Crónica
Bertha
La primera y única vez que hicimos el amor fue en un baño público. La verdad de las cosas es que después del cine, los refrescos, las palomitas y la cantina, yo no llevaba arriba de doscientos pesos, y en San Ángel aun el hotel de paso más barato anda por los trescientos treinta. Habíamos bebido unas cuantas copas en cierta cantina del barrio llamada La Invencible. Desde que entramos todos los clientes se volvieron a mirarla. Porque Bertha es de esas mujeres que no se pueden dejar de ver.
Sus piernas ponen nervioso a cualquiera. Aquella vez llevaba un vestido azul cortísimo que atraía la mirada de todos los hombres que se atravesaban en nuestro camino. “¿Siempre te vistes así de rica?”, le pregunté. Y su respuesta no se hizo esperar: “Nosotras vinimos al mundo a gustarles a los hombres, a volverlos locos. Y como a los hombres les gusta que les enseñemos las piernas, pues hay que enseñarlas”. Así, con esa naturalidad. Vaya con la franqueza femenina.
Lo primero que hicimos en la cantina fue brindar por su belleza. “No es normal que un hombre entre a un lugar como éste acompañado de una mujer como tú, tan hermosa y provocativa”, le dije, sorbí un buen trago, abrí su boca con la mía y derramé ahí el contenido. Ella simplemente se relamió los labios.
La verdad no tenía mucho de tratar a Bertha, apenas unas cuantas horas. Nos habíamos conocido en la taquilla del cine. Ella estaba formada delante de mí. Parado atrás, aunque no quisiera —suelo ser discreto cuando observo a una mujer—, no tenía más remedio que admirar sus piernas, sus nalgas, su formidable trasero —que parecía resaltar con lujuria de revista pornográfica. Seguramente está formada mientras su novio estaciona el coche o algo así, me dije, como para desalentarme a mí mismo y que la decepción no fuera tan cruel; pero cuál sería mi sorpresa que compró nada más un boleto. Así que apenas compré el mío, la alcancé y le hablé del modo más espontáneo y desparpajado.
—No me pierdo una película de Scorsese —le dije, mientras guardaba el cambio en la cartera.
Y se vio muy educada porque respondió:
—Pues yo tampoco. A ver qué tal nos va… Aunque las pelis de Scorsese nunca son malas.
—No, ya verás —dije yo—. ¿No gustas un refresco? O unas palomitas, para hacer ruido y molestar a la gente.
Nos metimos al cine, y, todavía sin saber nuestros nombres, le di la mano para ayudarla a buscar lugar y sentarse. Ella no dijo nada; en cambio me apretó y se rió sutilmente, como si le diera pena. Y como no queriendo la cosa, cuando apenas nos estábamos sentando, dejé que mi mano cayera accidentalmente en su muslo. Su piel se sentía tibia y suave, como la de una superficie sedosa.
Pero algo tienen las manos que de pronto resultan incontrolables. Como no dijo no, con paciencia infinita fui acariciando su muslo. Y todavía con mayor tacto y discreción fui subiendo por ese atajo que conduce al camino de todos conocido. Cuando por fin sentí que la temperatura de la zona aumentaba notablemente, la invité a tomar un trago. “Pero venimos a ver la peli de Scorsese”, dijo. A lo que respondí: “Luego te regalo la película. Ya se consigue en los tianguis”.
Cuando el mesero nos tomó la orden, vi en sus ojos el nerviosismo del macho. Y desde luego en su voz, que le salió como si tuviera una nuez atorada en el cogote. Y conste que el mesero representaba a todo el resto de los parroquianos. Era como el emisario de todos ellos Apenas me había enterado de que se llamaba Bertha, pero el solo hecho de ver que todo el mundo la miraba como si se la quisiera comer —era la única mujer, y no en balde La Invencible es una cantina visitada casi exclusivamente por carniceros y demás locatarios del mercado de San Ángel—, el solo hecho de mirar eso me hizo sentir el dueño del planeta; pero más que eso, mucho más, Bertha despertó en mí un deseo irrefrenable, y si ahí mismo hubiera sido posible hacerle el amor lo habría hecho como un desesperado. Como un convicto que ha estado sin mujer por años.
—Mira, todos me están viendo. Parecen lobos… ¿Qué se imaginarán?
—Lo único que se pueden imaginar —dije yo—, que te están cogiendo.
—¿Tú crees? Qué rico —comentó con un aire de ingenuidad que me recordó a una monja de las que hacen rompope, y que abundan en mi barrio.
Tomamos un par de tragos más y nos salimos. Yo le estaba metiendo la mano, y tenía clavada la mirada de más de cuatro. Tampoco estaba dispuesto a tentar mi suerte. Los hombres han terminado por acostumbrarse a que las mujeres entren como si nada a las cantinas, pero hay de mujeres a mujeres, de hombres a hombres y de cantinas a cantinas. “No cuentes dinero delante de los pobres”, solía decirme mi abuelo, y aquí estaba contando billetes de mil delante de viles muertos de hambre.
—¿Y ahora? —preguntó cuando nos encontramos en la calle, con su rodilla sobándome la verga.
Como ya lo dije, no me sobraban más de doscientos pesos. Pero mis ojos distinguieron a lo lejos el anuncio inconfundible de los baños, con su inmensa chimenea arrojando humo. Así que lo único que dije fue:
—¿Me dejarías que te untara jabón en la espalda?
Y se rió. Ahora sí no tan sutilmente.
Aquella película de Scorsese nunca se la conseguí.
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