Archive for diciembre 2014

Nuevos textos de los lunes

Amigos muertos / V

1) Víctor Pavón. Trailero. Con aplomo y experiencia en las palmas de las manos, en sus reflejos, en el arte de conducir, recorría las carreteras de este país. El tráiler era de él, lo que le facilitaba imponer sus condiciones a las empresas que solicitaban sus servicios. Aunque resultaran de alto riesgo —sobre todo por la inseguridad que priva en este país. Por ejemplo, elegía el camino más corto para llegar de un lugar a otro, así fueran carreteras federales. Por ejemplo, era enemigo de viajar con copiloto. Así se llevaba la vida. Hasta que en un restaurante en el que acostumbraba parar, descubrió un libro de Jim Thompson. Hablaba sobre un asesino. Lo leyó no menos de una docena de veces. Se compró un cuaderno de raya, y emprendió la confección de un cuento. Luego de otro. Y de otro más. De ahí brincó a una novela. Y a otra. Pero esto tuvo consecuencias. Se descuidó. Por la diosa literatura, abandonó la disciplina de la chamba. Aquella disciplina que fortalece el espíritu cuando se está en el camino correcto. Abandonó sus hábitos. Cuando volvía los ojos, ya había anochecido. Aun así. Con sueño y su cabeza puesta en la historia que estaba armando, remontaba el vuelo hasta la sierra. Para alcanzar su destino. No se supo más de él cuando se dirigía a La Piedad, Michoacán.

2) Jorge Castillo. Mecánico automotriz. Vivía siempre en el ojo del huracán. Algo veía en los barrios peligrosos. Le gustaba salir temprano a correr. Le tocó ver que un par de vándalos intentaba abrir su auto. Cometió el error de intentar detenerlos. Le sorrajaron un balazo con una .22, que le entró por el vientre y le salió por la cabeza. Murió camino al hospital. Pese a su juventud literaria, tramaba sus historias con donaire y precisión. Quería darles el punto exacto. Como si estuvieran trazadas con un compás profesional. Era adicto al arte de la hondura. Enemigo de la futilidad, hablaba —escribía— de temas inquietantes. Una cicatriz, una quemadura en la cara, le daba filón para armar lo que habría de ser una novela. Leía con voz trémula. Sabía lo que estaba en juego. Un viaje hacia la esencia. Corregía sus textos al momento de leer en voz alta. Descubría algo que pasaba inadvertido para el resto del grupo. “Corrige después”, le sugirió alguien. “Se me olvida”, respondió. Con un tono de voz que no admitía discusión.

3) Francisco Valencia. Siempre salía de la cantina con un vaso desechable. Solía tener pleitos en tugurios. Por lo que fuera. Cualquier minucia. Bueno para el tiro, sabía meter las manos. Lo aprendió en su barrio de Iztapalapa: Santa María Aztahuacán. Cuando bebía su vodka, se le quedaba mirando al trago como si buscara una respuesta a la injusticia. Alguna vez intercambiamos camisas. En una cantina. Nuestra conversación giraba sobre mujeres y libros. Y en ciertas ocasiones, de rozón, sobre política. Se cooperaba con sus gentiles pesos al momento de pedir la cuenta. Tenía debilidad por los buenos carros, aunque fueran de bajo perfil. Lector de Voltaire y de Vargas Llosa, solía llevar libros a sus visitas cantineras. Que emprendía lo mismo solo que acompañado. Desde la tersa noche, de autor desconocido, era una novela que defendía a diestra y siniestra. Gallardo, cordial, charlar con él generaba expectativas. Complacía el espíritu. Aportaba puntos de vista sobre los temas que afectaban la pasta de la humanidad. Por más lejanos que parecieran. No era dado a satisfacer las diatribas. Creía que la ira se sobreponía a la polémica, por lo que eludía a los necios. Proclive al ensayo, no dejó ningún libro. Hasta donde se sabe. Un infarto le provocó la muerte. Fue llorado. Y enaltecido.

