Archive for May 2013

Dos Poemas

Richard Wagner

Wagner brilla con luz propia. Ningún
otro músico ha hecho de su vida
y obra, un campo de batalla fecundo
y terrible. Todo lo que se sabe

de él sigue siendo memorable, cuando
no dramático. Con igual maestría
sedujo a hombres, mujeres y príncipes.
Si no hubiera existido Brahms, habría

sido el dios absoluto de la música.
Por encima de la pasión del cuerpo,
amaba a los perros hasta el delirio.

Semejante a la luz del sol, su música
ilumina y ciega. Más que sus óperas,
sus oberturas levantan el alma.

Johannes Brahms

Supo antever, en el alma de cada
ser humano que tuvo cerca, el otro
yo que lo habitaba. Su corazón
se erguía tras aquella otra persona.

Se empapaba del sufrimiento ajeno.
Pero Brahms es más cosas. Es el músico
que hizo de la composición el arte
de la incomplacencia. Nada en su música

suena previsible. Supo vaciar
en su prodigiosa sonoridad
pasajes sublimes que tocan alma.

Como la voz de la madre, su música
desata recuerdos que se creían
olvidados, sumergidos por siempre.

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Cuento

Maricela

A la memoria de Luis Ignacio Helguera

Suelo cambiarme de departamento con cierta relativa frecuencia. Bueno, ignoro si decir esto sea atinado. Me cambio una vez por año, y creo que a eso puede llamársele con cierta relativa frecuencia.

Cuando llego a una nueva residencia —utilizo este término no por elegancia sino por precisión—, lo primero que hago es revisar los rincones, los anaqueles de la cocina, las repisas del baño; inspecciono concienzudamente que no existan vestigios de suciedad. Lo cual es muy común. En un departamento que alguna vez alquilé en la colonia Doctores, me encontré un nido de ratas debajo del refrigerador; rompí en dos el contrato de arrendamiento delante del casero, y me largué de ahí.

Soy incapaz de vivir donde descubra cualquier huella de vida. Me enferman, me desquician lo mismo los humanos que los insectos, y peor aún esos animales conocidos como mascotas. Sean gatos o perros, peces, pericos o pájaros, estoy convencido de que sólo provocan gastos, y que pronuncian en sus propietarios sentimientos de aparente compañía, que más tarde o temprano se traducirá en soledad y desolación, a la muerte inminente del animal.

Así las cosas, en mi casa de la colonia Condesa, en las calles de Veracruz, me sentí a mis anchas. El departamento se veía impoluto por donde se le viera. Todo lucía albeando —así decía mi madre cuando sacaba la ropa de la lavadora—, impecable. El siguiente fin de semana contraté una camioneta y me mudé. Había empacado mis cosas del mejor modo posible. Carezco de antigüedades o de objetos de embalaje peligroso. Más bien mis escasas pertenencias son fácilmente transportables. Los señores de la mudanza dejaron las cosas donde supuestamente habrían de ir, y empecé a vaciar las cajas. Me sentía realmente contento haciendo esa tarea. Sacaba los ceniceros y enseguida me veía fumando; sacaba mis copas —perfecta y absolutamente corrientes— y me veía brindando conmigo mismo (soy incapaz de invitar a ningún amigo, que ni tengo, mucho menos una mujer, a compartir una ceremonia tan elevada). Sacaba un libro —de los escasísimos pero selectos libros que poseo—, y me veía arrellanado en mi sillón reposet absorbiendo la lectura de aquel volumen.

A continuación proseguí a colgar mis camisas y pantalones en el clóset —no tengo chamarras ni sacos. Los extraía de la caja, los desdoblaba y los colgaba en su respectivo gancho —tengo los mismos ganchos desde hace más o menos veinte años, cuando Oriana me dejó. Y digo gancho respectivo porque cada camisa, siete en total, va con el pantalón que supuestamente le va mejor; aunque aclaro que todos son de mezclilla azul. Igualitos.

