Crónica
Los autos
Recuerdo el primer coche importante en mi vida: un Nach. Era azul con blanco. En él hicimos —mi padre, mi madre, mi hermana grande y yo—, doce horas a Puebla. Apenas hubimos traspasado la calzada Zaragoza, lo que en términos náuticos llamábase el deportivo Bahía, hicimos la primera parada. Y de ahí en adelante apenas nos aventurábamos unos cuantos metros más, nos deteníamos. Entonces había que acarrear agua para enfriar el motor, cuyo radiador invariablemente se hallaba despidiendo un formidable chorro de vapor. Llevábamos un perro con nosotros: el “Blaqui”. Cada parada la aprovechaba el “Blaqui” para hacer lo que tenía que hacer.
De ahí viene a mi cabeza un Studebaker. Rojo y blanco. ¡Qué coche tan precioso! Me acuerdo que parecía avión. Y el modelo era de 1957. Me parece. Emprendimos el viaje a Jalapa en él. Mi papá iba a tocar en el Festival Casals. Así que iba en su automóvil nuevecito y flamante. E iba rápido. Y yo parado atrás de él. Con mis brazos acodados en el respaldo de su asiento. Veía la aguja del tablero y le gritaba, conforme veía que la aguja rebasaba los numeritos, le gritaba: “¡Más, papi, métele más!”. Y mi madre cada vez se ponía más nerviosa, y mi papá cada vez le aceleraba más. Hasta que de pronto el motor empezó a hacer unos ruidos extrañísimos. “¡Ya nos llevó el diablo!”, dijo mi padre. Y, en efecto, el Studebaker se había desvielado. Mi papá llegó a tocar al Festival Casals a bordo de un tráiler de la cervecería Corona.
El siguiente coche por el que guardo un cariño entrañable era un Buick modelo 58. Me acuerdo que para echarlo a andar simplemente se accionaba el switch y se oprimía un botón. Enseguida arrancaba el motor. Un motorzote de ocho cilindros. Cuando mi papá se iba de gira me dejaba encargado que calentara el motor. Cinco minutos. Yo apenas alcanzaba a ejecutar la difícil maniobra. Pero aun así, lo hacía. Vaya que si lo hacía. Hasta lavaba el coche antes de calentarlo. Lo lavaba perfectamnente. Tenía todos los instrumentos necesarios, mismos que nadie en casa me solicitaba: una cubeta, una jerga, jabón, piedra pómez, papel periódico (para los vidrios) y, desde luego, franela para las defensas y demás partes cromadas (que entonces y en los carros de lujos eran muchas).
Cierro los ojos y viene a mi cabeza el tablero del Buick. Si ahora mismo me pusieran enfrente, por ejemplo, el tablero del Fairline 57 o el 58, el volante del Thunderbird 57 o los interiores del Cadillac 58 los diferenciaría perfectamente. Aquel velocímetro del Ford 57 en semicírculo, que por cierto alcanzaba los 220 kilómetros por hora; o aquella palanca de velocidades al volante, o aquel pedal del power brake del Dodge Custom Royal.
Ese fue un verdadero acontecimiento para mí. Aquel Dodge. Creo que el más importante de mi vida de chavito. Tan importante como haber hecho la primera comunión, o haberle agarrado las piernas a Lourdes, la muchacha que trabajaba en la casa y a la que siempre le levantaba el vestido. Que apenas pasaba atrás de ella le metía la mano y le decía “enséñame, por favor enséñame, quiero ver”; hasta el día que me dijo “a ver, qué es lo que quieres ver” y que ella misma se levantó el vestido y me dijo “nomás ver, nomás ver”, y sin embargo me dio chance de tocar “hasta ahí” es decir hasta los muslos y ni un centímetro más arriba, no, qué centímetro, ni un milímetro, y que me va preguntando a ver qué es lo que tanto querías ver, y yo no sabía, yo quería ir más allá, más arribita, un poquititio más, por favor, pero no sabía para qué ni qué había.
