ENSAYO/ SEMBLANZA
JUVENTINO ROSAS (1868-1894)
El hombre mira tristemente a su esposa: la ha perdido. No se explica desde cuándo, ni qué es lo que ha pasado. La joven actúa con toda naturalidad, pero el rompimiento es inminente. Él la ama y no sabe qué decir; quizás una palabra de cariño, pero ella entorna los ojos, fastidiada. Decidido toma su violín y sale a la calle a ganarse el pan, como lo ha hecho todos los días, desde pequeñito. Cuando regresa a su casa, ella no está más. Juventino Rosas destapa una botella y se la bebe de un tirón. Su muerte ha comenzado.
José Juventino Policarpo Rosas Cadenas nació en Santa Cruz de Galeana, estado de Guanajuato, el 24 de enero de 1868. Con una disposición natural a todo lo que fuera música, hace del violín su instrumento favorito. Provenía de una familia de músicos. Su padre era un buen arpista, y tenía fe en que sus hijos podrían ganarse la vida por medio de la música. Así que apenas entra Juventino en razón, le pone un violín en las manos y le enseña a tocarlo. Al hermano de Juventino, Manuel, lo anima a tocar la guitarra, y a Patrocinia, la hermana, la convence de las generosidades de la voz. La vida, sin embargo, es tremendamente dura para una familia de músicos en un pueblo sin futuro, y el padre toma una decisión fundamental para sus vástagos: trasladarse a la ciudad de México —como lo hacían tantos otros, que veían en la capital una suerte de tierra prometida.
Llegan a México, ofreciendo piezas a lo largo del camino para ayudarse, y con grandes esfuerzos logran pagar un modesto cuarto en una vecindad del rumbo de Tepito. Es el año de 1875, Juventino Rosas tiene siete años, y como el dinero escasea y todos deben aportar su ración para el gasto, el niño se emplea como campanero en la iglesia de San Sebastián, y en sus ratos libres toca el violín en los servicios religiosos, o canta si es necesario. Ha aprendido las notas y el solfeo; él quiere progresar en el estudio de su instrumento, pero al no recibir más clases sólo avanza hasta donde le permite su intuición, que es mucha pero no suficiente.
La realidad es adversa, y su padre se da cuenta de que nadie va a contratar a un adulto y dos chamacos sin nombre, por más que linda que suene su música. Hay que buscarle por otro lado, y se integra al conjunto de los Hermanos Aguirre, paisanos de su natal Santa Cruz de Galeana. Tienen entonces más trabajo pero su situación económica apenas prospera. El niño Juventino trabaja duro. A partir de ahí conocerá la vida nocturna, pues los Hermanos Aguirre tocan para amenizar fiestas que solían prolongarse durante días. En tanto la pobreza la admite sin chistar; simplemente es parte de su destino.
Fastidiados de que no logren hacerse de fama, los Hermanos Aguirre se dan media vuelta y regresan a tu terruño. La familia Rosas, a su vez, y por decisión patriarca, pide su ingreso al grupo de los Hermanos Elvira, que tenían su sede por las calles de Donceles. No lo sabe su padre, don Jesús, pero esta determinación en apariencia insustancial vestirá de luto a la familia.
Los Elvira tienen un repertorio más rico, y sus clientes abundan lo mismo entre las personas de dinero que entre las más humildes. Juventino es todavía un niño cuando se suscita un pleito en alguna de estas fiestas. El aguardiente corre en abundancia y alguien increpa groseramente a los músicos, por tocar piezas de dudosa calidad y encima desafinadas. Los insulta sin empacho y los ánimos se caldean. El padre de Juventino, que había servido con valentía en las filas de Juárez, no se arredra y responde con tantos bríos como imprudencia. Se hacen de palabras, se dispara un arma de fuego, y caen muertos dos hombres: el padre y el hermano mayor de Juventino.
El futuro autor de Sobre las olas queda casi desvalido. Toca en las calles para recibir algunos centavos, y de vez en cuando se le solicita en orquestitas improvisadas. Lo escucha entonces Manuel M. Espejel, y además de animarlo lo convence de que se inscriba en el Conservatorio. Le dice que tiene talento, y que si no se disciplina y educa, se desperdiciarán sus facultades. En principio Juventino no se deja persuadir; la situación económica de la familia es demasiado apremiante para darse el lujo de estudiar. El director del Conservatorio, Alfredo Bablot, lo escucha y no admite una negativa. Juventino se matricula en solfeo, con el maestro José Cornelio Camacho, y en teoría musical con Maximino Valle. Es el 7 de enero de 1885.