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Nuevos textos de los lunes

Ensayo

Las caras del deseo

Nadie se priva del deseo. Nadie se priva de desear ni de ser deseado. Y quien lo dude habría de buscar en los recovecos más profundos de su libido.

Sentir el deseo no siempre ha sido bien visto. En el medioevo los hombres se flagelaban para acallar la voz de su naturaleza. El deseo venía imbuido de pecado. Envuelto en un paquete que muy pocos se atrevían a abrir. Aunque todo mundo tuviera ganas de hacerlo.

Pero la censura no debe ser juzgada tan a la ligera. Tiene su lado bueno. La censura promueve el deseo. Incrementa las ganas de ver, de tocar, de oler. De saciar los sentidos. Por ahí la censura es bienvenida. Cuando se impide que una mujer muestre sus piernas o cualquier parte de su cuerpo porque así lo impone la censura, provoca el vuelo de la imaginación masculina. Lo que ciertamente causará el beneficio de la exacerbación. Aunque las cosas no son equitativas para los hombres y las mujeres. Se aplica la censura a las mujeres. Son ellas las que ejercen el control de su cuerpo. ¿Pero y el hombre? ¿En qué se contiene? La norma está ahí. Y con eso basta. Para él.

Cuando el niño desea, cuando descubre en alguna de las mujeres que lo rodean el objeto del deseo, se integra a una caballería de sementales. A partir de ahí, ese niño verá en cada mujer que lo toque, que lo acaricie, o cuando menos que se aproxime, una fisura al paraíso. Tal como el poeta siente, por más viejo que esté. Ésa es la capacidad de los poetas, que vuelven a sentir en carne propia la animalidad infantil. Así que ese niño sentirá que la piel se le eriza, que tartamudea, que algo le está creciendo por dentro. Y el deseo lo guiará como el perro al ciego. Irá por donde el deseo lo conduzca. Mirará lo que tiene que ver. Descubrirá mañas, trucos, artificios para asomarse, para espiar. Pero a la vez, y esto es lo verdaderamente prodigioso, sin que nadie se lo haya dicho, advertirá que está caminando en el borde de lo prohibido. Que cada una de aquellas acciones fascinantes estará rubricada por la prohibición. Entonces, si su espíritu es grande, actuará con inteligencia y determinación; porque sobre su persona el deseo ha depositado la mano.

Para bien o para mal, el individuo aprende a convivir con el deseo. A sortearlo. Sabe que no hay modo de manifestarlo sin causar revuelo. Le quita y le pone el bozal. Le quita y le pone el collar. La cadena. En la medida que un hombre controla su deseo, estará controlando su pasión. Domeñándola. Tal como quería Marco Aurelio. U otro ejemplo: Johannes Brahms. Pero he aquí la otra cara de la moneda: cuando ese deseo sobrevive al paso del tiempo, aquel hombre seguirá sometido a la pasión con el mismo gusto que un toro a la muerte.

Un hombre esclavo del deseo es de los pocos, contadísimos, que ven la vida desde la parte más alta de la torre, tal como el vigía desde la atalaya. Porque el deseo le abre horizontes. Le permite ver las cosas desde arriba, por encima de la mediocridad que distingue a los enanos de espíritu. No hay nada más impactante que ver a un hombre poseído del deseo. Por el solo deseo, un hombre es capaz de acometer la factura de una novela, de levantar una barda perfectamente recta, poner un despacho de abogados o ganar un maratón. Porque el deseo es acicate, yunta, llama que mantiene encendida la mecha de la pasión.

Nadie sabe a ciencia cierta cómo perpetuar el deseo. Aunque hay quien apuesta que el secreto radica en la alimentación, hay también quien insiste en que todo está en el arte de meditar. O de plano en la facultad emanada del ejercicio de la imaginación. El sentido común aconsejaría que en el coctel de estos tres ingredientes. La costumbre, la docilidad, lo previsible, lo aniquilan. De algún modo, el deseo es un gran señor al que le gusta jugarse la vida. Que es decir improvisar, asomarse a los abismos, urdir situaciones límite. Siempre será preferible que un hombre y una mujer que se desean jamás se toquen, si el precio es, finalmente y al paso del tiempo, el aburrimiento. Porque una vez cumplido, lo siguiente es perpetuarlo. Cada pareja sabe cómo. Entonces surgen los códigos, las señas, el lenguaje preverbal —o perfectamente, obscenamente explícito. No saben exactamente cómo, pero un hombre y una mujer se las ingenian para pulsar el deseo. O para matarlo. O, simplemente, para ejercer el dominio de uno sobre el otro. Lo cual conduce directamente a la vejez. Aunque hay otro tipo de ancianos. Que hasta a simple vista se distinguen.

