Música
En el negocio del señor Dvořák
Antonin Dvořák pegó el recorte del periódico en el último reducto que le quedaba en su carnicería. Cuando alguien entraba a su negocio, la reacción de la gente no se hacía esperar. Había quien ordenaba lomo de res, y él lo despachaba. Pero antes de entregar cada pedido, preguntaba ¿y usted ha oído la música de mi hijo, Antonin Dvořák, que lleva mi nombre?
Desde hacía muchos años, el padre del compositor era conocido y respetado en el barrio. Porque el oficio de la carnicería no era cualquier cosa. Como el de la carpintería, o el de la costura. Eran oficios que beneficiaban a la comunidad. Y en cuanto a las artes, el del músico era especialmente bien visto. Nadie podría poner en tela de juicio que la música era “una medicina para todos, buenos y malos, inteligentes y tontos, pobres y ricos”, como se comentaba. Y, cosa muy distintiva, en particular la música de Antonin Dvořák. Quien sin sostener la mirada recibía elogios, encargos y ofertas de trabajo. Justamente en esos días había recibido la propuesta de irse a dirigir el Conservatorio de Música de Nueva York. Lo pensaba todos los días, pero finalmente tendría que tomar una determinación. El tiempo apremiaba. La oferta era realmente tentadora. Ganaría veinte veces más de lo que ganaba en su actual trabajo. Los neoyorkinos lo valoraban con justa admiración. Se decía de él que era el más grande compositor vivo después de Brahms —y eso que Grieg y Tchaikovsky eran sus contemporáneos.
Entró a la carnicería cuando su padre pasaba la mano por encima de la hoja del periódico para plancharla. Porque el engrudo siempre dejaba arrugas. Se alcanzaba a leer: “Antonin Dvořák, el más grande compositor checo”. Dvořák lo leyó y no hizo el menor comentario. Por respeto a su padre había decidido guardar silencio ante las manifestaciones de ese amor filial. Qué más daba con tal de que su progenitor se mostrara feliz.
Sus ojos se detuvieron en unos hígados que estaban a la vista. Siempre le acontecía lo mismo. Era un recuerdo de su adolescencia. Su padre le había impuesto la tarea de repartidor en la carnicería. Y el pequeño Dvořák cumplía al pie de la letra su tarea. Pero esa vez había sucedido una situación fuera del alcance de su mano. Llegó en su bicicleta ante la puerta de su destino, llamó con el aldabón y se apareció una jovencita de 13 o 15 años. La sorpresa de Antonin fue tan inusitada, que no pudo decir palabra. Tenía en la mano el paquete de hígados y se le resbaló aparatosamente. El paquete se rompió y los hígados se desparramaron a sus pies; mejor dicho, a los pies de ambos. Era inútil recogerlos. Se habían enmugrecido. Y antes de que pudiera reaccionar, aquella niña lo besó en la mejilla. En ese momento se asomó la mamá de la chica, y lanzó al aire una exclamación de horror: ¡Mis hígados!, gritaba, a lo que Dvořák le respondió que no se preocupara, que iría por otra ración, que todo no había sido más que un accidente sin consecuencias. Por toda respuesta, la señora desapareció unos segundos y volvió a salir con una escoba: “¡Deja mi casa como estaba! ¡Barre esa porquería!”.
—Padre, ya me he decidido…
—Dime, hijo, qué has decidido finalmente —pero el hombre no esperó de frente la respuesta. Algo en su corazón le decía que Antonin se marcharía a ese lejano y extraño país. Enjugó el sudor de su frente y fingió acomodar unas cajas para poderse volver y esperar las palabras de su hijo de espaldas. Desde siempre supo que lo perdería. Era dueño de un talento de tal magnitud que nadie se habría imaginado que para él Praga sería suficiente. No habría ningún problema en que su hijo remontara el vuelo y se marchara. Simplemente una punzada en el estómago lo estrujaba. Cada vez más violentamente. Desde tiempo atrás. Impelido por su esposa, había consultado un médico. El diagnóstico había sido claro y rotundo. Tenía cáncer. En alguna parte de su sistema digestivo, eso el médico no lo había podido precisar. Pero qué más daba una enfermedad u otra. Qué bien había hecho en prohibirle a su esposa que no comentara la enfermedad entre la familia. No quería ser un estorbo en la vida de su hijo. Que se fuera. Si acontecía su muerte, simplemente que le avisaran.
—Padre, me voy.
—Con toda tu familia, por supuesto.
—Sí, padre. Desde luego. Mis hijos cursarán sus estudios en Nueva York. Dicen que hay excelentes maestros. Los hijos de mi cuñada Josefina están estudiando allá y nadie tiene quejas.
—Pero Josefina está aquí.
—Sí, ella no quiso irse —el corazón de Antonin Dvořák evocó a aquella mujer, para quien había compuesto sus cuartetos Los Cipreses.
—Hijo, te deseo con el alma que triunfes. Cosecharás muchos éxitos. Ven, acércate y déjame que bese tu frente.
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