Y en esas estaba, cuando vi ante mis ojos un mensaje escrito en la pared interior del clóset. Decía: “Marisela, 1977. Quien viva aquí después nunca borre esto, por favor. Abra el clóset al mediodía un rayo de luz iluminará esta inscripción. Y Marisela será otra vez la niña traviesa y solar que la escribió”. ¿Estaba desvariando? Seguramente se trataba de una broma. Vino a mi mente un fenómeno parecido que acontece en una pirámide de Chichén Itzá, en que en un momento del día, cuando el sol pega en la escalera principal, es posible distinguir una serpiente que va desde la base hasta la punta.

Esperé hasta la hora indicada en el mensaje, y vi cómo un rayo de sol entraba paulatina y sosegadamente por la habitación y finalmente acariciaba el nombre de aquella niña. No puede ser, exclamé, ¿por qué pasa esto?, ¿qué extraño artilugio hay aquí?, ¿por qué me sucede esto a mí?, me pregunté mientras una gota de sudor escurría por mi nuca.

Al día siguiente me levanté tempranísimo. Acudí a comprar una buena provisión de alimentos y me dispuse a esperar. Y a imaginar: ¿Cómo sería Marisela hoy día? ¿Qué clase de mujer sería? (Su caligrafía era hermosa: reflejaba carácter, sensualidad, hipersensibilidad; además de que daba una orden.) Tendría tipo intelectual. De gafas. Todo lo ignoraba yo, pero me propuse esperar. Algo habría de revelárseme.

Y así fue —o cuando menos yo lo pensé así. Al vigésimo quinto día de no moverme de mi sitio de vigía, la “a” final de Marisela había desaparecido. Me quedé sin aire.

Sin poderme resistir, decidí proseguir la vigilancia.

Como ya se había vuelto costumbre, surtí mi despensa. Quería ser testigo. No tuve que esperar mucho. A la semana siguiente, la “s” había volado. Sentí un escalofrío. Una sensación de desfallecimiento. Ni siquiera a través de su nombre, una persona quería hacerme compañía. Me faltaron fuerzas y caí al suelo. Me desplomé con todo mi peso. Quise incorporarme y no lo logré. Apenas pude abrir los ojos. En ese instante, me percaté que la “r” se hacía aire.

Percibí que aquel rayo de sol se dirigía a mi cara.

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Poesía

Dos poemas

Para Aureliano y Beatriz

 

Poema I

Los peldaños de la escalera
que conduce hasta la cima
de la belleza
son las obras maestras de la música.
Cada carpintero coloca el peldaño
de su preferencia.
Y da un paso. 

Poema II

Cuando se escucha música
en la casa de Aureliano
los trinos de los pájaros
se filtran desde los árboles.
Brahms toma la palabra
y en cada pausa
de su música
les permite entrar.
Siempre son bienvenidos.
Jamás interrumpen.
¿Y cómo iba a ser
si se incorporan a la música?
En momentos felices
sustituyen a las flautas.

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Artículo

Luis Ignacio Helguera a diez años de muerto

1) Este 10 de mayo Luis Ignacio Helguera cumplió 10 años de muerto.

2) Nos unía la música. Y el alcohol. Jamás la literatura ni otra circunstancia. Nunca compartimos escritores favoritos ni momentos climáticos de la poesía, de un buen cuento, de una novela ejemplar. Porque seguramente íbamos a denostar el uno del otro.

3) Bebedor lo era, a ultranza. Pero la devastación acentuaba su burguesía. Bebía con especial fruición en la Condesa, en San Ángel, en Polanco. Recuerdo que alguna vez estábamos en el Xel-Ha, en las calles de Michoacán. De pronto le dije vámonos a chupar al centro. Puso cara de preocupación y simplemente respondió: No, porque allí asaltan.

4) Telefónicamente hablábamos por horas. Sobre todo cuando su muerte llamó a la puerta. Esto no tiene explicación, pero así era. Yo ya tenía varios años de ser su amigo, y él de ser amigo mío. Nos íbamos a beber a la Providencia —en la buena época de esta cantina, que la tuvo—, colocábamos en la mesa nuestro reproductor de casets, y nos poníamos a escuchar conciertos y sinfonías mientras conversábamos sobre temas tan triviales como las mujeres.

