Ensayo
Felipe Villanueva (1862-1893)
Hay música que marca una época, y cuya sola audición evoca imágenes y anécdotas. El Vals Poético es una de esas afortunadas piezas que reflejan fielmente el gusto —y el alcance musical, en este caso— de una generación. Su autor, Felipe Villanueva, es, hay que decirlo, un compositor que reserva aún mejores juicios.
Felipe Villanueva, cuyo nombre completo era Felipe de Jesús Villanueva Gutiérrez, nació en 1862, un miércoles 5 de febrero, en el pueblo de Tecámac, ubicado en el Estado de México. Su padre, Zenón Villanueva, fue un modesto presidente municipal, y su madre, Francisca Gutiérrez, buena esposa y metódica madre, estuvo dedicada al hogar y a la educación de los 11 hermanos de Felipe. De toda la camada de pequeños Villanueva, hay que destacar a Luis, el hermano mayor de Felipe, violinista empírico que despertó la curiosidad del futuro compositor por la música. Pero no en forma consciente, pues se dice que cuando descubría a Felipe tocando su violín, lo reprendía acremente; y que si con el paso del tiempo terminó por prestarle en forma abierta el instrumento, se debió más a un triunfo de Felipe que a una feliz concesión del propietario.
Un poco por el lado del violín, pero más por las enseñanzas de su primo Carmen Villanueva, organista de la parroquia de Tecámac y que se encargó de darle la primera educación musical en forma, Felipe fue incursionando en el violín antes de cursar los estudios elementales de la escuela primaria.
Ya con el interés más definido, su padre Zenón lo animó a estudiar armonía con el director de la banda de música del pueblo, el maestro Hermenegildo Pineda; y el chico no sólo aprendió armonía, sino entró en conocimiento de la técnica de los instrumentos que integran una banda. Así, y con el asombro y la alegría de un chico cuando empieza a descubrir el mundo y ve cercano el horizonte de su vocación, Felipe Villanueva emprendió sus primeras giras por el Estado de México, como músico de la banda de Tecámac. Se cuenta que por aquel entonces, a sus diez años de edad, compuso su obra príncipe: una cantata intitulada El retrato del cura Hidalgo, seguida de una mazurka —género en el cual descollaría tanto— dedicada a su maestro Pineda y bautizada con el nombre de La despedida.
Apremiado por la facilidad que su hijo demostraba cada vez con mayor énfasis, su padre lo envió a estudiar al Conservatorio Nacional. Sin embargo, la experiencia resultaría amarga y provocaría un abatimiento en el ánimo de Felipe, pues por su origen indígena y rural —y no de buena cuna, como debería caracterizar a un aspirante al Conservatorio—, el alumno originario de Tecámac fue dado de baja, y ni siquiera los ruegos de su padre lograron reblandecer el dictamen de las autoridades. Felipe Villanueva, el músico que daría tanto renombre a México en el mundo, jamás volvería a intentar su ingreso en el Conservatorio. Y la suerte le seguiría siendo adversa. Se inscribió a las clases de un maestro particular, Antonio Valle, en cuya casa no sólo recibiría sus lecciones sino además se hospedaría; pero la señora Valle vio con malos ojos que un muchacho tan humilde fuera huésped de la casa. Por lo que el joven músico decidió regresarse a Tecámac.
Habían pasado un par de años desde su salida, y ahora, a sus 13, Felipe Villanueva, saboreando un inexplicable picor a derrota y amargura, regresaba a su pueblo, decidido a continuar sus estudios de manera autodidacta. Pronto se reencontró con su antiguo maestro Hermenegildo Pineda, quien lo invitó a reincorporarse a su banda y recorrer los pueblos vecinos, cosa que el muchacho aceptó encantado.
Al poco tiempo, Zenón Villanueva, impelido por la estrechez del medio en el que su hijo se desarrollaba, quiso inscribirlo en el Instituto Toluca; pero, como ya se había vuelto costumbre, el jovencito no fue admitido.
Entonces aconteció que un viejo amigo de Zenón Villanueva, Valentín Hernández, se comprometió a resolver los escollos de Felipe y a acomodarlo en la ciudad de México para que continuara su carrera profesional, de acuerdo con las ambiciones del propio Felipe.
Tal como lo anticipó, le consiguió alojamiento en la casa de un amigo suyo, Luis Rodríguez, quien no sólo brindó su casa al joven músico sino le procuró un trabajo como violinista en la orquesta que se presentaba en el Teatro Hidalgo y que dirigía José Cornelio Camacho, quien además pasó a ser maestro de Felipe. Por esa época, y cuando pensó que las cosas empezaban a mejorar, Felipe Villanueva sufrió la pérdida de su progenitor, con el consiguiente dolor, pero también con la promesa —hecha ante el cuerpo de su progenitor— de convertirse en un gran músico mexicano, el mejor.