Un anciano acometido por el deseo es insustituible. Aquel hombre de edad cuya mirada se extravía tras las piernas de las mujeres, o de plano tras su voluptuoso trasero, aquel anciano que les toca las caderas, que les roza los senos como en un aparente descuido, es ejemplo de grandeza humana. Es un hombre sabio, del cual hay que aprender. Porque no se ha dado por vencido. Porque se ha sobrepuesto a la ignominia que significa estar vivo. A la montaña que significa vivir. Es la mejor prueba de que la vida está ahí, enhiesta, inquebrantable, de que la sangre sigue corriendo por sus venas. Con el mismo brío. Qué poca importancia tiene que ese hombre pueda o no consumar el deseo.

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Texto de los jueves

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Amigos muertos / IV

1) Gerardo Castillo. Poeta. Hombre tan creativo como humilde y próvido. Cuidadoso de las palabras, no mostraba sus textos hasta no estar plenamente convencido de su eficacia. Lector acucioso, distinguía la belleza donde para otros permanecía oculta. Bueno para el trago, también lo era para las mujeres. Corto de vista, sus apreciaciones sobre la literatura eran vastos y acuciantes. Al momento en que murió en un asalto, estaba preparando su libro de poesía. Incansable, amante de la perfección, diario lo corregía. Lo llevaba a todos lados. Al morir, su libro quedó abierto en el poema que se encontraba revisando. Sobre su corazón. Como en una suerte de mensaje.

2) Víctor Roura. Periodista controversial, por más de 25 años fue editor de la mejor sección de cultura de los últimos años, la de El Financiero. Su trabajo consistía en comentar la vida cultural de México. Para lo cual estaba rodeado de plumas de altos vuelos. Muy superior a las secciones de otros medios. Desmenuzaba los acontecimientos culturales hasta descubrir los entresijos, la mierda política que había por debajo. O de intriga. De envidia. De sentimientos bajos y abyectos. Excepto entre unas cuantas personas, no fue un periodista querido. A su alrededor creó admiración, no afecto. Estaba impuesto a cerrarse las puertas. Tuvo el infortunio de ir en una micro que se fue al abismo en la carretera de San Cristóbal las Casas a San Juan Chamula.

3) Gabriel Rodríguez. Lo quise mucho. Cuando empezó a escribir era humilde, sencillo. Pero las redes sociales lo hicieron insoportable. Sin embargo, esta actitud le generaba lectores. Morbosos. Como si apostaran para ver hasta dónde llegaría. Siempre se mantuvo por encima de las aguas. Las turbulencias agitadas de las profundidades no eran lo suyo. Huía del conflicto como el venado de las garras del tigre. Publicó varios libros. Cuentos y novelas de su producción pasaron por mis manos. En talleres que yo coordinaba. Y coordino. La publicidad lo atraía como fragmentos a su imán. Lo que lo hacía memorable era su amor por la lectura. Encontraba en la lectura una fuente de entretenimiento. Murió en una riña callejera. Sólo por detenerse y mirar.

4) Enrique Iglesias. Narrador sólido. Tenaz. Sus cuentos causaban expectativa en el taller. Se adentraba en el alma humana como a la búsqueda del tiempo perdido. Leerlo era meter las manos en el agua de la vida y sacarlas empapadas. Poseía un grado de ternura que lo hacía gentil a los ojos de las mujeres. Bebedor a ultranza, tomaba mezcal y cerveza a la par. Por alguna extraña maldición el alcohol parecía no trepársele. Era el primero en llegar y el último en irse. Miraba en silencio a los demás. Las palabras emergían de sus cuentos, no de las conversaciones. Solía hablar en tono confesional del arte de la novela. Nunca se decidió a escribir ni el boceto de una. Hasta donde sabíamos quienes lo rodeábamos. Cayó fulminado por un infarto en el momento en el que iba a emprender la lectura de un cuento.

