Música
Historia de una noche
Sintió los pasos de Georg Haendel a sus espaldas, pero no dejó de tocar. Le guardaba un terror inusitado a su progenitor —terror que se manifestaba a cualquier hora del día. Muchos le habían aconsejado que no provocara a su padre, que se alejara de la música, que se aplicara a sus estudios de Derecho, pero él estaba decidido.
Ese día había transcurrido como cualquier otro. Hijo del médico de la corte —comerciante y dueño de la posada del Ciervo Amarillo—, sus obligaciones comenzaban desde temprana hora: ordeñar la vaca, recoger los huevos que habían puesto las gallinas, cepillar el caballo que más tarde cabalgaría su padre para trasladarse a la corte, y darle una barrida al granero. Pero él le veía el lado bueno porque cada mañana aprovechaba para platicar con sus animales.
Ésa era su tarea cotidiana. Ayudar en la preparación de la manteca y en el desplumado de alguna gallina, ya era excepcional.
Enseguida se iba a la escuela. Su padre se había empeñado en que siguiera los estudios de Derecho, y, aunque todavía era un niño, ya debería contemplar su futuro. Por lo que iba a una escuela que lo conduciría directamente a los estudios formales de la abogacía.
En su casa no había teclado alguno, ni menos cualquier otro instrumento. Por lo que el joven Haendel se las ingeniaba para detenerse en la iglesia de Santa María, entrar como una ventisca, emprender una oración fugaz, y correr hasta el órgano. Invariablemente, el maestro Friedrich Wilhelm Zachow se encontraba sentado al instrumento tocando sus ejercicios de rutina. Apenas lo veía llegar se ponía de pie y le señalaba el banquillo. Porque aquel chiquillo aprendía velozmente. Daba la impresión de que todo lo que se le enseñaba lo había aprendido aun antes de nacer.
Ésos eran los momentos más felices en la vida del pequeño músico.
Pero ahora tenía un clavecín en el desván.
Mamá Johanna lo había escuchado pedírselo a su padre docenas de veces. Hasta que el hombre se negó a oírlo una vez más. Necesitaría estar loco para comprarte un instrumento, respondía ante la mirada compungida de su hijo. Pero no había otro camino.
Excepto por Mamá Johanna.
Aquella mañana acudió directamente a la iglesia de Santa María. Le pediría al maestro Zachow que escuchara a Georg Friedrich. Quería saber si veía algún talento en aquel hijo suyo tan obstinado. Se presentó como la madre del pequeño, y le externó todas sus dudas a aquel maestro que la miraba tan consternado como sonriente, si es que este binomio podía acontecer en forma simultánea en el rostro de un hombre.
—¿Exactamente qué es lo que usted quiere saber, madre amorosa?
—Si mi hijo sirve o no para la música.
El maestro guardó silencio. De una vez por todas era preferible enterar a aquella madre lo que estaba sucediendo con su hijo.
—Su hijo, señora Johanna, es un genio para la música. Bajo la guía implacable del estudio, puede llegar a convertirse en uno de los compositores más extraordinarios de todos los tiempos. Yo lo vaticino.
—¿Y cómo lo sabe? ¿Cómo dice usted eso?
—Lo sé porque su hijo es mi alumno, y a pesar de que no tiene instrumento, su progreso es notable.
Mamá Johanna salió de la iglesia con lágrimas en los ojos. Le compraría un clavecín a su hijo. Había ahorrado un poco de dinero, y qué mejor que esta oportunidad para gastarlo. Su hijo y ella serían cómplices. Habría que ocultarlo a los ojos del padre. No tocarlo cuando el progenitor se encontrara en casa. Jamás.
Su instinto le dijo, pues, que aquellos pasos eran los de su padre. Era de madrugada. Se había levantado a estudiar el clavecín. Cuánto había abierto los ojos aquella vez que su madre lo había llevado hasta el desván para que lo viera. ¡Era suyo! Su mamá se lo había comprado y ningún poder humano sobre la tierra podría arrebatárselo.
—¡Qué está pasando? ¡De dónde proviene ese ruido? —despertó el hombre a Mamá Johanna.
—¿De qué ruido hablas? —respondió cuando el sonido llegó hasta sus oídos—. Duérmete, yo no oigo nada.
—Cómo que no. Creo que viene del desván.
Se levantó como si un relámpago lo hubiera traspasado, se acomodó bata, pantuflas y gorro, encendió una lámpara, y salió corriendo con su esposa atrás de él.
Entró al desván. Allí estaba su hijo, perdido en las volutas sonoras del teclado. Iluminado apenas por una débil lámpara.
—¡Qué diablos? —le comentó a su mujer.
—¡Es increíble! ¡Es tu hijo, esposo mío! —clamó ella.
Entonces él le indicó con la mano que no alzara la voz. Que escuchara.
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