Texto del lunes
Cuento
Dos cerdos y medio
Suelo tomarme una cerveza y mis alitas de pollo en el negocio de don Luis. Una cafetería acogedora que se encuentra en el barrio. No acostumbra ir mucha gente, por lo que hay oportunidad de concentrarse en la lectura. Nadie interrumpe. Nadie te mira. Aquella vez me detuve ahí porque quedé de verme con mi hija. Cuando llegó, ya había pedido mi café. Le pedí a Osiris, el mesero y sobrino de don Luis, que me lo guardara. Que regresaría en cosa de 40 minutos. Así lo hizo. Y así lo hice. Fui con mi hija a comer a una fonda cercana. Le gusta la comida casera. Cuando terminamos, ella se fue a su casa y yo a la cafetería. Se encontraba comiendo —demasiado tarde me di cuenta de que apenas estaban comenzando— una pareja. Una mujer gordinflona y un hombre sin característica alguna. Les habían servido su sopa aguada. Un consomé de pollo, según pude leer en el pizarrón de la entrada. Yo extraje de mi mochila una revista de entretenimiento —no soporto las de política ni las de deportes—, y me propuse leer un par de artículos de periodistas a quienes valoro. Osiris me llevó el café. Estaba hirviendo. Mejor, lo disfrutaría por partida doble. Por el brebaje y por la lectura.
Y en esas estaba, cuando las carcajadas de la pareja llamaron mi atención. Intenté no volver la cabeza por mera discreción, pero eran tan estentóreas que no pude evitarlo. Estaban jugando. Él le daba la sopa en la boca. Ése era el juego. Tomaba la cuchara, la sumergía en el plato, la sacaba colmada y la vaciaba en la boca de la mujer. Como si fuera una chiquita. Desde luego, el siguiente paso era que ella hacía lo mismo. Es decir, le daba a él la cucharada en la boca. Cada vez que hacían eso, se revolcaban en la mesa de la risa. Porque la mitad del contenido se escurría. Lo que generaba más risotadas. El problema no era el juego sino el volumen de las carcajadas. Eran francamente estridentes. La gente que pasaba caminando por la banqueta, se detenía para identificar a los protagonistas del espectáculo. Cuando las gotas escurrían, el que servía se encargaba de limpiar. Tomaba la servilleta y la pasaba por la mancha. Ante esta acometida, la pareja extraía fuerzas de flaqueza y se carcajeaba una vez más, con más aplomo —y desde luego más volumen.
No me pude concentrar más en la lectura. Para cualquiera habría resultado imposible. La carcajada penetraba como polvo de vidrio en mis oídos. Tuve la intención de levantarme, pero desistí de inmediato. Sé que habría sido un desaire para Osiris —cuya hermana, y dicho sea entre paréntesis, se llama Isis. Si me marchaba, iban a pensar que no aguantaba nada. Jamás había hecho eso. Ponerme de pie por ningún motivo que no fuera haber consumido, pagar e irme. Me invadió una pena terrible. Pero qué hacía. La pareja seguía en lo suyo. Era muy extraño. Como si lo hicieran a propósito para molestarme. No. Eso no era posible. Uno al otro parecían cuchichearse. Y señalarme de soslayo. Pensé de inmediato en mí. Era muy probable que mi aspecto les resultara antipático. Nunca había pensado en eso. Yo podía caerles mal a las personas. Pésimo. Me puse rojo. ¿Quién era yo que les caía horrible? ¿Por qué me imaginaba que a todas las personas les caía bien? ¿Por mi cara? Muchos podrían pensar que mi expresión era odiosa. Que entre un cerdo y yo no había diferencia alguna. ¿Por qué no? ¿Qué tenía yo para sentirme superior? ¿Por qué no me veía al espejo sin contemplaciones?
Por increíble que parezca cada vez se reían más fuerte. Un hombre entró a la cafetería, y estuvo a punto de ocupar una mesa; pero cuando se percató del escándalo prefirió seguir su camino.
Ya lo único que faltaba era que el olor de los orines llegara hasta mi nariz. No me extrañaría nada que en eso acabara el exabrupto. O a lo mejor reconocía mis propios miados.
Deja un comentario