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Nuevos textos de los lunes

Cuento
Domingo de Ramos

Los domingos me paraba antes que todos. Brincaba de la cama y brincaba el Blaqui. Mi perro. Hacía todo lo que yo hacía. Como que me arremedaba. Se dormía conmigo. Debajo de las cobijas. Se enredaba entre mis piernas. Ese domingo íbamos ir al cine. Mi papá lo había prometido. Iríamos a la matiné del cine Jalisco. Era lo que más me gustaba de mi colonia. Sus cines. Estaba el Jalisco, el Ermita, el Hipódromo, el Cartagena. A mi mamá no le gustaba ir a esos cines porque decía que eran horribles. Todos apestosos. Pero no era cierto. Exageraba. Como en todo. Por la misma razón me regañaba. Porque me acostaba con la misma ropa que había traído puesta todo el día. Una semana completita. Pero yo decía que eso era normal.

Ése era un domingo especial. Era domingo de ramos. Y seguro pasarían una película de romanos. Había varias. Que las veíamos siempre. Las mismas las volvían a pasar cada semana santa: El manto sagrado, Demetrio el gladiador, Rey de reyes, Quo vadis, Ben Hur

Pues ese domingo daban El manto sagrado y Demetrio el gladiador. Nomás. Con Víctor Mature. No había más que entrar al cine para sentir la grieta. Para enfurecerse con todos los romanos que se burlaban de Jesucristo. Verlo cargar su cruz les sacaba los peores instintos.

Lo primero que me sorprendió esa mañana fue ver a mi mamá en la cocina. No porque no fuera su lugar favorito de la casa, sino porque era muy temprano. ¿Qué haces aquí?, le pregunté. Pues ya sabes, hijo, preparando el desayuno. Tu papá quiere que vayamos al cine y ya se nos fue el santo al cielo. Ya no va a haber tiempo para un desayuno formal. Así que estoy preparando unas tortas. ¿Y de qué van a ser? Ya sabes, de jamón, de huevo, de salchicha, de queso de puerco… De pollo para tu hermana. Y hasta una de bistec. Ésa la quiero para mí. No, va a ser para tu papá. No, yo la quiero para mí y me la quedo. ¿Ya viste que lindo pajarito está en el árbol? ¿Cuál…?, preguntó mi mamá. Yo le señalé la rama del árbol, y se asomó a la ventana. Ése de ahí. Velo. Se lo señalé una vez más. Y en lo que se asomó se la apliqué. Tomé la torta de bistec y me eché a correr. Cuando menos el desayuno ya lo había solucionado. Escuché sus gritos. Demasiado tarde.

Digo que fuimos al cine Jalisco. Todavía no empezaba la función. Estaba a punto. Creí que iban a ser tres películas pero nada más fueron dos. Las mejores. Yo me senté entre mi mamá y mi hermana. Mi papá llegaría unos minutos tarde mientras buscaba dónde estacionar el coche. De repente la cortina se hizo a un lado, apagaron las luces y apareció el león del anuncio. Oí el chiflido de mi papá. Ya andaba por ahí. Con el chiflido no había pierde. Se lo respondí. Se aproximó y se sentó. Ahora sí estábamos todos juntos. Por fin. Mi mamá nos preguntó si teníamos hambre y todos respondimos que sí. También mi hermana. Que tenía once años y se ponía de sangrona porque ya le empezaba a preocupar conservar su línea. Según ella, comía pura comida dietética. Nadie le hacía caso a sus jaladas. Ni mi mamá.