5) Pero la música era tema obligado. Hablábamos de nuestras obras predilectas, de nuestros autores privilegiados. En el único que siempre coincidíamos era en Brahms. Proveniente de amantes de la gran música, sus ojos se nublaban cuando evocaba a su padre tocando el piano. La música es un campo fértil. Se puede hablar por horas de las sonatas, de los tríos, de los cuartetos. De la vida de los músicos, de tal o cual versión. Pero si además hay un momento de carne y hueso en ese tráfago, un momento ya desaparecido y que no volverá jamás, la emoción crece hasta límites insospechados. Entonces no hay más remedio que recurrir al alcohol o al llanto.

6) Digo que hablábamos por horas. Parecíamos mujeres. Él vivía en la calle de Veracruz, en el corazón de la Condesa —antes había vivido en San Ángel, en la calle La Otra Banda. Me contaba cualquier pendejada. Como su chava —Gabriela Islas— no vivía con él, cualquier cosa le resultaba problemática. Lavar, prepararse algo de comer, hacer la cama. Me lo contaba desesperado. Nunca lo visité. Más inútil yo que él, mejor hablábamos de Rachmaninov. Entonces la conversación fluía como torrente de agua cristalina.

7) Sobrino de Eduardo Lizalde —sobrino de Enrique Lizalde—, él, Luis Ignacio Helguera Lizalde, pertenecía a una elite de suyo guardiana del orden intelectual y de las buenas costumbres. Amigo desde luego de Salvador Elizondo, de Gerardo Deniz y de cualquiera perteneciente a la cúpula del poder, yo solía reírme de sus pretensiones.

8) Nuestra discrepancia en la música era Schubert. A él le parecía aburrido y previsible. Demasiado edulcorado. No sé cómo sabes de música, le decía yo.

9) Habíamos quedado en vernos el 10 de mayo —o tal vez el 9. Yo había comido con Vicente Quirarte. Intenté localizar a Luis Ignacio, pero me respondió la contestadora. Estaba yo demasiado briago para irlo a ver —desde Tlalpan a la Condesa la distancia es cuesta arriba. Lo volví a llamar una y otra vez pero jamás respondió. Estaba muerto. Acababa de morir.

10) Más tarde me enteré de algunos pormenores. Que si perdió el equilibrio en la escalera. Que si había decidido bajar para comprar una botella de vino porque estaba “esperando a Eusebio”. Que si mi nombre fue la última palabra que pronunció porque sabía que en cualquier momento yo llegaría. Que si alguien lo subió y lo dejó acostado en su cama —donde minutos después moriría ahogado en su propio vómito. Lo que sí es un hecho es que Gabriela me mostraría las últimas líneas que Luis Ignacio escribió, en donde hablaba de un papel italiano que con toda seguridad “le va a gustar a Eusebio”.

11) Siempre me asombró su cultura, lo mismo literaria que musical —es decir, con él era posible hablar de cualquier cosa. Respecto de su poesía, en el tramo final la poesía desgarrada lo hizo suyo. Dejó de escribir sobre asuntos triviales y escribió sobre él mismo. Sobre su corazón hecho pedazos. Sobre su alma con tufo de alcantarilla. Sobre su ser que se le iba de las manos. Sobre ese ser grande suyo que lo estaba abandonando sin remedio alguno. Sobre su hermosa hija, a la que se topaba en sueños amortajados por el alcohol.

12) Tengo su anforita. Gabriela me dijo es tuya, Eusebio. En ningunas manos podría estar mejor.

13) Su libro El atril del melómano es imprescindible en la biblioteca de cualquier amante de la música que se respete. Ahorita lo está releyendo en el infierno. Con un whisky. Mientras escucha a Brahms.