Felipe Villanueva decidió mudarse a una casa que él pagaría de su propio bolsillo —y en la que habitó hasta el día de su muerte. Con verdadera fruición y empeño, Villanueva se aplicó al estudio de la armonía, la orquestación, y en fin la composición misma a través de los textos de Berlioz y Reicha, que representaban los volúmenes más avanzados en teoría. En cuanto a la práctica, contaba Villanueva con dos José Cornelio Camacho, quien se esforzaba en auxiliarlo. Si el violín era el instrumento que le permitía subsanar sus apremios económicos, en el piano Villanueva avanzaba en sus estudios de fuga y contrapunto, daba sus clases que lo convirtieron en el maestro de moda, y en el piano y para el piano componía sus pieza, cada vez de melodías más dulces y depuradas, entre las que se cuentan: Ana, Luz, Dos en el piano, además de sus dos obras más famosas: Vals amor y Vals poético.
Así, de pronto y aún veinteañero, Felipe Villanueva pasó a ser un músico de prestigio en el medio. Dejó de tocar en la orquesta del Teatro Hidalgo para integrarse a la del Teatro Nacional, pero ya como primer violín; perfeccionó sus estudios de piano y composición con el maestro Julio Ituarte, y la casa Wagner y Levien le publicó un torrente de composiciones.
Un hecho le dio a Felipe Villanueva solidez y congruencia con su época (1886): la fundación del Instituto Musical. Se trataba de un organismo que, naturalmente, surgía en contra de un organismo caduco: el Conservatorio Nacional, y que integrarían seis músicos: Ricardo Castro, Gustavo E. Campa, Juan Hernández Acevedo, Carlos Meneses, Ignacio Quezada y el propio Villanueva. Este grupo fue conocido como el Grupo de los Seis, y su tendencia iba en contra de la influencia italianizante sostenida por músicos como Melesio Morales, y en cambio se inclinaba por la escuela francesa, a la que consideraba como la más completa en el panorama musical del momento. Esta tendencia significó, en el quehacer de los jóvenes compositores mexicanos, cuando menos un claro perfeccionamiento en la factura y recursos musicales, como son el tratamiento instrumental, polifónico y contrapuntístico; mejorías formales que precisamente Villanueva llevó a sus más lejanas consecuencias.
Justo en ese peldaño, Felipe Villanueva recibió un reconocimiento que seguramente representó un agrio dolor de cabeza para aquellas autoridades que lo habían expulsado del Conservatorio. En 1891, vino a tocar a México un compositor francés de fama y estatura: Eugène D’Albert. Después de interpretar la primera mazurka de Villanueva, aseguró que la obra estaba escrita con pasión y elegancia, y sentenció: “Villanueva es el artista más genial que he conocido en América”.
Un acontecimiento más redondeó la biografía musical de Villanueva: la creación, en 1892, junto con Gustavo E. Campa y Carlos Meneses, de la Sociedad Anónima de Conciertos. El propósito de esta Sociedad era dar conciertos de música desconocida en México, y su realización vigorizó la música en el país, además de que provocó un fuerte entusiasmo por la música alemana. Precisamente para inaugurar la Sociedad Anónima de Conciertos, Felipe Villanueva dirigió un concierto con música de Haydn y Weber.
Hay que señalar que esta predilección de Villanueva por la música alemana y francesa no excluye cierto rescate de la música mexicana —cosa absolutamente inusual para finales del siglo XIX—, ya que se inspiró en ritmos folclóricos y populares mexicanos para darles a algunas danzas suyas más carácter y frescura.
Por otra Parte, Felpe Villanueva fue el primer compositor en México que hizo del piano el instrumento más rico en sus posibilidades tímbricas. Quizá por eso había introducido en su enseñanza música de Bach y de Chopin.
En plena fama, cuando Villanueva había cumplido aquella promesa hecha ante el cadáver de su padre, el compositor murió el 28 de mayo de 1893, a los 31 años de edad. Pero la suya fue una muerte prevista. Se afirma que murió de pulmonía fulminante. Sin embargo, un mes antes de su deceso, cuando nadie hubiera adivinado lo que sobrevendría, él mismo se dirigió a Tecámac para despedirse de los suyos. Justamente compuso allí, en ese viaje, sus dos postreras piezas: Recuerdo y Vals. Se menciona este último mes de su existencia como de un periodo patético, en que el artista perdió el interés por las cosas mundanas y vivió inmerso en una extraña melancolía.
Desapareció así Felpe Villanueva, con un largo proyecto por delante pero con una producción de alrededor de medio centenar de obras, entre las que figuran desde motetes hasta óperas, gavotas y zarzuelas; desapareció así quien había capturado en una pieza de nombre Vals Poético, el espíritu del México anterior a la Revolución.
Versión orquestal:
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