Me tocó la torta de huevo con chorizo. Le di la mordida y casi la escupo. Estaba picosísima. Me volteé a ver a mi mamá. ¿Qué chile le pusiste?, le pregunté furioso. El más bravo. A ver cuándo te vuelves a robar una torta. Ni que hubiera sido para tanto. Me dije. Pero ni modo. Le quité la otra raja y me la comí como si fuera el último platillo de mi vida. O ésa era mi intención, comérmela. Pero se me chispó de las manos cuando le quise dar una súper mordida del tamaño del cine Jalisco. Carajo. Todo estaba en mi contra. La quise agarrar en el aire pero fue por demás. Ese día santo, domingo de ramos, Jesús me la estaba haciendo de jamón. Como si fuera el prefecto de la escuela. Como pude, me agaché y la recogí. Por pedazos. Pero tampoco me podía agachar a gusto porque la película estaba en uno de sus momentos de máxima emoción. Me agachaba y veía. Veía y me agachaba. En fin. Quién sabe dónde cayó la torta porque estaba embarrada como de una rebaba. ¿Mocos? ¿Gargajos? Quién sabe. Pero la recogí y la limpié con la servilleta. Si era un mandato de Dios, me la comería. Yo era un fiel seguidor. Lo acepté y la devoré cual muerto de hambre. De todos modos, Jesucristo estaba rodeado de limosneros y menesterosos. Así se veía en las películas. Miserables que no servían para nada. Siquiera a mí me había regalado una torta. Pisoteada. Pero al fin de huevo con chorizo.

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Texto de los jueves

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500 palabras (II)

1) Ayer me metí a beber al Carro del Sol. Entré y de inmediato el mesero se aplicó a servirme. Un Johannes Brahms, dije yo. Ya me conoce, y sabe que lo que estoy diciendo es un JB. Como sea, me lo sirvió de volada. Bien cargadito. Estaba yo celebrando que apenas le había puesto fin a la novela que en los tiempos más recientes me ha quitado el sueño. En esas circunstancias un trago —que fueron tres— no cae mal. Pero estaba yo celebrando más cosas. Que mi corazón late por una mujer. Y que el corazón de esa mujer late por mí. Cosa digna de celebración.

2) Que delicioso es ponerle punto final a una novela. Pero también es amargo. En primera porque uno sabe que pudo haber hecho más. Que el verdadero final de una historia nadie lo alcanza a ver. (Por eso son tan absurdas las historias bíblicas —como Éxodo, que si tienen buen gusto no la vean.)

3) En la pared de mi estudio que da a lo algún iluso podría denominar sala, tengo colgados los cuadros de mis maestros, o cuando menos los que yo considero mis maestros: Brahms, Beethoven, Bach, Mozart, Schubert, Schumann, Tchaikovsky, y desde luego el cuarteto Lener. Cuando bebo, suelo dedicar la sesión a cada uno. Porque tengo cuerda para rato. No se requiere mucho, si de beber y de honrar se trata. Estoy metido en un grave problema. Que no voy a nombrar en estas líneas, porque el supuesto lector se va a sentir insultado. ¿Y yo qué?, se va a preguntar. Digo.

4) Estoy aplastado por los sentimientos de culpa. Le he hecho mal a todos mis seres amados. No hay nada más inconsolable para un hombre. Por eso la música se amolda tan bien al desasosiego de un infausto. Porque uno anda buscando los brazos de un ser piadoso que lo acepte con sus defectos. Y la música es quien encarna a ese ser.

5) El tan cacareado bulling mexicano debería echar un ojo al expresado en el rock de este país. Me refiero al mentado rock que ya nadie sabe si lo es o no. Obviamente estoy hablando de esa moda de fines de los años cincuenta y principios de los 60, en que se despreciaba —y más que eso— a la mujer de esa época. ¿O alguien podría ponerlo en tela de juicio?: letras que se burlaban de la más gorda, de la más flaca, de la más despeinada, de la más presumida. La oferta no se quedaba corta. ¿Pero eso qué refleja? Que todo mundo era libre de expresarse como se le deba su regalada gana. Claro, era otra época. Uno podía orinarse donde quería, podía acariciar la cabeza de un niño en plena calle sin temor de que lo acusaran de pederasta, podía besar a una mujer en el atrio de una catedral o en un viaje en el elevador de la planta baja al séptimo piso.