Perdón. Ya me desvié. Estamos hablando de carros. Del Dodge Custom Royal. Aquel Dodge que mi papá compró en el lote de Jorge Barrera, un amigo suyo que tenía su negocio en la esquina de Atlixco y Juanacatlán, casi enfrente de la iglesia de la Santa Rosa. Ese coche sí que representaba un verdadero y delicioso dispendio. También era rojo y blanco, como el Studebaker. Pero era el colmo del lujo. Todo eléctrico. Los cristales, la posición del asiento del conductor, las posiciones del volante. Era modelo 1958, y las velocidades estaban representadas por simples botones incrustados al lado izquierdo del conductor, a un ladito del tablero. Sólo había que aprenderse para que servía cada botón. Que no eran muchos: el de la N (neutral), la D (drive), la R (reverse), el 2 y el 1. Sin contar la P (parking). Así que cuando mi papá lo compró, o mejor dicho cuando llegó a la casa y nos gritó que nos asomáramos a la calle, que quería enseñarnos algo, yo fui el primero que se trepó al coche (por supuesto, de dos puertas y sin poste, que era la clave para identificar un auto de lujo) Fui el primero que bajó sus cristales. Y claro que a la mañana siguiente ya estaba lavándolo, a las seis de la mañana en punto para que mi papá se fuera a trabajar en su coche bien limpio. Y para no ir más lajos, todos y cada unos de los rayos de sus rines los limpiaba, les echaba vaho y los tallaba hasta que quedaban brillantes. Hasta que parecía que emitían lucecitas. Cuando el coche se desplazaba e iniciaba su marcha, parecía que en vez de rayos los rines tuvieran foquitos.
Pero más me enamoré del siguiente coche: un Pontiac Grand Prix modelo 1964. Rojo y negro, hermoso, tragón como el solo —se consumía medio tanque de México a Puebla—, veloz y potente. Me acuerdo que una mañana, mi papá —que era lector fiel de la sección roja y del aviso oportuno de El Universal— me dijo acompáñame a ver este coche. Y fuimos. A las Lomas, a una embajada (¿de Canadá?, creo que sí). Pues resultó que el embajador lo conocía (a mi padre). Le mostró el coche, que estaba impecable, prácticamente nuevo y totalmente legalizado. Automático, traía la palanca de velocidades al piso (P, R, N, 1, 2 y 3). Mi papá se prendó del auto. Dijo lo quiero, para presumírselo al gobernador (de Jalisco). Y como no tenía tanto dinero, le propuso un trato al embajador: su violín Maggini a cambio del coche. Sale, dijo el embajador. Y aunque mi mamá protestó, luego de dos días ya estábamos estrenando. Pues a la siguiente semana fuimos a Guadalajara. Y una sola y misma cosa fue llegar e ir hasta las puertas del palacio de gobierno, dejar el coche en la entrada y pedirle al gobernador que saliera a verlo.
***
Mi papá tuvo la culpa.
Porque yo tenía quince años y lo único que me dejaba era calentar el motor. No más. Ni siquiera mover el coche, un poquito, aunque fuera un poquito. Era el año de 1966 y se acababa de comprar carro nuevo: un Dodge Coronet. Yo lo acompañé por él a una agencia cerca del aeropuerto. Era un coche potente, amplio, lujoso. Yo lo veía y me decía: algún día lo voy a manejar. Tal vez por eso lo lavaba con más gusto que cualquier otro. Naturalmente que cuando mi papá se dormía yo lo movía en el garage. Lo hacía para adelante, lo hacía para atrás. Tenía, ya lo dije, quince años, y el océano se me hacía chiquito para echarme un buche de agua. El Dodge era estándar y muy pronto, en el garage, dominé el movimiento del cluch. En ese garage cabían tres coches en línea recta; así que había suficiente espacio para maniobrar.
Por fin se fue de gira. Mi padre. Con mi madre. Fueron a tocar a Guadalajara. Todavía lo recuerdo dándome las llaves e indicándome que calentara el carro, «no más de cinco minutos».
La noche del mismo día que se fue lo lavé con una destreza que envidiaría cualquier profesional. Había decidido sacarlo al día siguiente. Tempranito. Ni siquiera a mi hermana se lo diría, pues con toda seguridad me habría amenazado con acusarme si me atrevía a sacar el coche adorado de su papito adorado.