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Poesía

A una mujer

Esta noche te voy a partir en dos.
Primero te voy a ordenar que te pongas
la más linda lencería,
esa que te compré aquella tarde.
Cuando estaba ebrio
y que lo hice porque me habías estado
agarrando la verga
cuando comimos.
Enseguida te pediré que me des
la más exquisita mamada.
Y cuando estés de rodillas delante
de mí, con mi verga en tu boca,
te daré un chingadazo en la cara.
Para que se te quite lo puta.
Lo cual no te salva de que ponga
un billete de 500 pesos en tu calzón.
Para que conozcas la bondad de un hombre.
Te garantizo que vas a gozar como
jamás te lo habías imaginado.

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Ensayo

La práctica del sermón

Para Elena y Jorge Mariné

Pocas personas tan proclives a sermonear como las que tienen menos cosas que decir.

Si en un principio, sermonear era una conversación de lo más coloquial entre dos amigos, hoy por hoy sermonear por sermonear es todo un arte de ventas. No hay ninguna diferencia entre escuchar a un vendedor de seguros y un prosista verbal del sermón. Ambos se creen con el mismo derecho a inmiscuirse en la vida del prójimo, y a juzgar su producto —lo que venden—como el mejor del mercado.

Ambos abrevan de la misma dolencia: meterse en lo que no les incumbe. Porque a su lado la vida transcurre con o sin sermón. Con o sin seguro.

Sin embargo, hay un momento en que se echa de menos el sermón; o el seguro, que para el caso es lo mismo. Si aquellas palabras las hubiera escuchado en el momento oportuno, se dice el que añora el sermón, las cosas serían de otro modo.

Pero los sermones no cambian nada. Digamos que de cada 100 mil individuos que escuchan un sermón, apenas tres de ellos modifican su conducta.

Mucho tiene que ver de qué boca proviene el sermón. Quién haría caso de un individuo arrogante, pagado de sí mismo, con la verdad en la mano. Quién escucharía un sermón en la boca del exitoso, de aquel que afirma dar lecciones de vida. Quién se detendría en las palabras de un sermonero practicante de la intolerancia —pese a que todos los sermones conllevan unas cuantas gotas de intolerancia homeopática.

El mejor sermón es el que no sale de la boca del protagonista.

El mejor sermón es el que nunca se escucha. Que no necesariamente es el que no se dice jamás.

Cada hombre lleva un sermón oculto en los miasmas de su interior. Un sermón que sólo él escucha, y que le tiende la mano en los momentos cruciales. Es un sermón que se adivina en los ojos. Por eso hay los ojos que no es posible mirar sin parpadear.

Los progenitores son propensos a sermonear, y, si no tienen hijos, sermonean al perro —aunque ya no reciben el título nobiliario de progenitores.

Cuando menos dos requisitos habrá de cumplir un hombre que se atreva a dar un sermón: humildad y claridad  —de la humildad deviene la sencillez, y de la claridad la precisión, que es sospecha de lucidez.  Quien es difuso en su palabra, está negado para predicar sermones. Quien es inextricable en sus conceptos, mejor que siga su camino.

Como género literario, el sermón nació y murió en una sola jornada. Llevó el título de Sermón de la montaña, y hasta ahora no ha sido superado. Más aún, por provenir de quien lo dijo se consideraría acto de soberbia tratar de sobrepasarlo. Hay —ay— de aquél.

Cuántas veces no se regresa a un templo por el hombre que dice el sermón desde el púlpito, y cuya fama se ha desparramado más allá de las inmediaciones. Se habla de él en términos de maestro. Porque de pronto su palabra sabia toca el corazón. Y persuade. Y convence. E invita a la introspección. Alguien dice de él que es un artista. Otros que es un santo, o un hombre a cuyo lado se aprende y se crece. Que como la mismísima música provoca una elevación espiritual.

Sea una cosa o la otra, quizás el secreto consiste en que aquel hombre conmueva. Que apunte el convencimiento de sus palabras más al desconsuelo que a la complacencia. Que apele a la verdad que hay en cada hombre que lo escucha. Porque quien oye un sermón, es como el hombre que lee. Que por una extraña malicia, sabe que le están hablando desde el dolor. Del cual no es posible huir.

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