Cuento
Maricela
A la memoria de Luis Ignacio Helguera
Suelo cambiarme de departamento con cierta relativa frecuencia. Bueno, ignoro si decir esto sea atinado. Me cambio una vez por año, y creo que a eso puede llamársele con cierta relativa frecuencia.
Cuando llego a una nueva residencia —utilizo este término no por elegancia sino por precisión—, lo primero que hago es revisar los rincones, los anaqueles de la cocina, las repisas del baño; inspecciono concienzudamente que no existan vestigios de suciedad. Lo cual es muy común. En un departamento que alguna vez alquilé en la colonia Doctores, me encontré un nido de ratas debajo del refrigerador; rompí en dos el contrato de arrendamiento delante del casero, y me largué de ahí.
Soy incapaz de vivir donde descubra cualquier huella de vida. Me enferman, me desquician lo mismo los humanos que los insectos, y peor aún esos animales conocidos como mascotas. Sean gatos o perros, peces, pericos o pájaros, estoy convencido de que sólo provocan gastos, y que pronuncian en sus propietarios sentimientos de aparente compañía, que más tarde o temprano se traducirá en soledad y desolación, a la muerte inminente del animal.
Así las cosas, en mi casa de la colonia Condesa, en las calles de Veracruz, me sentí a mis anchas. El departamento se veía impoluto por donde se le viera. Todo lucía albeando —así decía mi madre cuando sacaba la ropa de la lavadora—, impecable. El siguiente fin de semana contraté una camioneta y me mudé. Había empacado mis cosas del mejor modo posible. Carezco de antigüedades o de objetos de embalaje peligroso. Más bien mis escasas pertenencias son fácilmente transportables. Los señores de la mudanza dejaron las cosas donde supuestamente habrían de ir, y empecé a vaciar las cajas. Me sentía realmente contento haciendo esa tarea. Sacaba los ceniceros y enseguida me veía fumando; sacaba mis copas —perfecta y absolutamente corrientes— y me veía brindando conmigo mismo (soy incapaz de invitar a ningún amigo, que ni tengo, mucho menos una mujer, a compartir una ceremonia tan elevada). Sacaba un libro —de los escasísimos pero selectos libros que poseo—, y me veía arrellanado en mi sillón reposet absorbiendo la lectura de aquel volumen.
A continuación proseguí a colgar mis camisas y pantalones en el clóset —no tengo chamarras ni sacos. Los extraía de la caja, los desdoblaba y los colgaba en su respectivo gancho —tengo los mismos ganchos desde hace más o menos veinte años, cuando Oriana me dejó. Y digo gancho respectivo porque cada camisa, siete en total, va con el pantalón que supuestamente le va mejor; aunque aclaro que todos son de mezclilla azul. Igualitos.
Y en esas estaba, cuando vi ante mis ojos un mensaje escrito en la pared interior del clóset. Decía: “Marisela, 1977. Quien viva aquí después nunca borre esto, por favor. Abra el clóset al mediodía un rayo de luz iluminará esta inscripción. Y Marisela será otra vez la niña traviesa y solar que la escribió”. ¿Estaba desvariando? Seguramente se trataba de una broma. Vino a mi mente un fenómeno parecido que acontece en una pirámide de Chichén Itzá, en que en un momento del día, cuando el sol pega en la escalera principal, es posible distinguir una serpiente que va desde la base hasta la punta.
Esperé hasta la hora indicada en el mensaje, y vi cómo un rayo de sol entraba paulatina y sosegadamente por la habitación y finalmente acariciaba el nombre de aquella niña. No puede ser, exclamé, ¿por qué pasa esto?, ¿qué extraño artilugio hay aquí?, ¿por qué me sucede esto a mí?, me pregunté mientras una gota de sudor escurría por mi nuca.
Al día siguiente me levanté tempranísimo. Acudí a comprar una buena provisión de alimentos y me dispuse a esperar. Y a imaginar: ¿Cómo sería Marisela hoy día? ¿Qué clase de mujer sería? (Su caligrafía era hermosa: reflejaba carácter, sensualidad, hipersensibilidad; además de que daba una orden.) Tendría tipo intelectual. De gafas. Todo lo ignoraba yo, pero me propuse esperar. Algo habría de revelárseme.
Y así fue —o cuando menos yo lo pensé así. Al vigésimo quinto día de no moverme de mi sitio de vigía, la “a” final de Marisela había desaparecido. Me quedé sin aire.
Sin poderme resistir, decidí proseguir la vigilancia.
Como ya se había vuelto costumbre, surtí mi despensa. Quería ser testigo. No tuve que esperar mucho. A la semana siguiente, la “s” había volado. Sentí un escalofrío. Una sensación de desfallecimiento. Ni siquiera a través de su nombre, una persona quería hacerme compañía. Me faltaron fuerzas y caí al suelo. Me desplomé con todo mi peso. Quise incorporarme y no lo logré. Apenas pude abrir los ojos. En ese instante, me percaté que la “r” se hacía aire.
Percibí que aquel rayo de sol se dirigía a mi cara.
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