Cuento
Como suspendida en el aire
Mi estudio es mi casa. Mi casa es mi estudio. No me pregunten cuántos metros cuadrados tiene porque de medidas no sé nada. Pero consta de una estancia. en la que hay cinco sillas y cientos de libros y discos compactos. Carece de cocina. Cuenta con una recámara y un cuarto donde tengo mi máquina de escribir mecánica. Como ya lo dije, está lleno de libros. Cinco libreros atiborrados. Cuando escribo a mano, abro la puerta —que en realidad es la puerta que da a la calle. La escasísima gente que pasa por ahí suele detener la mirada, así sea cosa de segundos, en aquella casita. Con seguridad, la música que sale de ahí les llama la atención. Tanto por el altísimo volumen a que la escucho cuanto por el tipo de música que oigo —siempre he creído que la música de altos vuelos atrae los oídos con una fuerza poderosa.
Y lo mismo en niños que en adultos. Aunque quizás más en los niños. No lo sé. A media cuadra de mi casa está una escuela primaria, y alrededor de la una y media la calle se inunda de chamaquitos que transitan con sus mochilas, sus maquetas, rumbo a casa. Yo los veo pasar. Y ellos me ven trabajar. Cuando voltean. Acaso también los atrae el golpeteo de mi máquina de escribir. Porque primero escribo a mano, luego en mi máquina de escribir y por último en la computadora.
Pero he aquí que las cosas dieron un vuelco.
Un grupo de niñas pasó y no resistió la curiosidad. Yo las vi. Primero iban hacia un extremo de la calle, y luego hacia el opuesto. Pero una de ellas en particular se detuvo más de lo normal. Sin duda se había sentido poderosamente interesada. Nos encontrábamos a muy escasa distancia. Ella en el umbral de mi casa y yo a unos cuantos metros —ni siquiera cinco— hacia el interior. Me miró, la miré. Se sonrió, me sonreí. Se dio vuelta y prosiguió su camino.
Me quedé con su sonrisa incrustada en mi cara. Dulce, tierna, conmovedora. Me habría encantado saber lo que pensó de mí. Algo en mi corazón me dijo que no habría de esperar mucho de ella. El hecho de que no la acompañara un adulto, me indicaba que viviría a unos cuantos metros. Tal vez un poco más. Pero, como sea, no mucho.
Al día siguiente me puse a escribir como loco desde la mañana. Abrí la puerta hacia las doce. No tenía otra cosa que llevar a cabo más que mi rutina: escribir y escuchar música. Aunque a veces abría una botella de vino, esta vez preferí no hacerlo. No quería que nada me distrajera. Estaba yo escribiendo un libro de reflexiones sobre la literatura universal, y aún tenía mucho camino por delante. Así que decidí concentrarme.
Transcurrió la mañana, y el medio día. Y nada. Jamás se apareció. Me recriminé. Hubo un momento en que fui al baño. Quizás coincidió. Quizás en ese instante se asomó. Y al no verme prosiguió su andar. Pero también era un poco absurdo. Por la música. Porque la música era indicativo de que yo estaba. Ya lo dije, la ponía a un nivel muy alto.
Exactamente de la misma manera transcurrió el siguiente día. Y el otro. Hasta sumar la semana toda. Finalmente llegó el viernes. Decidí no ir al Reclusorio Oriente a impartir mi clase de creación literaria. Así que ese viernes seguí mi rutina al pie de la letra. Recuerdo que hasta me había bañado. Porque yo no duermo en mi estudio. Lo hago en casa. Tengo dos hijos universitarios. Era lo menos que podía esperarse de un hombre de 62 años. Así que por el calor excesivo decidí bañarme. Y lo hice antes de abrir la puerta. Sin duda que una puerta era el símbolo. Lo digo porque cuando lo hice un escalofrío recorrió mi columna vertebral.
Ahí estaba. Su hermosísimo rostro decantado contra la acera de enfrente. Sus rasgos de pre nínfula a mi alcance. Más que paralizada, se quedó inmóvil. Como suspendida en el aire. Como una aparición. En cualquier momento desplegaría las alas y remontaría el vuelo. Entonces se sonrió. Tras esa sonrisa había un secreto. ¿Qué le había impedido ir martes, miércoles y jueves? Lo ignoraba. Yo lo ignoraba. ¿Un temor? ¿Una prohibición familiar?, ¿se lo había contado a alguien?, ¿la habían reprendido? No sabía yo nada. Pero bajo la indagación de su mirada, distinguí unos ojos ávidos, rubricados por un gesto de tristeza.
Sentí que las palabras venían a mi boca. ¿Las pronunciaba o no? Quizás lo mejor era tragármelas. Así principiaban los malos entendidos, las tragedias: por la boca. Mejor me callaba. Pero había algo en su actitud que me obligó a externar mis sentimientos. Avasalladores.
—¿Cómo te llamas? —pregunté.
—Magdalena —repuso en lo que casi fue un gemido.
—Pásale —la invité a entrar y le extendí la mano.
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