6) ¿O no?

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Nuevos textos de los lunes

Vicente Leñero. In Memoriam

1) Cuando me dio la mano no lo creí. Recién había publicado mi primer libro. De poesía, Atmósfera de fieras. Que estaba dedicado a “Julio Scherer y demás compañeros de trinchera”. Vaya que si lo admiraba. Había leído yo Los periodistas. La palabra de Vicente Leñero era ley para mí. Devoré esa novela de corte realista. Hablaba de la historia del diario Excélsior. Del golpe político que le propinaron cuando se lo arrebataron a Julio Scherer. De cómo se gestó el contubernio entre los aliados del presidente Echeverría. Digo que en ese libro descubrí la realidad de los hechos. La truculencia al desnudo. Fue como un abrirme los ojos. Pero como a mí me interesaba escribir, descubrí en la prosa de Leñero el camino de la prosa. La contundencia de la palabra escrita.

2) Pero el mejor Vicente Leñero estaba en el crisol mismo de la literatura en su plenitud octogenaria. Revisemos algunos de los cuentos que aparecen en su libro Gente así, publicado por Alfaguara en 2008 —a la par que evoco algunos momentos que viví con él.

3) “La novela del joven Dostoievski”. Delicioso y extraño cuento. La lección de Vicente Leñero consiste en ceñirse a la realidad histórica y de pronto pulverizar la menor referencia. Quien ha leído la vida de Dostoievski, quien conoce un poco de su atormentada existencia, sabe que el enorme escritor ruso estuvo sentenciado a muerte acusado de conspiración en contra del zar de todas las rusias, Nicolás I. Que pertenecer a un grupo de disidentes, lo llevó a ser sospechoso de conjuración. Sospecha que la policía llevó hasta las últimas consecuencias. En la vida real Dostoievski fue atado a un poste, y un regimiento apuntó sus armas contra él. Pero que al momento que iba a darse la orden de disparar, llegó un jinete blandiendo el indulto en la diestra. En el último instante salvó su vida. En el cuento no acontece de ese modo. Allí, en esa parcela de la imaginación más punzante, muere el autor de Pobres gentes. El disparo se impacta en su frente.

4) Vicente Leñero vivía en la colonia San Pedro de los Pinos. Exactamente enfrente de Emilio Carballido, el otro gran dramaturgo mexicano —junto con Sergio Magaña, por supuesto. Cuando lo supe, arrojaba cada libro de mi autoría debajo de la puerta de su casa. Apenas veía la luz el nuevo título, lo metía en un sobre, escribía el nombre de Leñero, corría hasta su casa y se lo dejaba. Jamás me puse en contacto con él para comentarlo o para que me diera su punto de vista. Me bastaba con que lo supiera. Simplemente, era un modo de compartir la aventura de escribir.

5) Alguna ocasión Emilio Carballido me invitó a comer. Él mismo preparó un platillo exquisito: pato a la naranja. Comimos y bebimos como órdagos. De pronto le llamé a Jaime Aljure, director de la editorial Planeta, para comentarle que recién le habían rechazado a Carballido su novela más reciente. Jaime acudió de inmediato con un contrato y un cheque para Carballido. Después nos sentamos a beber. Entonces Jaime y yo nos despedimos, cruzamos la acera, y timbramos en la puerta de Vicente Leñero. Él mismo abrió y nos dejó franco el paso. Jaime y él se conocían muy bien. Seguimos bebiendo. Pero nos corrió a la brevedad. Se excusó diciendo que tenía hijas. Nos pidió que nos retiráramos. Así lo hicimos. Pero bastaron unos cuantos minutos para caer en la cuenta de que se trataba de un hombre sólido.

