Novela
Desgajar la belleza
Primera Parte
Capítulo Diez
No sé qué ha pasado. Mensajes en la contestadora – claro, mensajes en clave -, un par de telegramas, recados por el bíper. Pero no estás; ¿saliste de viaje intempestivamente?, ¿no has recibido ninguna noticia mía; pero tú no podrías manifestarte?, ¿decidiste dejarme; quién toco a tu puerta: se cumplieron mis pronósticos? Estoy absolutamente fuera de mí, como no lo había estado desde hace mucho tiempo. No me preguntes cuánto. Y digo no me preguntes, perdóname la vanidad, como si diera por hecho que estás leyendo estas líneas. Insufribles líneas.
Estar fuera de mí no es en lo absoluto inusual. Hubo una mujer que me aconsejó mesura, discreción. Se llamaba Angélica Morales; si, la primera pianista, esa genial pianista mexicana que hace unos cuantos días murió. Y cuya muerte pasó prácticamente inadvertida. Me pregunto qué habría pasado si el muerto hubiera sido un político, un célebre narcotraficante (¿es posible ser célebre a costa de ser, es este caso, delincuente?, creo que esta figura retórica tiene un nombre en gramática); un escritor de moda, un pintor esnob, un futbolista del América. Medio mundo habría dado su opinión para la prensa, lo habrían comentado profusamente en la TV y más de uno habría sugerido la bandera a media asta. Pero no fue el caso. No importa que la maestra Angélica Morales haya sido la primera mujer que tocó completa la obra de Bach para teclado; menos aún que fuera la principal expositora – y continuadora – de la técnica de Liszt, pues Emil Von Sawer, que fuera primero su maestro y luego su esposo, había sido discípulo del pianista húngaro. Tampoco tiene que ver, nada que ver, que fuera de las primeras pianistas en grabar el Triple de Beethoven (precisamente conocí este concierto en una grabación que hizo en aquellos discos de 78 revoluciones, con Odnoposoff y Auber, dirigidos por Weingartner), ni que se le considerara acaso la más connotada maestra de piano. De acuerdo, la insufrible xenofobia de los mexicanos no perdona: que los norteamericanos la hayan reconocido y finalmente pagado lo que su trabajo y valor representaba para que educara a los jóvenes pianistas de su país, no se perdona. Qué bueno que lo hizo, qué bueno que se fue a vivir a Estados Unidos y mandó al diablo el rústico y mezquino sistema de reconocimiento al arte y al artista que se acostumbra en México.
En fin, a lo que iba es que a propósito de varias de sus últimas presentaciones en esta ciudad, la maestra y yo solíamos encontrarnos, caminar, tomar un café, charlar. No era proclive a conocer gente, a relacionarse, a dar entrevistas; pero yo le caía bien por mi admiración acendrada por las Variaciones Goldberg; a ella le asombraba que un joven- como lo era yo en esa época – fuera devoto de Bach. Pues alguna de esas veces – yo la quedaba de ver en el lobby del hotel Génova, que le gustaba especialmente – llegué tarde a la cita; ella me estaba esperando, como la gran señora que era, imperturbable, bebiendo plácidamente su té. Apenas me hube sentado me preguntó qué le pasa, Esusebio, qué le ha sucedido. Yo traté de desviar su atención; empecé a hablar como loco de la Hammerklavier – cuando era niño, le oí esa sonata en la intimidad de una casa -, pero ella me paró en seco: “Usted tiene una pena de amor”, me dijo. En efecto; ni siquiera me acuerdo el nombre de la mujer, pero alguien me había mandado al diablo unas horas antes. No tuve más remedio que pedirle permiso para servirme un poco de alcohol en mi café; por supuesto, asintió. Saqué entonces una anforita y vacié parte de su contenido en aquella inmaculada taza. Lo bebí y de pronto me sobrevino el llanto. Ella tomó mi mano y dijo: “Sea usted mesurado, sea usted discreto; hay penas que se corrompen si se las exhibe; sea usted consecuente de sus amigos, y a quien no sea su amigo no le dé usted a conocer su dolor. Y sufra, recuerde usted bien esto, sufra por lo que vale la pena sufrir.”
Las mujeres. Siempre me dan lecciones. Son sabias, son maestras. Pero en la misma medida son frías e inconmovibles. Por eso me pregunto, ya independientemente de la maestra Angélica Morales, me pregunto: Cómo es posible que tengan esa capacidad de contención, que sean capaces de estar como si nada luego de perder un gran amor. Que al día siguiente de que su hombre las ha dejado anden como si nada, como si la vida siguiera igual; mientras que un hombre tarda en reponerse – cuando se repone – semanas y a veces meses; mientras que un hombre golpeado por el dolor amoroso se torna menos que una jerga deshilachada y apestosa de burdel. Las mujeres. No en balde, el maestro Vicente Gallego, incisivo español de la generación novísima, escribió:
De las muchas heridas
que el amor nos inflige a través de los años,
hay una que nos duele de forma distinta
porque llega a pesar de las promesas,
del tiempo y de sus nudos, y es la última,
y resume a las otras, y lo desmiente todo.
La tolera el orgullo a duras penas,
y esa herida consiste en aceptar
lo que me ha confirmado ese nombre que callo:
la maldita certeza de que a ellas,
cuando las cosas fallan, les resulta posible,
y tan odiosamente fácil, vivir sin nosotros.
No entiendo nada. Una voz dentro de mí me dice que te he perdido, que irremisiblemente te he perdido. Te reenamoraste de tu esposo, encontraste otro hombre, decidiste seguir la senda correcta y sacrosanta del matrimonio. O acaso juzgaste demasiado riesgoso el juego de nuestro amor, con todas sus implicaciones: puede ser. O finalmente no te satisfice como hombre o como escritor (haberte insatisfecho como escritor me es inclusive; haberte insatisfecho como hombre me pone en el umbral de la muerte); pero tienes razón. Sea la respuesta que sea, tienes razón.
Resumamos. Estoy viejo y ocho días es mucho. Te he amado y me has amado. Te amé y me amaste. Conjugamos el verbo amar como sólo tú y yo podíamos hacerlo. No me importa si tu esposo o mi mujer protestan (de todos modos habrán de hacerlo). Hicimos el amor de veras. No tonterías. Por más que hagas, no podrás volver a escuchar a Brahms sin pensar en mí, ni leer a Cernuda o a Eliot sin sentir mis manos en tus muslos. Me pregunto si te relacionaré con Bach. O con el ron. Sé con qué: con la alegría y el asombro. Con la dicha y la belleza.
Deja un comentario