Archive for octubre 2016

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El pan, que siempre es posible compartir

Miramos el pan y pan nos mira. Como si nos contemplara desde los más remotos y oscuros rincones de la historia, como si contuviese la ansiedad del muerto de hambre o la belleza serena que reveló a los ojos de Jesucristo. Al centro de la mesa el pan, que siempre es posible compartir.

Alguna vez, leyendo un diccionario que habla del origen de las palabras, mi vista cayó en la definición de compañía. No me extrañó saber que esa palabra proviene del latín cun, que significa con, y de panis, que significa pan. Compañía: con pan.

No me extrañó porque siempre he creído que hay por ahí algunos pocos, contados elementos, que suelen reunir al hombre en torno; que provocan un acercamiento entre los individuos. Por ejemplo la música —o bien la palabra—, por ejemplo el fuego, por ejemplo el pan. O el vino.

Uno de los recuerdos de mi infancia que tengo más vivos, que me asaltan con mayor frecuencia, es cuando mi madre me enviaba por el pan. Como siempre fui un niño al que le gustó levantarse temprano —qué aburrido era yo, y sigo siendo—, ponía en mi mano unas cuantas monedas y me ordenaba: traes un peso de pan blanco y dos de pan dulce. Salía de la casa, aún con el estómago vacío, y todo el camino se me iba haciendo agua la boca. La panadería quedaba a escasas cinco cuadras, y en verdad me parecían tramos interminables.

Pero es que iba yo pensando, invariablemente, qué pan dulce habría de escoger. Eso siempre me costó muchísimo trabajo definir. En mi cabeza repasaba las posibilidades más sugerentes: una concha —blanca, nunca de chocolate—, un moño —eso sí, colmado de azúcar, que al primer bocado los labios quedaran cubiertos de ese polvito blanco y maravilloso—, una trenza —que calentada en el comal sabía deliciosa—, una cema —que con frijoles y chile verde podría llevármela a la escuela en lugar de torta—, un panqué, de esos envueltos en papel rojo acanalado. Pues finalmente llegaba a la panadería y escogía otro, cualquier otro que no se me hubiera ocurrido en el camino —como una chilindrina, cuya superficie está llena de pelotitas de azúcar.

Pero había algo que hacía aún con más gusto, y era meter la cara en la bolsa y aspirar el olor del pan blanco. Ese olor me volvía loco. Llegaba hasta detenerme unos segundos para oler bien, para que todo mi ser se sobrecogiera, como tocado por una vara prodigiosa.

Pero no nada más era olerlo; también tentarlo, aunque el pan llegara a su destino todo manoseado. Porque poner los dedos en un bolillo calientito o en una telera recién salida del horno, era la sensación más grata de la mañana. Por esto, mi madre me enviaba cuando el pan estaba fresco —es decir, el pan correspondiente a las siete de la mañana—; con la idea de que apenas estuviera el pan sobre la mesa, mi padre se sentara a desayunar. Él, que además de maestro violinista había sido un hombre de rancho, al que nadie le había enseñado buenas maneras, acostumbraba desmenuzar el bolillo o la telera y vaciarlo en el café con leche. Lo comía así y me consta que sabía delicioso. Eso lo vi hacer muchas veces; o sopear. Qué extraordinario era eso, y lo sigue siendo: remojar el pan en el café con leche, en la leche helada o en el chocolate. Aquello sabía a un manjar de elaboración instantánea. Pero había otra combinación insuperable: meter el pedazo de pan blanco a la salsa. Y bien remojado, darle el bocado.

Buenos recuerdos se tienen del pan.

Como también del pan de pueblo, ese que no se consigue en cualquier panadería y que se vende en las ferias, las que se instalan de pronto en los barrios, generalmente a propósito de la fiesta de algún santo patrono o alguna virgen. Es un pan sencillo, a veces cargado de un fuerte sabor a anís; los niños se lo comen felices, porque lo asocian a los caballitos, al trenecito o a la exposición de animales deformes. Como vivíamos en Mixcoac, cada rato se celebraban fiestas. Y cada rato llegaba mi padre cargado con bolsas de pan de pueblo.

Por eso tengo tan presente que el pan congrega a la gente. O cuando menos así siempre lo vi yo. Ahí estaban todos reunidos, alrededor de la rosca de reyes, del pan de muerto.