6) “A la manera de O’Henry” es otro cuento desgarrador. También viene en el mismo volumen. Proviene del mundo marginal de la albañilería. Que conoció Leñero a la perfección. Es una pareja de un albañil que trabaja en las obras viales del Periférico, y una mujer que vende quesadillas. Bajo la férula del alcohol, los amigos del albañil le confiesan que su compañera lo engaña con fulano y zutano. El hombre bebe aguardiente en grandes cantidades. Vuela a su casa, y golpea a su mujer. Pero de pronto un mal golpe lo hace trastabillar y rodar por el suelo. Hasta perder el conocimiento. La mujer toma una varilla y se la entierra al hombre en el estómago. Lo hace repetidas veces. Hasta matarlo. Acaso el chiste del texto está en que el cuentista se imagina que O’Henry lo guía en el devenir narrativo.

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Texto de los jueves

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Amigos muertos / III

1) Luis Miguel Juárez Figueroa. Se encargaba de subir mis textos a mi blog. Mediante una módica lana. Siempre fue muy acomedido. Oaxaca provocaba su fascinación. Cuando bebía mezcal confundía a los amigos con los enemigos. Y el día con la noche. Toda la vida quiso ser escritor. Lector voraz, era feliz leyendo a Goethe, a Thomas Mann, a Schopenhauer. Escribía crónicas bien logradas. Sus poemas no alcanzaron a desplegar las alas y remontar el vuelo. Siempre estuvo enamorado. De una española. De una mexicana. La salud no era su tarjeta de presentación. Padeció un montón de cosas. Los médicos se ensañaban con él. Le descubrían enfermedades temibles. Que la verdad ni tuvo. Ciclista más o menos diestro, se le ocurrió beber mezcal cuando iba rumbo al departamento que alquilaba en el centro. Un camión lo atropelló en la avenida del IMAN.

2) Jorge Borja. Mujeriego empedernido. Escritor convulso. Dejó cuando menos dos novelas inéditas. No he conocido a nadie que desmenuce la literatura como él. Su intuición y conocimiento le permitían desgajar la belleza aun en sus más recónditos ámbitos. Tenía años de ir a mi taller. Bebedor maestro, poseía cualidades y virtudes que no fácilmente se ven en un hombre. Bailaba todos los ritmos. Era increíble para el mambo. Y en general para la música que entraba por sus oídos. En cuanto bebía, todo eran sonrisas y conversación luminosa. Generoso, de pronto llegaba al taller cargado de libros que obsequiaba con enorme alegría. Padre amoroso, compartía con él las vicisitudes de la vida cotidiana. Ese dolor del que los hombres estamos hechos. Dejó varias antologías. Una bala perdida le dio en el corazón. Había ido por las tortillas.

3) Manuel Blanco. Enorme periodista. Punta de lanza del periodismo crítico. Narrador y cronista. Devoto de la palabra escrita, no daba por concluido un artículo si no llevaba la impronta de la más acuciosa revisión. Cada palabra la leía y la releía. Porque al mejor cazador se le va la liebre, decía. He perdido la cuenta de las veces que estuve en su casa. Sobre las calles de Manuel González. En una unidad. Se bebía fuerte. Litros de tequila pasaron por mi garganta. Alguna vez le hice un regalo: es para ti. Le dije. Y él la increpó: hazme un par de huevos estrellados. No sé cómo se hacen. Respondió ella. Entonces regrésate por donde entraste. Murió de una enfermedad inextricable. Hasta el día de hoy, los hombres de ciencia no se la explican.

4) Pedro González Peña. Célebre violonchelista oriundo de Talpa, Jalisco. A los 102 años murió en Guadalajara, donde vivió toda su vida. Se asfixió con el corcho de una botella de vino, que se empeñó en abrir con la boca. Su esposa Anita, de la misma edad, le sobrevivió 365 días exactos. Ni una más, ni uno menos. Don Pedrito —como era nombrado con cariño— vivía en la calle de Pino Suárez, entre Vidrio y Angulo. A unas cuadras del Teatro Degollado. Nos hicimos amigos porque me adoptó como nieto. Valoré su amistad como se valora un recuerdo de familia. Solía platicarme de la vida de mi padre. A quien conoció desde recién nacido. Guardaba un respeto inequívoco por mi madre. Charlábamos en nuestras caminatas, que emprendíamos hasta el parque Liberación, a espaldas de la Catedral. Se murió con un sueño atravesado —como el corcho—: conocer la ciudad de México.

