Novela
Desgajar la belleza
Primera Parte
Capítulo Ocho
Qué excitante quedarnos de ver en ese barecito de la Roma. Como dos desconocidos. Yo llegué media hora o un poco más antes que tú. Había suficientes hombres en el antro. Con toda seguridad alguno se te acercaría. Llegaste y te dirigiste hasta un lugar discreto, apartado. Varios se volvieron a mirarte. No es común una mujer con tus características en un sitio así. Déjame decirte que además de lo bella se te notaba lo puta: a leguas se veía que andabas buscando macho.
La promesa me la hiciste aquella vez, ya un tanto cuanto lejana, que estuvimos oyendo cuartetos. Los de Schubert. Quiero decir, no todos, sólo los más hermosos: el 12 —el celebérrimo Quaterttsatz—, el 13 —Rosamunda —, el 14 —La Doncella y la Muerte— y el 15. Unos con el Cuarteto Italiano, otros con el Cuarteto Vegh. Son obras maestras insondables. De una belleza enérgica y conmovedora. Schubert hacía música como otros hacen camisas o pan blanco. Los temas le brotaban con facilidad pasmosa. Mientras el mundo rodaba, él hilvanaba corazón y pensamiento. Porque además de la espontaneidad y frescura de sus melodías, las suyas son obras de estructura indestructible. Semejan la arquitectura poderosa de aquellos romanos, que cada vez que levantaban un edificio lo hacían pensando en la eternidad.
Los oímos a bordo de tu auto. Con cuánta emoción evoco esos momentos en tu BMW gris perla. La música de cámara y algunos, muy pocos, automóviles, se parecen: en que nada sobra ni nada falta, en que todo está perfectamente imbricado, es decir, todo ajusta a la perfección. Cada pieza, cada parte —cada nota—, forma parte de una unidad; es justo lo que debe ir ahí. Como si aquello proviniese de una mente educada para conformar obras de arte, para hacer de la ingeniería una rama del quehacer artístico.
Oíamos esos cuartetos —siempre Schubert, sólo una vez se colaron Debussy y Ravel— en nuestras escapadas a cualquier bar sobre la carretera de Toluca o de Cuernavaca, donde los jefes llevan a sus secretarias. Bares espléndidos en los que las bebidas te las llevan al carro. Qué mayor dicha ser un mesero como ésos. Mirar a la mujer casi encima del hombre. Acercarse casi sin avisar —¿quién va a distinguir la lamparita en la mano que portan?— y de pronto golpear discretamente el cristal. Y ya para entonces, haber visto, o entrevisto, mejor dicho, una falda levantada más allá del muslo, un seno al aire, un pene escurriendo.
Tal vez la presencia del mesero que iba y venía con demasiada frecuencia, nos orilló a pensar en la idea de que asistieras sola a un bar con la esperanza de que alguno de los parroquianos te abordara. Lo habíamos planeado bien: si después de un par de copas nadie se te acercaba, entonces yo lo haría.
Y así lo hicimos.
Me detuve delante de tu mesa como cualquier extraño. Pero vamos, desde que me planté todos se me quedaron viendo. Algo había en mi actitud que indicaba lo que me proponía hacer. Me siguieron con la vista hasta que me senté a tu lado. Seguramente muchos esperaban que me rechazaras, para animarse finalmente, para desfilar de uno en uno hasta que seleccionaras al de tu antojo. Tal vez eso hubiera pasado, cómo saberlo.
—¿Te podría invitar una copa? —te dije. Te me quedaste mirando como un ganadero mira a un semental. Me conoces cada agujero, cada rincón. Pero en tu mirada había curiosidad, morbo.
—Bueno, ¿por qué no?
Era mentira, pero me sentí profundamente orgulloso. Todos los que estaban ahí me miraban ahora con envidia. Ninguno se había animado, y las consecuencias estaban a la vista. Llamé a la mesera y le hice la indicación de que me cambiaba de mesa y me trajera una copa para cada uno, de lo que estábamos bebiendo.
—No es frecuente ver a una mujer sola en un bar como estos —te confesé—. Las mujeres son demasiado recatadas o prejuiciosas, o simplemente chapadas a la antigua. Desde el momento en que vienes aquí sola habla bien de ti. Dime algo, ¿cuál es la parte de tu cuerpo que más te gusta?
—Esa pregunta me encanta pero no tengo la suficiente confianza para respondértela.
—Quizás pueda adivinar…
—Quizás… —dijiste, saboreaste tu trago y se dibujó una sutil sonrisa en tu boca.
Tú sabes lo que yo estaba pensando. Estoy seguro de que tu intuición te lo dejó ver.
—¿Ésta es… tu parte preferida? —pregunté mientras apoyaba discretamente mi mano en tu rodilla.
—Caliente, caliente…
Subí más la mano. Ahora sentía el límite de tus medias. Un tenue calor parecía provenir de un poco más allá.
—¿Ésta entonces?
—Caliente, caliente… Te estás acercando.
Entonces puse mi mano en tu sexo. Uf, no traías calzones. Sentí que había tocado el centro de la tierra, el botín del mundo, como le dice José María Álvarez. Más allá no había nada. Ni arte, ni sentimientos, ni conocimiento, nada.
—¿Ésta sí…? —dije, o mejor dicho tartamudeé.
Nos besamos y con el rabillo del ojo vi la mirada descompuesta de más de uno. ¿Por qué no yo?, se habrán dicho. Una pregunta que se viene haciendo la humanidad desde que la vida es vida.
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