Algo tiene el pan, me digo. Quizás de lo que esté hecho, quizás su sencillez; quizás porque es milenario, algo de lo más antiguo y familiar que ha creado el hombre.

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gracias a mis bros que me acompañaron. lo mejor fue el pulque de vodka y tuna roja.

la pulquería.jpg

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Elogio del demonio

Paganini cargó por encima de él a su hijo recién nacido. El niño lanzó un grito que se escuchó hasta más allá de las habitaciones reales. Favorito de la nobleza, no faltó quien le ofreciera habitación y servicios médicos dignos de un soberano. Paganini aceptó. Siempre estaba de acuerdo en recibir cualquier dádiva que proviniese de la clase encumbrada. Ganaba dinero a montones —con Liszt, era el intérprete mejor pagado de la historia, además de su propio empresario—, pero le gustaba extender la mano y apretarla con los billetes bien aferrados.

Ahora se encontraba en el palacio de la condesa Francesca de Fiutti, de quien varios se disputaban sus favores. Pero ella no veía a ningún otro más que a Niccolo Paganini. Precedido de una fama solo comparable a la de Rossini, se contaban de Paganini atribuciones demoniacas. Que si había hecho un pacto con el diablo —había quien aseguraba haberlo visto ensayar sus famosos Caprichos con Satán deteniéndole el arco—; que si su enorme y desorbitada melena ocultaba dos cuernos nacientes; que si hablaba un idioma extraño e ininteligible, sólo para unos cuantos sectarios; que si un rabo le brotaba de la espalda.

Mientras su esposa (ella y la condesa se soportaban cordialmente) lo miraba subyugada —aunque nadie podría decir si por el violinista o por su bebé—, la mente de Paganini era un marasmo. Se preguntaba qué nombre ponerle al niño. En primer término, que hubiese sido varón ya era para él harto significativo. Él había sido un niño golpeado. Sin el menor ápice de piedad, su padre solía golpearlo cada vez que daba una nota falsa. Como había acontecido con otros padres de niños músicos, quería ver en su hijo a un Mozart, que encima de todo lo sacara de pobre. Su padre había sido así con él, pero él no lo sería con su hijo. Nunca. Y sin embargo, encontró un parecido notable entre su hijo y su violín. Si a los violines se les ponía nombre, por qué no a su hijo. Un nombre de violín.

Tenía al niño bien afianzado con sus largas y enflaquecidas manos. Lo admiraba como acostumbraba admirar un violín. Ningún detalle pasaba inadvertido para él. Lo mismo se detenía en el barniz que en el remate, en las efes que en la encordadura. Y entonces se ponía al hombro aquel instrumento y tocaba. Cuántos violines había mandado al diablo porque no correspondían al precio.

En tanto el recién nacido no dejaba de llorar, su vista recorría cada parte del cuerpo de su hijo: la hinchazón de sus rasgos por el esfuerzo al pasar por el canal de parto; lo escaso de su pelo, pegado a la cabecita; el aroma de su aliento; su lengua, perfecta y de color rosado; lo diminuto de su nariz, como un pellizquito sobre la cara; la perfección de sus rasgos a escala miniatura, y, sobre todo, lo inusitadamente lago y perfecto de sus dedos, un réplica exacta de los dedos adultos, desde luego con todo y uñas.

Mi hijo será violinista, se dijo. Tiene los dedos de violinista, y mi genio. Pero cómo se llamará. Podría ponerle “Ruiseñor”, como mi Guarnerius; o “Cañón”, como mi Stradivarius.

Entonces la voz femenina lo interrumpió. ¿Estás pensando qué nombre ponerle?, escuchó. Yo ya lo decidí. Es el nombre de un guerrero y de un artista. De un hombre que no conoció el miedo y que el valor fue la única pasión que movió su voluntad. De un héroe que desde su montaña distinguía entre la cobardía y la valentía.

¿Qué nombre es ése?, preguntó Paganini, cegado por la curiosidad.

Aquiles, respondió la mujer.

Que ése sea su nombre. Aquiles Paganini, hijo digno de su padre.

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León Serment

1) Fuimos amigos. Los hijos de León —Pablo y Benjamín— estuvieron en la misma escuela primaria que mis hijos —Érika Coral y LeónRicardo—, en la famosa Bartolomé. En el barrio de Tlalpan. Hace cosa de 20 años. O más.