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Nuevos textos de los lunes

Más amigos muertos

1) Germán Rodríguez. Periodista incapaz de aceptar un descanso. Siempre estaba empapado de proyectos. Hacía reportajes si que nadie se los pidiera. Bebía fuerte. Su juventud lo mantenía erguido. En particular le atraía la cantina El Centenario, pero cuando la Condesa no estaba poblada de niños. Todo iba muy bien en aquel pequeño círculo. Hasta que un día comentó que usaba los calzones de su hermana, porque le parecía de lo más cómodo y lindo. Así dijo. Ninguno le creyó. Hasta que yo le dije a ver, muestra. Volvió a ver si nadie lo miraba, se puso de pie y se bajó el pantalón. ¡Era cierto! Llevaba una tanga roja. Mientras que los demás —el Patillón, el Flaco y el Indio— se quedaron estupefactos, yo toqué aquellos calzoncitos. Murió un año después, de sida.

2) Isaac Zengua. Fuimos compadres. Era mecánico y motociclista. Puse mi cuerno para que compráramos una Royald Einfield. Estoy hablando de 1967, 68. Vivía en Guadalajara. En una casa de huéspedes con mi padre. Él era primer violín de la Orquesta Sinfónica del Noroeste. Yo no salía del taller donde chambeaba mi compadre. Cuando terminaba la jornada, nos íbamos a Los Jaguares, un bar de mala muerte donde yo era mesero. Todos los tragos que iban sobrando los vaciábamos en una olla. Que al final nos la repartíamos entre todos. Gracias a ese bar, pude ahorrar para la moto. Era lo único que nos importaba a mi compadre y a mí. Me enseñó a manejar en la carretera que iba a Los Camachos. Nos levantábamos chavas de la escuela para secretarias. Las volvía loquitas esa moto. Que arreaba como diablo. Como una Harley. También inglesa. Mi compadre chocó cañón. Adiós moto. Y adiós él.

3) Chon. Trabajaba en una farmacia sobre avenida Revolución. A la altura de Mixcoac. Vivíamos en la calle de Miguel Ángel, uno enfrente del otro. Tenía él dos tías abuelas, Amparito y Tomasita. Cada una como de 90 años. Tomasita vivía de coser ropa ajena. Mi madre le enviaba las camisas de mi padre para que les cambiara los cuellos, o los puños. También le hacía llegar mis pantalones, para que les pusiera parches de cuero en las rodillas. Iba con mi hermana. Siempre. Mientras que Tomasita terminaba aquella prenda, Amparito nos daba de comer. Lo que tuviera en la cocina. Que podía ser una doblada de frijoles, un taco de bistec. O una sopa de fideo. Yo estaba atento a la puerta. Cuando escuchaba que se abría, era Chon que venía con su bicicleta. Corría y lo abrazaba. Entraba atrás de él a la cocina. Vaciaba sus bolsillos. En la mesa se desparramaban las monedas. Se me iban los ojos. Al cabo de los años, le robaría a mi abuelo para extraerle sus centavos. Pero en fin. Ésa es otra historia. “No estés chingando”, me detenía Chon cuando lo abrazaba.

4) Francisco de León. Videoasta, no he conocido a nadie que sepa más de cine que él. Nos enfrascábamos en discusiones para ver quién sabía más de películas. Siempre me ganaba. Pero hacía trampa porque su memoria era genial. Las mujeres lo acosaban. Estábamos a la mitad de una discusión, y recibía la llamada de una, de otra. A todas las trataba con deferencia. Y mientras hablaba con ellas, me describía las piernas de fulana, los pechos de zutana. Con las manos y la lengua. Poeta, no se daba abasto. De su bolígrafo, brotaban poemas incontables. Cada vez más profundos. Amaba la animalidad en los seres humanos. Vivía solo. Empeñado en encontrar la crueldad de la melancolía. Se suicidó de una sobredosis. Como era de esperarse, todo mundo fue a su sepelio. Y a más de una mujer, se la vio llorando. Hasta los mocos mismos.

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