Sin embargo, Juventino Rosas no está de plácemes. Sus condiscípulos no han tenido que luchar como él, y el hambre no ha disminuido para nada; así que en unos cuantos meses abandona la institución.
Pero ganarse la vida en México raya en lo heroico, por lo que decide trasladarse al pueblo de Contreras. Ya es un joven. Su aspecto acentuadamente melancólico subraya su expresión, noble y desaliñada. Un año antes se había hecho amigo de Pepe Reina, músico de bandoleón, y con quien se ganaría su sustento tocando en parques y centros de reunión de toda índole.
Lo sigue al pueblo de Contreras, y se suma a la Orquesta Popular de Pepe Reina. Transcurren sus días entre la música y la naturaleza. Si algo le gusta a Juventino es sentarse a la orilla de un río que cruza el poblado y escuchar su canto que, por cierto, se mezcla con los graznidos, cacareos, ladridos y relinchos. Una melodía empieza a surgir en sus oídos, no la tiene muy clara, pero siente cómo le recorre las venas y se deposita en su corazón. Acude a la cocina de la familia de Pepe Reina, toma papel pautado y se pone a escribir. Las notas se suceden, como si ya hubiesen estado escritas y el músico sólo las recordara. ¡Es un vals!, que en su movimiento parece evocar el ir y venir de las ondas acuáticas. Juventino sabe que ésa y no otra es su cita con el destino; al terminar mira el papel a trasluz y lanza una exclamación de júbilo. “¿Qué haces?”, le pregunta su amigo Pepe Reina, que ha entrado de improviso. Y por toda respuesta, él tararea la melodía.
Sólo falta bautizarla. Lo piensa mucho y escribe: “A la orilla del sauz”. Pero su amigo lo reprueba: “Es muy poco poético…”. Y Juventino retoma la idea: si se me ocurrió a orillas de un manantial, ese nombre le voy a poner: “Junto al manantial”.
Y ese nombre se le habría quedado a la celebérrima pieza, pero Miguel Ríos Toledano, director de orquesta, arreglista y poeta, le sugiere otro título, que suene bonito y que dé idea de vaivén: “Sobre las olas”. Juventino aplaude la sugerencia. Sin lugar a dudas, es un nombre hermoso.
Nuevamente, en 1888, Manuel M. Espejel lo empuja al Conservatorio. Y como la vez anterior, sólo permanece unas cuantas semanas. Le aburren los sistemas académicos cuando afuera la vida borbotea. A propósito del cumpleaños de Porfirio Díaz, el 14 de septiembre de 1888, le obsequia a la esposa del presidente, Carmen Romero Rubio, el vals Carmen. Él mismo dirige la pieza en su estreno. Los músicos de la orquesta dudan de su capacidad, pero Juventino Rosas toma la batuta y conduce con señorío y conocimiento. Tanto le agrada el vals a la esposa de Díaz, que al día siguiente le envía de regalo un piano de gran cola. Juventino, que empieza a tener prestigio pero no dinero, vende el instrumento para pagar viejas deudas y procurarse unos días de tranquilidad.
De un día para otro se populariza Carmen, y el violinista se marcha a Tacuba, lugar en que se le nombra director de una orquesta que tocaba en los Baños del Factor, frecuentados por gente de alcurnia. La familia de don Vicente Alfaro y doña Calixta Gutiérrez de Alfaro, que acostumbraba organizar tertulias musicales y literarias, le da la bienvenida. Lo escuchan con atención y gustan de sus composiciones. Se acerca el cumpleaños de doña Calixta, y como una sencilla muestra de gratitud, Juventino le dedica Sobre las olas. Debajo del título, escribe: «A la señora Calixta Gutiérrez de Alfaro, noble dama protectora de artistas». Y precisamente en su cumpleaños, a mediados de 1891, Sobre las olas es tocado por primera vez ante un pequeño auditorio. ¿Se imaginarían los concurrentes a esa tertulia, que la pieza que acababan de escuchar daría la vuelta al mundo; que Amado Nervo la escucharía en Francia, Alemania, Irlanda y Rumania; José Mancisidor en Rusia, España, Hungría y Yugoslavia, y Ponce en el Palacio Imperial de Berlín?
Luego de la sorpresa que causa la pieza, todo mundo felicita a Juventino que —¿por vez primera, y quizás la última?— conoce el éxito y se siente dueño del mundo. Se le admira tanto en esa familia, que él corresponde del único modo que sabe hacerlo: con música. A Maura Alfaro, hija del matrimonio, le dedica La Cantinera, pieza para piano; y a Alejandro José Luis Galindo, hijo de Maura, Ensueño seductor, afortunado vals.