2) Yo recuerdo a los hijos de León Serment. Mi mujer Coral fue su maestra cuando cursaron el quinto año. Aunque Pablo le llevaba dos años a su hermano menor, Benjamín.

3) León Serment y yo nos hicimos amigos. Teníamos afinidades que nos aproximaban: ciertos amigos en común —como Guillermo Arriaga—, ciertos directores predilectos —como Scorsese—, pero antes que otra cosa, ambicionábamos, el más que yo, hacer una película histórica. Cuando nos reuníamos —en citas más bien improvisadas; las esposas respectivas no se llevaban bien entre ellas, de hecho se caían mal—, hablábamos de hacer una película. Me pidió que trabajara en un guión.

4) Cada vez que nos veíamos, con unos tequilas de por medio, el tema volvía a salir. ¿Ya tienes el guión? ¿Ya tienes el guión? Hasta que le dije: el guión no, pero la idea sí. Y se lo planteé. Tal como lo transcribo a continuación. Jamás se lo di por escrito. Ni firmamos ningún contrato ni mucho menos. Mucho tiempo pasó desde entonces —un año y medio, quizás dos años, o más—. Todo se quedó en stand by. Pero a nadie le importó. Esto es algo común en el cine. En fin. Va la sinopsis del mentado guión. Lo transcribo por respeto al supuesto lector.

5) Se trata de la historia de una familia que emigra de la colonia Condesa a Santa María Aztahuacán, Iztapalapa. La familia consta de papá, mamá y dos hijas (Ema y Teresa, de 15 y 13 años respectivamente). Y cada uno por su lado se enfrentará a regímenes de comportamiento opuestos a su educación convencional. En esta primera parte, la historia arranca cuando el padre, empresario en pequeño, firma la hipoteca de su casa. Lo vemos irse a pique. Se gasta el dinero en negocios que lo llevan a la bancarrota. el foco del drama estará puesto en este personaje. Lo que para él significa, como jefe de familia, carecer de los elementos suficientes para enfrentar la crisis galopante que azota a los pequeños comerciantes. Les ha fallado a quienes dependen de él, lo cual lo ubica al borde del suicidio. Toda su vida había sido hijo de papi por lo que no sabe hacer frente a la adversidad. Esta primera parte finaliza cuando la mudanza llega a su casa de la Condesa, levanta el mobiliario y arriba a Santa María Aztahuacán. Pero se le ocurre algo en el camino, precisamente a bordo del tráiler de la mudanza. Con el poco dinero que le queda, comprarse un vehículo y las placas para trabajar un taxi. Su esposa lo reprueba. Pero él se sobrepondrá.

6) En la segunda parte de la historia, el foco narrativo estará puesto en la madre. Ante la derrota del padre, porque el taxi apenas le alcanza para sufragar los gastos domésticos —sin considerar las veces que es asaltado y que lo llevan a generar diabetes—, la madre se asumirá como la jefa de familia. Su enemigo a vencer es la violencia de su hija Ema, adolescente que se incorpora a un grupo de mujeres pandilleras, que a su vez pertenece a un grupúsculo del crimen organizado. Por su lado, Teresa, la hija menor, se inclina por la carrera técnica de mecánica automotriz en el Departamento de la Policía Metropolitana. Se inscribe en la Academia. Quiere ser solvente, dueña de su destino. Pero se enfrentará a una sociedad tremendamente machista. La historia concluye con tres acontecimientos: la graduación de Teresa como mecánica automotriz de la Academia de la Policía, el ingreso de Ema al reclusorio femenino, y la admisión de su padre al hospital de la Raza, donde le amputarán una pierna.

7) Hasta ahí el guión. Que se haya quedado sin realizarse carece de importancia. Eso no fue lo que me dolió ni la razón por la que estoy escribiendo estas líneas.

8) Más bien me quebró la muerte del viejo. De León Serment. Tenía un encanto providencial. Era carismático. Simpático. A todo el mundo le caía bien. Las puertas se le abrían donde fuera. Al contrario de la petulancia de la gente vinculada con el espectáculo, León era, ya lo dije, tan sencillo como humilde. Lo recuerdo con cariño.

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