Ensayo
Las últimas esencias siempre apestan
Creemos que tenemos la gloria ganada, y que las mujeres todas habrán de pasar por nuestras manos si es que aprecian lo bueno. Simplemente porque escribimos. Todo esto simplemente porque escribimos. Porque ignoramos a los maestros, porque somos miopes. Creemos que valemos. Creemos que nos hemos ganado, por derecho propio, la inmortalidad. Por escribir. Sólo por escribir.
La literatura vive en una especie de andamiaje cuyas trabes son los elogios, los apapachos y las complacencias. También las concesiones. Creemos que la literatura nos va a abrir las puertas. Creemos que por ser escritores tenemos carisma. Creemos que por haber leído a Borges ya lo tenemos todo. Hablamos con una suficiencia que repugna. Creemos que por haber editado un poema, un cuento, una novela, un ensayo, ya podemos hablar con cualquiera. Pensamos que por atormentarnos con Dostoievski merecemos que nos cedan un asiento en el metro. Sentimos que por ser lectores de Cioran todos habrán de volverse a mirarnos. Creemos que escribir es la mayor hazaña del mundo, y que todos a nuestro alrededor nos van a decir pase usted, señor, está en su casa. Suponemos que escribir es una hazaña que no puede escribirse con palabras. Creemos que tomar un bolígrafo e hilvanar una línea tras otra tiene más chiste que palmear tortillas. Nos imaginamos que podemos entrar andrajosos y despeinados donde se nos dé la regalada gana, simplemente porque escribimos. Creemos —creemos, creemos— que narrar historias nos da derecho a beber hasta embrutecernos. Y a no pagar. Pensamos que escribir nos da derecho a que nos inviten. Que nos lo merecemos. Inferimos que escoger palabras domingueras (como “inferir”, por ejemplo) nos da todo el derecho a mirar con arrogancia a los que hablan con palabras elementales, a los que balbucean, a los que confunden la sintaxis. Creemos que cada palabra nuestra es un hallazgo y que más valdría que cada una de las palabras que pronunciamos fuera depositada en un recipiente incorruptible, antes de que se pierda entre la bruma tumefacta de los demás mortales. Sentimos que después de nosotros no vendrá nada ni habrá nadie. Sentimos que nos merecemos todas las becas, todos los premios, todas las entrevistas, y que cada vez que se nos niega algo se comete una gran injusticia. Sentimos que un gesto de amabilidad de nuestra parte hacia cualquier otra persona representa un verdadero acontecimiento. Sentimos que tratar una materia prima como lo es la palabra escrita nos autoriza, o mejor, nos obliga a ser benevolentes y tratar bien a los humildes y mal a los adinerados —sobre todo si son ignorantes. Y qué bien nos vemos dándole la mano a un pobre diablo. O mirando con suspicacia el lento transcurrir de las horas en la silla de una biblioteca o de una cantina. Eso, eso, eso. O entrando a una cantina con un libro o una carpeta bajo el brazo, como diciendo yo bebo como cualquiera de ustedes, como el mejor de ustedes, ninguno de ustedes bebe más que yo, me emborracho igual, pierdo igual la moción de las cosas. Pero yo leo. Yo soy preparado. Yo soy diferente: más agudo, más penetrante, más incisivo.
Carajo. Sí que vale la pena ser escritor. Habría que ser idiota para negarlo.
Eso creemos.
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