De nuevo en la ciudad de México, se enamora de Juana Morales, mujer humilde pero ambiciosa. Ella supone que el autor de tan populares melodías le proporcionará satisfacciones económicas grandiosas; pero el tiempo pasa, un hombre rico se cruza en su camino y sin decir una palabra abandona a Juventino.
Desde ese momento, el músico pierde toda alegría e ilusión de vivir. Casi deja de comer, y apenas lleva a su estómago tragos de aguardiente. Se refugia en Cuautepec, en la casa de su amigo Fidencio Carvajal Peña. La familia lo recibe cariñosamente, y como él se siente indigno de que le den amor, prefiere marcharse, no sin antes dejar allí tres danzas a propósito: Juanita, No me acuerdo y ¡Qué bueno!, además de su corazón y su violín.
Sus únicas pertenencias se reducen a lo que tiene puesto. Lugar al que entra se topa con Sobre las olas, tocada por pequeñas orquestas, al piano o por bandas. La pieza se vende por millares, pero él —que se ha quedado en la indigencia— no recibe un quinto pues ha vendido los derechos por 45 pesos a la casa Wagner y Levien.
Su salud declina rápidamente, y así se integra al 4o. regimiento de caballería en el cuartel de Pereda; de allí pasa a Morelia, directamente al batallón del cuartel Las Rosas. En un memorable momento de inspiración, sentado con sus amigos a la mesa de una cantina, compone la mazurka Junto a ti, que dedica a su amigo Alberto Chávez. Pronto se fastidia de Morelia y se dirige a Monterrey, donde un resplandor amoroso lo ciega: Dolores Mechaca, joven hermosa, a quien le brinda un vals con ese nombre, pero la que no puede corresponderle por su evidente alcoholismo y pobreza.
En 1893 viaja por algunas ciudades de Estados Unidos. Como segundo violín de la Orquesta Típica se presenta en el Teatro Mercado, de Nuevo Laredo; en Corpus Christi y en Chicago. El repertorio de la Típica tiene un número fuerte: Sobre las olas, que invariablemente asegura un éxito rotundo. Pero como los derechos ya han sido pagados al autor, estas audiciones no representan ninguna entrada extra para él. Mas no discute la situación; por lo contrario, es feliz de que su vals se toque para un público de otras latitudes, que lo aplaude con igual o más entusiasmo que el mexicano. Prepara algunas piezas —Soledad, Flores de Romana, Flores de Margarita y Flores de México— para una exposición que se realiza en Chicago, se separa de la Típica y es admitido en una compañía de zarzuela. (Ya tenía experiencia, y suerte: en 1883 había pertenecido a la compañía de ópera de Ángela Peralta, que en Mazatlán casi desapareció por la fiebre amarilla; en efecto: de los casi 80 integrantes de la compañía murieron 75, incluida la primadona.)
Pues bien, con la compañía de zarzuela se embarca rumbo a Cuba. Se presentan en varios centros importantes de la isla, pero la empresa fracasa y huye a México; salvo Juventino Rosas, que es atacado de mielitis espinal y tiene que internarse en la Casa de Salud de Nuestra Señora del Rosario, por encontrarse en la ruina más absoluta. La víspera de su muerte —el 9 de julio de 1894—, un grupo callejero toca Sobre las olas, sin saber que a unos metros está agonizando su autor. Desde las ventanas, los enfermos que pueden ponerse de pie le aplauden a los músicos y piden que se repita la pieza. Juventino Rosas alcanza a emitir una sonrisa.
Tiene 26 años, y alguien escribe en su tumba: «Juventino Rosas, violinista mexicano y autor del célebre vals Sobre las olas, falleció en julio de 1894. La tierra cubana sabrá conservar su sueño.»
Por gestiones del periodista Miguel Necochea, que se conduele de ver la tumba tan abandonada, la Sociedad de Compositores Mexicanos asume la responsabilidad de trasladar los restos de Juventino Rosas a México. Es el año de 1909. Los mexicanos residentes en Cuba costean la exhumación y transporte, y los restos, que viajan en urna de cristal, son recibidos en el puerto de Veracruz por los compositores Miguel Lerdo de Tejada y Ernesto Elourdy. El Ferrocarril Mexicano aporta un vagón de capilla ardiente, y por donde el tren va pasando se escuchan las notas de Sobre las olas. El 16 de julio de 1909 llegan los restos a la capital, y permanecen dos meses en el Teatro del Conservatorio, para que los curiosos puedan conocer los restos del autor del multicitado vals. Se le sepulta en el Panteón Civil, y allí reposaría hasta diciembre de 1939 en que Juventino Rosas conocerá su última y definitiva morada: la Rotonda de los Hombres Ilustres.
Deja un comentario