Nuevos textos de los lunes
Amigos muertos / V
1) Víctor Pavón. Trailero. Con aplomo y experiencia en las palmas de las manos, en sus reflejos, en el arte de conducir, recorría las carreteras de este país. El tráiler era de él, lo que le facilitaba imponer sus condiciones a las empresas que solicitaban sus servicios. Aunque resultaran de alto riesgo —sobre todo por la inseguridad que priva en este país. Por ejemplo, elegía el camino más corto para llegar de un lugar a otro, así fueran carreteras federales. Por ejemplo, era enemigo de viajar con copiloto. Así se llevaba la vida. Hasta que en un restaurante en el que acostumbraba parar, descubrió un libro de Jim Thompson. Hablaba sobre un asesino. Lo leyó no menos de una docena de veces. Se compró un cuaderno de raya, y emprendió la confección de un cuento. Luego de otro. Y de otro más. De ahí brincó a una novela. Y a otra. Pero esto tuvo consecuencias. Se descuidó. Por la diosa literatura, abandonó la disciplina de la chamba. Aquella disciplina que fortalece el espíritu cuando se está en el camino correcto. Abandonó sus hábitos. Cuando volvía los ojos, ya había anochecido. Aun así. Con sueño y su cabeza puesta en la historia que estaba armando, remontaba el vuelo hasta la sierra. Para alcanzar su destino. No se supo más de él cuando se dirigía a La Piedad, Michoacán.
2) Jorge Castillo. Mecánico automotriz. Vivía siempre en el ojo del huracán. Algo veía en los barrios peligrosos. Le gustaba salir temprano a correr. Le tocó ver que un par de vándalos intentaba abrir su auto. Cometió el error de intentar detenerlos. Le sorrajaron un balazo con una .22, que le entró por el vientre y le salió por la cabeza. Murió camino al hospital. Pese a su juventud literaria, tramaba sus historias con donaire y precisión. Quería darles el punto exacto. Como si estuvieran trazadas con un compás profesional. Era adicto al arte de la hondura. Enemigo de la futilidad, hablaba —escribía— de temas inquietantes. Una cicatriz, una quemadura en la cara, le daba filón para armar lo que habría de ser una novela. Leía con voz trémula. Sabía lo que estaba en juego. Un viaje hacia la esencia. Corregía sus textos al momento de leer en voz alta. Descubría algo que pasaba inadvertido para el resto del grupo. “Corrige después”, le sugirió alguien. “Se me olvida”, respondió. Con un tono de voz que no admitía discusión.
3) Francisco Valencia. Siempre salía de la cantina con un vaso desechable. Solía tener pleitos en tugurios. Por lo que fuera. Cualquier minucia. Bueno para el tiro, sabía meter las manos. Lo aprendió en su barrio de Iztapalapa: Santa María Aztahuacán. Cuando bebía su vodka, se le quedaba mirando al trago como si buscara una respuesta a la injusticia. Alguna vez intercambiamos camisas. En una cantina. Nuestra conversación giraba sobre mujeres y libros. Y en ciertas ocasiones, de rozón, sobre política. Se cooperaba con sus gentiles pesos al momento de pedir la cuenta. Tenía debilidad por los buenos carros, aunque fueran de bajo perfil. Lector de Voltaire y de Vargas Llosa, solía llevar libros a sus visitas cantineras. Que emprendía lo mismo solo que acompañado. Desde la tersa noche, de autor desconocido, era una novela que defendía a diestra y siniestra. Gallardo, cordial, charlar con él generaba expectativas. Complacía el espíritu. Aportaba puntos de vista sobre los temas que afectaban la pasta de la humanidad. Por más lejanos que parecieran. No era dado a satisfacer las diatribas. Creía que la ira se sobreponía a la polémica, por lo que eludía a los necios. Proclive al ensayo, no dejó ningún libro. Hasta donde se sabe. Un infarto le provocó la muerte. Fue llorado. Y enaltecido.