Música
La plegaria
Para don Héctor Trinidad Delgado
El terrible acceso de tos con sangre le impidió proseguir el Inflamatus et accensus. No sabía qué hacer ni qué actitud tomar. Estar en el monasterio franciscano de Pozzuoli le proporcionaba cierto bálsamo y alivio a la enfermedad de la pobreza. Nunca se imaginó que aquellas fiebres que iban y venían, sumado a los sudores secundarios, al enflaquecimiento, a la inflamación en el cuello, las axilas y las ingles, todo aquello fácilmente soportable para él en un periodo del padecimiento, terminaría manifestándose en esta enfermedad, que precisamente el médico de los monjes franciscanos había denominado como enfermedad de la pobreza —“esto es resultado de mala limpieza, de mala alimentación, de mala habitación, de argucia en grado menor, de lo que suele acontecer a los pobres. Por pobres, y que Dios me perdone. Que a la gente noble este martirio no le afecta”.
Giovanni Battista Pergolesi —aunque en realidad se apellidaba Draghi; el Pergolesi se lo había adjudicado él mismo por provenir de Pergola— se arrodilló ante la imagen de Jesús e imploró. Sabía que la música que estaba componiendo no era otra cosa que una plegaria. Aquel instante en que la Virgen María contempla a su Hijo agonizar en la cruz. Era una oración prodigiosa, que estaba en la boca de todos los férvidos. Llamaba a las lágrimas pero también a la reflexión; a la conjoga espiritual pero también al combate físico. ¿Cómo era posible contemplar el sufrimiento atroz de una madre y quedarse con los brazos cruzados?, un sentimiento que incendiaba la sangre de los napolitanos.
Escuchó un toquido a la puerta de la celda. Era la cena. Los padres franciscanos lo procuraban. Con nadie tenían esas atribuciones; pero sabían que Giovanni Battista Pergolesi era un grande e importante compositor, se dolían de él no nada más por su enfermedad sino también por su juventud —¿o veintiséis años no era una edad floreciente en cualquier hombre? Y sabían que iba a morir. El médico les había explicado que en los pulmones del músico había una especie de caverna. Que esas fiebres, ese mal apetito, esa deshidratación, esa postración eran los síntomas del avance de la enfermedad. De que no había modo de detenerla. Que lo único que él se atrevía a sugerir era el camino de las punciones, que había que extraerle la sangre maligna. A ver si Dios se condolía. Y ustedes no se le acerquen más de la cuenta, que todas las enfermedades son contagiosas, por disposición del demonio.
No le tememos al contagio sino a abandonarlo en los momentos en que más necesita de la misericordia, había dicho el padre abad. Y para obrar con el ejemplo, él mismo le llevaba su alimentación a Pergolesi; aunque el músico se negaba a abrir. Había rogado que le dejaran el plato a un lado y él lo recogía, se alimentaba y volvía a depositar el plato en el mismo sitio de donde lo había tomado.
Pero esa vez, el padre abad se había propuesto verlo, aun a riesgo de cometer un pecado; pues el morbo de ver al compositor movía su voluntad. Tenía más de una semana que no cruzaba palabra con Pergolesi —ni él ni nadie más—, y cuando por fin el músico abrió la puerta el prelado cruzó el umbral. Se fue para atrás, y se arrodilló con la cabeza entre las manos. Por todo el suelo vio pañuelos ensangrentados. Pero eso no fue lo que lo impresionó sino la delgadez del joven. A simple vista era posible distinguir su debilidad, su agotamiento, y desde luego su desmedido sudor, ojos saltones, pómulos muy marcados, labios y lengua extremadamente secos por la respiración de la boca y no de la nariz.
—Bendito sea Dios, padre. Cuando menos no tengo dolores.
—¿Ningún tipo de dolores?
—Acaso el agotamiento es un dolor. Pero de verdad nada insoportable. Si lo comparamos con los dolores de nuestro señor Jesucristo en la cruz.
—Se me ha dicho que está usted componiendo un Stabat Mater.
—Estoy en el final. Le pido fuerzas a nuestra dolorosa madre para que me permita escribir el Quando corpus morietur.
Cuando el padre abad escuchó estas palabras se persignó y, sin decir palabra, salió de la habitación.
Giovanni Battista Pergolesi se inclinó, y, por su gesto, tuvo la intención de asir la mano del abad para besarla; pero fingiendo una distracción el monje prefirió retirarla. Salió como una exhalación. Extrayendo fuerzas de flaqueza, el compositor sumergió la pluma de ganso en el tintero. Comprendía perfectamente la reacción del abad. Jamás se habría atrevido a juzgarlo. Sopló el papel pautado y escribió el título de la treceava parte de su Stabat Mater. Tengo que resistir, se dijo. Madre mía, déjame que termine esta plegaria para ti. Es lo único que te pido, y que perdones mi pecado de soberbia.
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