A las seis de la mañana, las puertas del garage se abrieron y un flamante Dodge Coronet, con escasos cinco mil kilómetros recorridos salió de aquella casa. Para nunca volver. Me estoy viendo: subiendo al carro y diciendo gracias Diosito porque me permites manejar. Qué generoso eres conmigo. Meto primera y despacio, muy despacio, acelero y saco el cluch. Era la primera vez que manejaba. Siento cómo el coche inicia la marcha, cómo empieza a desplazarse. Reviso por el espejo que no venga nadie y acelero a gusto. Guauuu, qué carro. Parece como si lo guiara una fuerza superior. Todavía voy en primera y ya voy alcanzando los cincuenta kilómetros por hora. La segunda entra como cuchillo en mantequilla. Perfecto. No cabe duda que se puede aprender por correspondencia. Yo lo hice. O casi. Sólo de observar cómo manejaba mi padre, cómo cambiaba de primera a segunda, de segunda a tercera. Ya voy en segunda. Ahora la aceleración es suave. Veo todo alrededor. Porque todo se ve distinto. La avenida Mazatlán nunca había lucido tan bella. Consciente de que no conozco la sensibilidad del freno, lo pruebo delicadamente, como si el pedal fuera de porcelana. El coche se detiene poco a poco. No hago alto total. Nada más se trata de una prueba. Me sigo por la avenida Mazatlán, voy de norte a sur y doy vuelta a la izquierda en Campeche. Ah, otros vehículos se detienen para que yo pase. Vaya, soy importante. Muy importante. Cómo no. Manejando un coche último modelo, sin poste, nuevecito, y para que no haya duda de mi importancia, un coche de setenta y seis mil pesos. No cualquiera. Gracias, papá. Pienso. Después de todo, el carro es del viejo. Cuando me pregunto en dónde ando, ya estoy detenido en Insurgentes y Campeche esperando la luz verde. Me dan ganas de pasarme el alto, pero no. Soy respetuoso. De pronto se pone el siga y el auto que está atrás -un Mustang 65, lo recuerdo perfectamente- me toca para que avance. El corazón se me inflama y arranco chirriando las llantas. Es la primera vez que hago eso. La gente se vuelve a mirarme. Las mujeres. Alcánzame, pendejo, pienso. Ya con más confianza, llego a las esquinas y apenas me detengo. Me gusta que los coches transversales me cedan el paso. Soy más pieza que ellos, mucho más. Me digo. Y me lo repito cuando ya estoy en la Doctores. Cómo cambian las calles. Quién sabe qué pasa, pero a bordo de un Dodge Coronet con motor de ocho cilindros de 360 cc y carburador de cuatro gargantas las cosas se ven desde arriba. Qué gran esfuerzo me costó llegar a tanto, me digo. Y miro nuevamente en derredor. Soy un grande. No como cualquier baboso de mi escuela. De la secundaria, del segundo «D». ¡Mi escuela! Tengo que ir a la escuela. Si por eso llevo mi uniforme verde de corbatita verde y gorra verde al cinto verde. Así que pienso que ya ha sido suficiente y que no debo abusar de mi suerte. Y regreso por Baja California y Benjamín Franklin. Que entonces tenía dos sentidos y tranvía. Veo un puesto de jugos y me detengo. Todos se me quedan viendo cuando me bajo del carro, que dejo abierto y caminando. Como si estuviera en una película, para que sea evidente que llevo prisa, para que se justifique el arrancón que me voy a echar. Pido un jugo de zanahoria. Me lo dan. Lo bebo de un trago y me trepo a los ocho cilindros y 320 caballos de fuerza. Meto primera y salgo cual flecha. Sólo queda el olor a hule quemado. Qué chica me queda la avenida. Pero tengo que regresar. Qué tal si mi hermana ya se levantó y se dio cuenta de que el coche no está en el garage. Cruzo Mazatlán. Debo dar vuelta a la derecha. Pero sigo hasta la calle de Pachuca. Doy, pues, vuelta, y miro las casas. Por ahí vive una chavita que me gusta. Cómo no se asoma ahorita, que vea y admire cómo he triunfado en la vida. Podría dar unas cuantas vueltas por ahí y jugármela. Pero no. Pienso en la gasolina. Mi papá se puede dar cuenta. Lo mejor será guardar el coche. Para ir corriendo a contárselo a mis cuates de la secundaria. Doblo a mi derecha en Vicente Suárez. Llego a Mazatlán. Mi casa está a unos cuantos metros de la esquina, en el 103. Puedo hacerle como mi padre, que siempre dobla a la izquierda y se mete en sentido contrario. O de plano, mejor darle la vuelta al camellón. Sí. Para qué me arriesgo. Pero vale la pena dar un quiebre memorable. Veo que no venga nadie. Tengo que dejar el derrapón para que mis amigos vengan a verlo más tarde. Así que meto primera, acelero hasta el fondo, saco el cluch y giro el volante a la izquierda. Ni Fangio manejaba así. Tan así que el volante no regresa a su posición original. Todo ocurre en segundos. Siento un golpe terrible en la parte inferior del coche. Ya estoy trepado en el camellón. Y en menos de lo que dura un parpadeo me incrusto en un árbol. Con la cabeza estrello el parabrisas. Intento abrir la portezuela y no cede. Quiero meter reversa y el pedal del cluch desaparece. Me brinco por la ventanilla. Estoy exactamente enfrente de mi casa, pero en el carril opuesto. Observo que la gente se asoma por las ventanas. Más de uno me señala. Me reconocen. Reconocen el coche. «Mira nomás, qué barbaridad. Pobre, con el genio de su papá», pensarán. Y tenían razón.
Deja un comentario