente mortal, quizás mataría, quizás no. Habría de ser un tiro preciso y exacto para que en efecto causara un daño irreversible.
Su vista se volvió entonces a una imagen de la Santísima Trinidad. Qué gran misterio se ocultaba en esa tríada. Recordó las veces que su madre le había explicado por qué y cómo era posible que en la religión hubiera ese tipo de misterios. Él nunca lo había entendido. Pero tampoco importaba, porque los dogmas de fe estaban exentos de la razón y el entendimiento. Reparó en que, para ser sinceros, había muchas cosas que no comprendía. Por ejemplo, las noticias que solían aparecer en los periódicos: las guerras, la rapiña en las inundaciones, el tráfico de estupefacientes, todo eso, aunque se empeñaba en comprenderlo, escapaba a su inteligencia.
Dejó el revólver y respiró profundamente. Se consideraba torpe en el uso de las armas. Acaso había tirado una vez, con el rifle de su padre, un calibre .22. Qué linda arma, se dijo. Una sola vez su padre se lo prestó. Era un domingo. Luego de haber asistido a misa de ocho de la mañana, su padre le había dicho que se preparara, porque ese día se iba con él a practicar el tiro al blanco a una zona boscosa de los alrededores de la ciudad de México. Hacia el Ajusco. Los ojos se le iluminaron. No era común que su padre lo invitara a ningún lado. Huraño y silencioso, jalisciense recalcitrante, el hombre prefería mantenerse alejado de la familia.
Una vez más sopesó el revólver. Le habían indicado exactamente cómo funcionaba; inclusive lo habían adiestrado en la técnica de tiro. Porque disparar no era sencillo. Y menos con pistola. Había que sostener la mano con la suficiente firmeza y flexibilidad para que el arma no latigueara y el tiro se desviara del blanco. Había que apuntar más por intuición que por exactitud. No había de otra: las circunstancias en las que dispararía serían extremadamente difíciles. Si las cosas salían bien o salían mal, en gran parte se debería a su modo de amartillar el arma, a la seguridad y convencimiento con que la tomara. Le habían hecho especial énfasis en otro punto: la pistola era extremadamente engañosa y huidiza, por lo que entre más cerca estuviera de su objetivo, mejor. Conocedores de las reacciones humanas, habían añadido: “Aprovecha el caos, el descontrol, la confusión, y dispara una vez más, dos veces más, tres, lo que sea necesario pero mata. Tienes doce balas en el cargador”.
¿Por qué matar ahora a esta persona? Eso no le importaba. Nunca discutía las órdenes. Simple y llanamente asentía sin protestar.
Aunque no era por protestar por lo que se distinguía. Lo mismo en su casa que en las reuniones a las que asistía, solía obedecer las reglas, adaptarse lo mejor posible a ellas. Seguía el ejemplo de Róger. Róger lo obedecía en todo y era un perro feliz. Nada que ver con Lucía, su vecina —de quien todos sabían su nombre—, la chica a la que había espiado por más de seis meses en la azotea vecina. Qué maravillosas aquellas noches. Apenas regresaba de su trabajo, corría a la azotea de su casa. Si su madre lo hubiera visto, le habría preguntado adónde iba con tantas cosas: un cojín del sillón de la sala, una Coca-Cola, una chamarra con capucha y unos binoculares. Entonces se ponía en cuclillas enfrente de la ventana de Lucía, y veía todo lo que sus ojos abarcaban: veía los pechos de la mujer, los muslos, las nalgas, la veía mirarse en el espejo y desnudarse lentamente, con una lentitud que habría desesperado a las piedras. Se agachaba y permanecía así, mostrando su culo largos y asfixiantes minutos. Hasta que la mataron. Crimen que permaneció impune. Alguien había encontrado su cuerpo en un lote baldío. Violentamente asesinada. Dos calles más abajo. Pero él se sintió culpable. Debió haberla protegido aun en el silencio.
Pulsó nuevamente la pistola. ¿Cómo era posible que un arma tan simple pudiera ser su pasaporte para una vida mejor, o cuando menos para que se diera ciertos gustos? Lo ignoraba. Palpó el cañón, el gatillo, el percutor. Sintió el peso, el balance. No pudo evitarlo y una gota de sudor corrió por su nuca. Hacía calor, cierto, pero no se requería mucha sabiduría para saber que no era una gota provocada por el clima. ¿Y si todo salía mal?, ¿si se suspendía el evento por cualquier circunstancia que no estuviera prevista?, si el cielo se nublaba y caía un aguacero terrible, ¿qué pasaría? Nada. Todo estaba en las manos de Dios. Tenía fe. De hecho, era un hombre de fe inquebrantable —al menos así se lo señalaba su madre a la menor oportunidad.
Dejó la pistola en paz y abrió el cajón de su buró. Buscó febrilmente y encontró lo que buscaba: un viejo cuaderno de espiral. Ahí figuraban sus pensamientos, su devenir, aunque no era precisamente un diario, sino más bien una compilación de sus ideas. Fue hasta la última hoja y leyó: Dios vive en mi corazón y en el corazón de todos los hombres.
Se levantó, se puso el revólver al cinto y salió de la casa, no sin antes pedirle la bendición a su madre. Consultó el reloj. Había llegado el momento.
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